sábado, 31 de julio de 2010

Luis Benítez, poemas.




















Un nombre trabaja mientras cae la nieve



Entre unos cobertizos con pilas de basura en cada puerta

Armados de apuro por la fatiga del caballo y del brazo

Todavía tres días después de la derrota un ciego canta.

De pie sobre una montura que apenas lo eleva del suelo

En la pendiente entre los pinos canosos

Y el indiferente vociferar de los tendidos que piden

Su puchero y su vino y una ramera que vieron

Antes de llegar a Quíos un ciego canta

Al ritmo de su lira de madera.

Sentado en la penumbra su criado deja el ojo asustado

Volar por los rostros cuando los alumbra el fuego

No lo distrae vigilar las mulas sino el cálculo

De la moneda de bronce que el oficial cansado

Le dejará en la mano cuando el ciego calle

Y él recorra los fogones con el sombrero en la mano

Y una sola palabra en la boca: “Caballeros…”

Alguien sale de su tienda remendada absorto

Camina dos pasos y se queda mirando al ciego

Y no ve nada por el peso de una decisión

Que le concierne y no ha tomado.

Una decisión que nada tiene que ver

Con las batallas. Alguien orina y se ríe

Contra un árbol. Otro borracho se calza

El casco de bayas crines de caballo

Aúlla un juramento horrible y se desploma

entre los camaradas de corazón fraterno.

Alguien busca en la radio no sabe qué ni dónde encontrarlo.

Sólo produce una voz multicolor

Sin partes pero su afán es largo.

El ciego tiene un traje nuevo y una voz ya entonces

Ronca donde se quedó el invierno. Hace una pausa

Y bebe lo que le alcanza un interesado -el único-

En volver a escuchar cómo enloquece Ajax

O qué suerte le aguarda a Héctor como si el ciego

Fuera a cambiar el suceder ficticio

Más severo que el otro.

Aunque, ¿quién obliga a esa bella palabra caballo

A referirse a esa sombra plateada?

Entre el sonido y la bestia

Algo contento pasa.

En el derrotado y ruidoso campamento

Donde ya las brasas se consumen

Las brasas que a lo lejos semejan

El dibujo de un archipiélago

En los mares oscuros fulgurante

Mientras la nieve vuelve

Y las otras voces se apagan

En murmullos

Mientras la nieve vuelve

Un ciego canta cerca de su criado

Y de sus fardos y nadie

En la región sabe su nombre.

Un camino insuficiente será posible:

Dividir el mundo entre el ciego y alguien.

“Cantá, odiosa, la cólera de Aquiles.

Bueno, desde entonces sólo amo dos cosas:

Los enigmas, las paradojas y los juegos de palabras,

Donde la palabra cazador aguarda inmemorial

El imposible paso de la palabra ciervo

Por el laberinto de la palabra diccionario

Para manchar de repetidas palabras sangre

La palabra verde. Queda claro mortales

Que yo no me visto para los otros

Sino solamente para mí.”



Underground New York


Arriba sopla el cannabis

El viento de la ciudad entre los que hablan solos

Y aquí abajo los trenes brillan y van y vienen

Por el cribado laberinto. La mujer negra borracha sola

A medias incorporada sobre el banco de la estación Lexinton

Le explica interminablemente al prudente policía

-Oigo apenas entre el bosque de sombreros que sonríen

Las blancas manos que aprietan sus carteras

Los impávidos latinos que como yo

Son bárbaros en la farsa de Roma-

Los detalles de una muerte –es su esposo un niño o su trabajo-

Que la llevaron al abandono de la recta vertical de su cuerpo larguísimo

Al charco que bajo el banco de la culpable se derrama. Al abandono.

Entonces la pequeña japonesa

-Dónde dejó la vitrina minúscula de su caja de música

El tu-tu absurdo como la envoltura de un bombón

A mitad de camino entre los agujeros de las medias de baile

Y la cara de la loca-

Hizo un rotundo croisse

Burlando con su pelo amarillo

Las mandíbulas verticales

Clavada en puntas de pie sobre el piso en movimiento

Un lago de los cisnes a toda carrera

Bajo el piso nevado de Manhattan.

Luego el vaso blanco de su delicado y dignísimo gesto

Entre saltos y reverencias y miradas a otra parte

Sin abandonar el otro lado desde donde no nos miraba.

Dónde estaba la pequeña japonesa

En qué salón de luces y de aplausos

Cuando en medio del vagón inclinó el tronco y la cabeza

Y extendió las manos de uñas despintadas

La boca torcida por su risa demente.

En el fondo del vaso sola como su alma la moneda.



La suerte del amor en la posmodernidad


Alguien dijo que nada queda de distinguido en este mundo

Salvo el hábito de la cacería de osos polares

En el verano ártico. Aunque parezca obscena,

Es una actividad ejecutada seriamente:

Familias enteras viven de este afán de conservar

Algo distinto, inmaculado todavía.

Hay hombres serios cada primavera calculando

Que con lo que dé el verano enviarán en invierno

A sus hijos a la escuela. Sucede en tierras tristes:

Kholokohak, Furstboro, Saint Felicien

Son algunos de esos lugares donde,

A medida que se retiran los mosquitos

Y la niebla cede, tienden la vista a lo lejos

O acechan el teléfono, atentos

A la agencia que solicitará sus servicios.

Dos meses después, cuando todo haya sido concertado,

La aurora boreal hará iridiscente el paisaje cubierto

De nieve sucia mezclada con barro y ramas,

Grandes montones peligrosos por donde

Estos hombres graves fumarán sus Marlboro

Guiando pausadamente al extraño al mismo sitio,

Al mismo oso muerto el verano anterior.

Luego las fotos, los mesurados festejos,

La alegría que tiene que haber en ese momento.

La alegría es un deber como cualquier otro.

Cualquiera sabe que la ballena azul

Es el más grande animal que jamás haya existido

Y que no se conoce actualmente su número,

Aunque se estima que quedan demasiado pocas

Para el decoro del planeta.

Un animal tan enorme debe ser, asimismo, conservado.

Los sonares y electrodos de la base de estudios de la vida marina en Maryland

Han detectado un nuevo sonido emitido por las grandes azules:

Es como un aullido asqueroso, un chillido de miles de ratones

Encerrados en las bocas de estas bestias, donde pueden

estacionarse cómodamente algunos automóviles.

Achicharra los nervios escuchar ese sonido.

Hace veinte años no existía.

Pero los códigos sólo se conservan desde entonces.

Se dice que son tan pocas, que han desarrollado

Ese sonido especial para llamar al imposible otro

De su especie. Es el deseo, que busca su eficiencia.

Que a veces, pasan su vida entera recorriendo

Los siete o más mares que hay buscando, buscando.

Finalmente mueren emitiendo ese sonido,

Cada vez más débilmente, hasta que cesa del todo

Y unas decenas de toneladas de carne se depositan

En el légamo del fondo del sueño.

Una remesa nueva y silenciosa, al cabo de un tiempo

-fácilmente calculable- trocada en alguna capa más

de grano fino que engrosa la cubierta.

También están el tipo la tipa que descubren en la carroña

Que les ha tocado en suerte muy buenas cualidades:

La nobleza es una cuestión de la imaginación. Hace la vida

Más llevadera desde el desayuno hasta la cena.

Luego, lamentablemente, se sueña toda la noche con lombrices,

Grandes lombrices anilladas que te comen las articulaciones lentamente.

Tienen todo el tiempo de este mundo.

Pero ella/él son lo mejor que nos podía haber pasado.

Mirá si no todavía fresca esa gotita de sangre,

Esa gotita, que es todo lo que queda aquí, a la vuelta,

Del desgraciado/la desgraciada que se había animado

A vivir sólo consigo. Entiéndase: a solas con todo Eso.

Claveteando la puerta infatigablemente, arrimando muebles,

Poniéndole toda suerte de obstáculos, hasta comprender

Que es el monstruo mismo quien nos alcanza los clavos.

Desgraciadamente son la gente

Más romántica de este mundo: Sufren todavía más,

Dulces transformaciones del hombre y la mujer,

Obligadas a salvarse de la locura por el trasvestido salvavidas,

Adán con portaligas, eva con bigotes, representando

Incansablemente, dulcemente, áridamente,

A los últimos héroes de la sexualidad.

No son ciertamente ninguna alternativa.

Ya tampoco tienen ninguna novedad.

Hay una rutina, siempre

en lo humano hay una rutina.

¿Y qué hay de los vampiros, el don juan tirapedos,

la chica del adiós sin caspa sobre las tetas mayúsculas,

torneada a la lentejuela sobre la barra? Nadie

en su sano juicio tomaría eso en serio.

Pero bien pensando, ya no queda nadie

En su sano juicio en este fin de siglo.

Hasta esas reminiscencias son posibles.

Claro que habría antes que proyectar una película o dos,

Poner música, no sé, crear un clima que se hiciera

A sí mismo sostenible. Pocas cosas dependen

Tanto del ambiente. Habría que andar siempre

Con toda esa escenografía al hombro,

Y eso es trabajo duro, pesado alquilar tantos camiones.

Definitivamente otra cosa que no sirve.

Existe también la cuestión del presupuesto.

La hora exacta, los extras preparados, las luces, los diálogos casi,

Casi naturales, esa mesa blanca, el florerito, la curva del gabán exacta,

Exacta. Aquí el amor es cuestión de exactitud. Hay matemáticas.

Impensable el tema de los hijos que desayunan y vuelven luego

De la escuela, el pijama a rayas, esas madres contentas, los primos,

Las tías, los abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, toda la colección

De cretinos en “un largo viaje hacia el final de la noche”, oh Céline,

Confundidos en un inaudible aplauso que es el de toda la especie.

Lo de la simulación es otro tema, todo sería más fácil si fuera posible,

De alguna real, definitiva manera, someter al otro.

Si nos creyera, si no se retorciera de risa cuando lo dejamos solo,

Creyendo que creímos que creía. Porque detrás del ojo brilla

Siempre esa luz fatídica, ese jugar a los dados solamente

Porque todas sus facetas están en blanco.

El amor, esa Cosa, esa porquería que insiste.



Luis Benítez: Buenos Aires, 1956) Poeta, narrador, ensayista y dramaturgo. Ha dado a

conocer 24 libros en Argentina, Chile, España, Estados Unidos,México, Uruguay y

Venezuela. Pertenece a la generación de los 80, de la cual es considerado uno de sus

exponentes más destacados.

Paul Muldoon, poema.














Versión Esteban Moore.






Puerco espín


El caracol se mueve como una
embarcación aerodeslizable, sostenido
por el gomoso colchón de si mismo,
compartiendo su secreto


con el puerco espín, el que a nadie
habrá de contarle su secreto.
Nosotros decimos, puerco espín, salí
de vos mismo y nosotros te amaremos.

No te haremos ningún daño.
Sólo deseamos escuchar aquello
que tengas que decir. Queremos
que respondas a nuestras preguntas.

El puerco espín nada comparte, se encierra
en sí mismo. Nosotros nos preguntamos
qué es aquello que se obstina en ocultar.
¿Cuál será el motivo de tanta desconfianza?

Nosotros olvidamos al dios
bajo esta corona de espinas.
Nosotros olvidamos que nunca jamás
algún dios confiará nuevamente en este mundo.


Paul Muldoon (Portadown, Irlanda del Norte, 1951). Ha dado a conocer unos 30 volúmenes de poesía. Fue distinguido con los premios Pulitzer (EEUU) y el Premio T.S. Eliot (Reino Unido-República de Irlanda). Entre1999-2004, ocupó la cátedra de poesía de la Universidad de Oxford, actualmente enseña en la Universidad de Princeton donde asimismo preside el Lewis Center for the Arts.

Bob Holman, poems.



Bob Holman, Esteban Moore, 2010.


3 Ideas
I want to put flowers all over your bed.

Then I want you to get in bed.

Then I want to put flowers all over you.

This can be opened
Cannot weld lid back
I know all about nails
Piercing the bottom comes
Out like a sieve
Life is canned, what next
Productifiers you ass turkeys
My youth on the battle lines
Now parsed as a sermon
Meet me at Ye Olde Sundial
I have been influenced
Born and reborn and
I have Death sorrow
How come all I talk
About is “fun”?
Mention my wife I’ll cry
It’s right here, the surface,
Folks. It’s a can o’ life, a
Bottle of ash, a trunk full
Of squalling heteronyms
Drop narrative tone on toes
Dig grave with light
Ease into the bucket seat
Dangle breath over heart fire
My children are my poems
Last tomorrow moon
A flimsy song’s cardboard
Spine spires, no wheel
Can’t get to the begin
Can’t even end even

This is a day for a walk
To walk me by the river
To find an outdoor laundromat
And do our clothes
To have some cereals, different
Ones, with yogurt, fruited
Some juice, strong black cafe

To walk talking of nothing
To watch our feet conversing
Children yawning, the wind
At a cafe an omelet
Remembering cigarettes

As the sun slowly goes down
Our hands find each other
Sex is stirring, but distant yet
The nudges of breath and eyes
When you are shy I like it
The way night is suddenly here
And we walk home to continue


All new emptiness drained pained insaned
I need to run to you I am running towards you there
Is towards everywhere there is “to” nowhere
I am going direct to nowhere
It is huge empty blue zoo
Everyone used to be here now they’ve all gone “to”
Not even Twilight Zone I am crying so what
Everyone walking crying
Maybe you don’t believe me grieve sieve
I am sorry I can’t hear you through constant tears

By Popo Dada/translated version by Bob Holman

Not sure what I’m doing here in a tropical forest, in this canoe,
I seem to be moving in tiny increments, all around
trees sounds and flights, rustles, screeches and blips…
The fact is I’m asleep. The truth is I’m lost.
My memory is full of last night’s poems, right here
amidst the crackles and howls and trills and banshee wails.
Like the one about the crocodiles that were living in an underwater house
where we were drinking rum, some of the guys
smoking to frighten the mosquitoes,
and believe me it’s hard to smoke underwater.
So then they started in on the poems,
poems of distant lands, countries at war, green
as Ireland, cold as Argentina, hot as Baghdada,
as Cairo, “It’s quite warm here,” the Irish poet noted.
“In fact the heat makes it impossible to move, thus
(poets actually say “thus”) I drink the day away
in this chair.” “That’s not so much,” the Cuban poet
was heard to mutter. And nobody knows what happened later,
where the poets went. All I do is sit in this canoe as it swishes
round the darkness at 3 a.m…. No one is paddling
I have no paddle. Maybe I’m a part of the poem
the Irish guy is still writing, having a beer,
trying to bear up in the tropical sun.
A poem that will be read to us very soon,
but that he does not stop writing.

I will never forget it
The photos of photos of photos of etc
A barking dog under yr uniform & brownish
Snakes with rudimentary arms flying
Spikes out of nectar (fill ‘er up, as
you would say). The editor from Prairie
Schooner drops a library by. We inhale:
Helen Adam’s ballads. It’s all ruse,
all time. The movers are here, they
want to take the sun out of the kitchen.
Real jobs, they give crust, take a minute
Here to discuss “Poetry as Prayer.”

Wallace Stevens, poemas.











Versiones Esteban Moore.









Depresión primaveral


Canta el gallo,
y la reina no despierta.


El pelo de mi rubia
reluce al sol,
como la baba del rumiante
flotando en el viento.

Oh, oh
el kikirikí
no obtiene el eco
del cocorocó.

La reina de verde brillante
vestida,
decide no hacer su aparición.


De la simple existencia


La palmera al final de la mente
detrás del último pensamiento, crece,
en la distancia de oros brillantes,

un pájaro de plumas de oro
canta en la palmera, sin significado humano,
sin sentimiento humano, una canción extranjera;

entonces comprenderás que no es la razón
la que nos asiste en la felicidad o tristeza de los días.
El pájaro canta, sus plumas resplandecen.

La palmera se yergue al borde del vacío.
El viento baila en sus ramas,
las doradas plumas del pájaro caen lentamente,
suspendidas en el aire.


Otoño inmortal


Recito este poema con voz grave y monótona
en alabanza del otoño, del lejano y sinuoso otoño
alabo los campos sin flores alabo las nubes, las altas
/ramas silenciosas
donde el viento arranca sonidos, músicas sombrías.

Alabo el otoño ésta es la estación del hombre,
ahora el extraño sol no se entromete en nuestra tierra
no vigoriza el verde ni deshiela el suelo escarchado
y el invierno todavía no agobia con su silencio las ramas del pino.

En el otoño compartimos los días con los negros cuervos
el extendido mundo del año susurrante se ha marchado
hay más espacio para vivir el una vez secreto amanecer
llega la tarde con la luz del día y la oscuridad camina indefensa.

Entre el bravo y turbulento arder de las hojas
y el invierno que cubre nuestros corazones con su nieve pesada
estamos solos y no hallarás las nubes nocturnas
la luna las estrellas mansas giran alrededor de nuestros hogares.
Ésta es la estación humana en el aire estéril
las palabras pueden transportar el aliento y el sonido se arrastra
y continúa resonando
oímos el grito de un hombre muerto
desde un otoño que se ha ido hace mucho tiempo.

Te llamo y mi súplica se extiende mucho más allá de este aire amargo.





















La muerte de un soldado


La vida se contrae,
al igual que en el otoño, se espera la muerte.
El soldado cae.

Y... no ha de ser, personaje del momento,
alimento de las comadres,
que reclaman para su memoria, pompa y homenaje.

La muerte es absoluta, desconoce ceremonias,
como en el otoño,
cuando el viento calla.

Sobre los cielos se detienen los vientos,
a pesar de todo,
las nubes siguen su camino.

El sol en marzo


El brillo extraordinario de este sol señala
la intensa oscuridad que me penetra.

Nuevamente ilumina las cosas que se embellecían
en el azul más extenso, y eran parte

de un espíritu que se transformaba en ser anterior;
también regresa desde el aire del invierno,

como una alucinación que deslumbra
la visión del ojo. Nuestro elemento;

el frío, allí estamos a gusto, el aire invernal
trae voces de leones que caen.

¡ Oh! rabino, guarda mi alma
y sé el sabio de esta confundida naturaleza.


Metamorfosis


Amarillito, amariiiilliiito,
Amariiiilliiiiiiiiito,
viejo gusano hermosas curvas
sep....tiem.......bre
en el viento.


El verano muere,
los pájaros han volado.
Oh, por favor recrea
oc... octu....octubre.

Las hojas descorteses caen,
la lluvia cae, el cielo cae,
se recuesta con los gusanos.

Los faroles de la calle
son aquellos que han sido colgados
balanceándose sin lógica
de aquí para allá
del cero al infinito, de la nada al limbo.




Wallace Stevens nació en 1879 en Reading, Pennsylvania, EEUU. Estudió leyes en la universidad de Harvard, luego de obtener su título de abogado trabajó hasta su muerte en 1955 para una compañía de seguros en Connecticut.
Sus primeros poemas fueron publicados en la revista Poetry y en 1923 dio a conocer un volumen de poemas, Harmonio, que incluyó el poema Trece maneras de observar a un mirlo.
Posteriormente publicaría, entre otros libros, Ideas de orden (1935) ; El hombre con la guitarra azul y otros poemas (1937); Las auroras del otoño (1950) y en 1954 se editó su Obra reunida.
En la actualidad sus meditaciones sobre el orden, la imaginación, la realidad y el arte; siempre enigmáticas, elegantes y conceptuales gozan de gran prestigio en la tradición poética norteamericana.

Martín Espada, poemas.






















La república de la poesía

Para Chile

En la república de la poesía
un tren lleno de poetas
rueda hacia el sur bajo la lluvia
mientras los ciruelos se mecen
y los caballos patean el aire
y las bandas de los pueblos
desfilan por el pasillo
con trompetas, con tongos,
seguidos por el presidente
de la república
dándole la mano a cada uno.

En la república de la poesía
los monjes imprimen versos sobre la noche
en las cajas de chocolate del monasterio,
las cocinas de los restaurantes
usan odas de receta
(de la anguila a la alcachofa)
y los poetas comen gratis.

En la república de la poesía
los poetas les leen a los babuinos
en el zoológico y todos: los primates,
poetas y babuinos, aúllan de placer.

En la república de la poesía
los poetas arriendan un helicóptero
para bombardear el palacio de la Moneda
con poemas impresos en marcadores de libros
y cada uno en el patio,
ciego de llanto,
se apura a agarrar un poema
revoloteando del cielo.

En la república de la poesía
la mujer guardia del aeropuerto
sólo te permite dejar el país
después que le declamas un poema
del que dice: Ah! Hermoso.


La piscina de Villa Grimaldi
Santiago, Chile


Más allá del portón donde las caravanas derramaban su cargamento
de prisioneros vendados y las celdas demasiado estrechas para recostarse
y los cuartos donde la electricidad convulsionaba el cuerpo
amarrado a la parrilla hasta que los huesos se rompían
y el estacionamiento donde los interrogadores rodaban camionetas
sobre las piernas de los subversivos que no hablaban
y la torre donde los condenados escuchaban por el muro
la canción de otro preso la mañana de la ejecución,
hay una piscina en Villa Grimaldi.

Aquí los guardias y oficiales reunían familias
para los asados. El interrogador entrenaba a su hijo:
patalea. Gira la cabeza para respirar.
Las manos del torturador sujetaban el vientre de la hija
aprendiendo a flotar, debatiéndose en la lección.

Aquí el chapuzón de los niños, ojos rojos
con demasiado cloro, subía para alcanzar
a los presos en la torre. La policía secreta
hacía desfilar a las mujeres de las celdas desde la piscina,
diciéndoles: Bailen para mí. Aquí el anfitrión
servía galletas de chocolate y Coca-Cola
al prisionero que permitía que los nombres de sus compañeros
sangraran por su mentón, y los pulmones del prisionero
que se rehusaba a decir una palabra se inflaban
de agua, cabeza abajo al final de la soga.

Cuando un disidente tirado del pelo de una cubeta
con orina y excrementos clamaba por Dios y su clamor
acribillaba las hojas, los nadadores se sumergían bajo la superficie,
tocando el fondo de un silencioso mundo azul.
Desde la escalera a la orilla de la piscina podían mirar
a los prisioneros marchando vendados por el paisaje,
una mano en el hombro del próximo, camino
a la comida de mediodía y de regreso. Los vecinos
colgaban sábanas en las ventanas para mantener los fantasmas a raya.

Hay una piscina en pleno centro de Villa Grimaldi,
escalones blancos, azulejos blancos, donde seres humanos
se zambullían y chapoteaban hasta que en ellos lo humano
para siempre se había disuelto, desvanecido como los prisioneros
arrojados de helicópteros al océano por la policía secreta,
los vientres rebanados para que los cuerpos no pudieran flotar.


Algo se escapa de la fogata

Para Víctor y Joan Jara

I. Porque nunca moriremos: Junio de 1969

Víctor cantó su plegaria del labrador:
Levántate, y mírate las manos.
Las manos del padre de Víctor enguantadas en piel dura
petrificadas como puños empujando el arado.
El Estadio Chile lo celebró, delirante como un hombre
que sabe que ha arado su último terreno
para otro y que oye una canción contándole
lo que sabe con los hombros.

Joan, la bailarina, que giraba frente a las multitudes
en las mismas poblaciones donde Víctor cantó,
se inclinó hacia adelante en su asiento para escucharlo:
Primer premio en el Festival de la Nueva Canción para Víctor Jara.
Estas son las noches en que no dormimos
porque nunca moriremos.
Cómo fue entonces que él pudo atisbar hacia lo oscuro,
más allá de la fila trasera, levantar su guitarra
y cantar: Juntos iremos, unidos en la sangre,
ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.


II. El hombre con todas las armas: Septiembre de 1973


Vino el golpe y los soldados arrasaron a los enemigos del estado:
manos en la cabeza, en fila india, a través del estadio.
Rostros condenados sangraban su luz en los pasillos
del Estadio Chile. Todavía la luz flota allí.
También los asesinos tenían su luz: cigarrillos espectrales
centelleando en cada corredor, especialmente El Príncipe,
así los prisioneros le llamaban al rubio oficial
que sonreía en su trabajo como si le cantaran iglesias en la cabeza.

Cuando Víctor ingresó al pasillo,
lejos de los miles apretando las rodillas contra el pecho
mientras esperaban el cigarrillo en el cuello
o escrutaban a las ametralladoras que los escrutaban,
conoció a El Príncipe, quien debe haber escuchado un canto en su cabeza,
ya que reconoció la cara del cantante, rasgueó el aire
y tajeó su garganta con un dedo.
El príncipe sonrió como un hombre con todas las armas.

Más tarde, cuando los otros prisioneros entendieron
que no había alas sobre sus hombros
para volar lejos del pelotón de fusilamiento,
Víctor cantó Venceremos
y el canto prohibido levantó hombros
mientras la cara de El Príncipe se enrojecía en un grito.
Si su propio grito no podía aquietar la canción
latiéndole en las venas de la cabeza
entonces, razonó El Príncipe, lo harían las ametralladoras.

III. Si sólo Víctor: Julio de 2004

Resquebraja la esfera de cada reloj en el Estadio Chile.
En este lugar, treinta y un años se miden
por el último aliento de Víctor. Un momento,
como en momento, la última palabra del último canto
que escribió antes que se plagara de balas
el panal de sus pulmones.

Todavía los ojos de ella arden. Su lengua todavía se congela.
Por Joan de nuevo los helicópteros rugen,
la música militar redobla por el dial,
los soldados les dan culatazos a las mujeres en la cola del pan.
De nuevo encuentra el cuerpo de su esposo en la morgue
entre los cadáveres apilados como ropa sucia
y alza las oscilantes manos fracturadas de Víctor en las suyas
como para comenzar un vals.

Sí, ahora le pusieron su nombre al estadio donde lo mataron,
sí, sus palabras flotan en la piedra a lo largo de la pared de la entrada,
sí, hay acróbatas chinos haciendo piruetas aquí esta noche,
pero ella arrancaría el letrero que florea su nombre,
echaría abajo la pared con sus palabras
y dispersaría a los acróbatas por las calles
si sólo Víctor entrara a la sala
para terminar con la discusión de por qué
él andaba tan lento de mañana
haciéndola casi siempre llegar tarde a clase.


IV. Algo se escapa de la fogata: Julio de 2004

Al sur de Santiago, lejos del Estadio Víctor Jara,
bajo una carpa donde los goterones de lluvia repiquetean sobre la tela,
un muchacho y una muchacha nacidos años después del golpe
se recuestan sobre una silla del escenario para llenarse los ojos de la cara del otro.
La cinta resuena y la voz de Víctor
serpentea delicada como papel quemado hacia el cielo
cantándoles sobre el silencio de un amante a los bailarines
que desencrespan los zarcillos de sus cuerpos.

Algo se escapa de la fogata
donde los generales se entibian las manos:
brazas de papel quemado, cintas enterradas,
voces rebosando en el silencio
como invisibles criaturas en un vaso de agua,
igual que una bailarina gira con la música en su cabeza,
sola salvo por el cosquilleo de unas yemas en el codo.


Los soldados en el jardín

Isla Negra, Chile, septiembre de 1973

Después del golpe
los soldados se aparecieron
una noche por el jardín de Neruda
levantando linternas para interrogar a los árboles,
maldiciendo las piedras que los hacían tropezar.
Desde la ventana del dormitorio
podrían haber sido
los conquistadores de hundidos galeones
de vuelta del mar para acabar
de saquear la costa.

El poeta se moría:
el cáncer destellaba por su cuerpo
y lo tenía dándose vueltas en cama para matar las llamas.
Aún así, cuando el teniente irrumpió en el piso de arriba,
Neruda le dio la cara y le dijo:
aquí hay un solo peligro para usted: poesía.
El teniente se llevó el casco al pecho,
le pidió disculpas al señor Neruda
y se apresuró a bajar las escaleras.
Las linternas se disolvieron una por una entre los árboles.

Por treinta años
hemos andado a la búsqueda
de otro ensalmo
para hacer que los soldados
se esfumen del jardín.


Ciudad de vidrio

Para Pablo Neruda y Matilde Urrutia
La Chascona, Santiago, Chile


La casa del poeta era una ciudad de vidrio:
vidrio de arándano, vidrio de leche, vidrio de carnaval,
copas rojas y verdes fila tras fila,
relumbre negro de vino en botellas,
barcos en botellas, un zoológico de botellas,
gallo, caballo, mono, pez,
latido de relojes rebotando contra el cristal,
ventanas iluminadas por los blancos Andes,
un observatorio de vidrio sobre Santiago.

Cuando el poeta murió
trajeron su ataúd a la ciudad de vidrio.
No había puerta: la puerta era mil puñales,
más allá de la puerta un antiguo mundo en ruinas,
vidrio ahora puntas de flechas, hachas, trozos de cerámica, polvo.
No había ventanas: dedos de aire
buscaban vidrio como el rostro de un amante desaparecido.
No había zoológico: las botellas eran medias lunas
y cuartos de luna, caballo y mono
destripados con cada reloj, con cada lámpara.
Huellas de botas hiladas en un tango lunático por el suelo.

La viuda del poeta dijo: No vamos a barrer el vidrio.
Su velorio es aquí. Reporteros, fotógrafos,
intelectuales, embajadores pisaron el vidrio
crujiendo como un lago helado, y soldados también,
los mismos que saquearon la ciudad de vidrio,
regresaron a hablar por su general:
tres días de luto oficial,
anunciados al final del día tercero.

En Chile un río de vidrio burbujeó, se enfrió,
se endureció y se levantó en láminas, sólo para romperse y elevarse de nuevo.
Un día, años después, los soldados se dieron media vuelta
para encontrarse dentro de una ciudad de vidrio.
Sus rifles se volvieron vidrio de carnaval,
las balas se disolvieron reluciendo en sus manos.
Desde el zoológico del poeta oyeron chillar monos;
desde el observatorio del poeta oyeron
poema tras poema como un llamado a orar.
La lengua del general se quemó con astillas
invisibles al ojo. La lengua del general
era color de vidrio de arándano.


El rostro en el sobre
para Julia de Burgos (1914-1953)

Julia era alta, tan alta, decían los murmullos,
que los sepultureros le amputaron las piernas por la rodilla
con tal de meter su cuerpo en el ataúd citadino
del entierro en Potter’s Field.

Muriendo en una calle de East Harlem:
sin haber sido dada de alta
del hospital Goldwater Memorial,
sin cartas de Puerto Rico, sin poemas.
Sin su nombre, sólo tres palabras
como tres centavos robados de su cartera
mientras se dormía la última botella de ron;
el ataúd de Julia navegó a un puerto
donde los muertos se quedan de pie bajo la lluvia
pacientes como olvidados paraguas.

Todos sus poemas fluían azul de río, café de río, rojo de río.
Su Río Grande de Loíza era un pedazo azul de cielo caído;
su río era una franja ensangrentada siempre que el torrente
estallaba y los montes vomitaban lodo.

Un monumento se levantó en el cementerio de su pueblo.
Hubo parques y escuelas. Se la recordó.
Pero sólo los desconocidos, los nombres arrancados mientras sus rostros
se apartaban de trabajo o de sueño, podían devolverle su nombre a Julia
con la gracia de un vagabundo regresando la billetera de un extraño.

Años más tarde un desconocido de Puerto Rico,
encarcelado en una ciudad llamada Hartford, leía su poema
acerca del gran río de Loíza hasta que el río se desbordó
por la llave de la cañería en su celda y roció su cuello.
Lentamente, cada noche, mientras la luz fluorescente se preocupaba
y amenazaba con irse, él pintaba el rostro de Julia
en un sobre: su pelo en ondas negras, sus labios rojos,
sus cejas tan delicadas que casi temblaban. Finalmente,
meticuloso como un ladrón, inscribió las palabras: Julia de Burgos.

Nunca habría podido guardar tal tesoro bajo la almohada
así que deslizó una carta en el sobre
y lo envió todo lejos, volando por lo oscuro
a encontrar mis sorprendidas manos.


Regreso
245 Wortman Avenue
East New York, Brooklyn


Cuarenta años atrás sangré en este pasillo.
La media luz amarilleaba el ladrillo
como el ángel de la vivienda pública.
Esa noche llamé a cada puerta y escuché tras cada una:
en 1966 había una guerra en la televisión.

Sangre goteó sobre el piso como un aceite de mi propio motor.
Sangre se precipitó por una resquebrajadura de mi cuero cabelludo.
Sangre se espumó en mis dos manos; sangre arruinó mis zapatos.
El muchacho que disparó la lata a mi cabeza en la calle
le imprimió la sangre que pudo a sus evasivas piernas.
Yo golpeé en cada puerta para pedir ayuda, esparciendo una plaga
de huellas sangrientas por el camino al departamento 14F.

Cuarenta años más tarde me paro en el pasillo.
El ángel tenue de la vivienda pública anda demasiado exhausto
para recibirme. Mi mano presiona
contra la puerta del departamento 14F
como un pulpo que se pega al vidrio de un acuario,
la sangre repica detrás de mis orejas.
Escucha tras cada puerta: hay una guerra en la televisión.


El dios de rostro curtido
para Camilo Mejía, objetor de conciencia

Los dioses se reunieron:
el dios de las cruzadas se sacó el casco,
el dios guerrero del desierto paró su escudo en la esquina,
el dios hacedor de espadas se sentó entre ellos afilando cuchillos,
el dios bombardero desplegó sus mapas sobre la mesa,
el dios que colecciona cabezas infieles intercambió trofeos
con el dios que colecciona cuero cabelludo pagano,
el dios del oro abrió su pañuelo
para que el dios del petróleo se secara su mentón goteante,
el dios que castiga el pecado con furúnculos se rascó los furúnculos
y dio comienzo a la sesión.

Y los dioses dijeron: Guerra.

El sargento Mejía oyó al prisionero quejarse bajo la capucha
mientras los guardias lo empujaban a un closet de acero y después golpeaban
con un mazo la puerta hasta que los quejidos se acabaron;
oyó fuego de ametralladoras rebanando cabezas de cuellos
con un rugido que envidiarían las espadas;
oyó un soldado sollozando en el baño por el muchacho sin cabeza
que abría los ojos cada vez que el soldado cerraba los suyos.

A veces una canción se eleva
a través de los quejidos y los mazos,
las ametralladoras y el sollozo.
A veces una voz flota sobre el pandemonio
como una gaviota flota sobre barcos que se queman.
El sargento Mejía oyó la canción de su padre,
la misa campesina de Nicaragua:
Vos sos el Dios de los pobres,
el Dios humano y sencillo,
el Dios que suda en la calle,
el Dios de rostro curtido.

Irak andaba repleta de los rostros de este Dios.
Miraban cuando el sargento Mejía les dijo no a los otros dioses:
palabra minúscula, un guijarro, un grano de arroz,
pero la palabra volteó la mesa en el consejo de guerra
donde el dios de los bombardeos le había recién dado
la última mano al dios del petróleo
y cartas con fechas de nacimiento y muerte,
como pequeñas lápidas, volaron lejos.
Ya no más un sargento, Camilo Mejía caminó a la cárcel.

Los comandantes le sirvieron la palabra cobarde
a los olisqueantes micrófonos de los periodistas
que repitieron obedientemente: cobarde.
La celda se llenó también de rostros, viajeros no vistos
llegando de paso por un siglo de cárceles:
sindicalista, huelguista de hambre, pacifista,
agitador de esquina, objetor de conciencia.

El dios de rostro curtido,
vestido como un prisionero trapeando el piso,
un día ingresó de contrabando la llave y Camilo Mejía
se fue con él por la reja de la epifanía.


Por qué mis huesos odian el hielo

Por esto mis huesos odian el hielo:
hace diez años tropecé sobre ese espejo blanco
y me quebré el pie.
Pude oír el tobillo en la bota
crujiendo como un bocado de hielo.
Rodé por entre el tráfico a la cuneta
y los autos pararon, los conductores temerosos
de aplastar un tapabarros contra el abominable hombre de las nieves
arrojado de su escondite en el bosque.
Más tarde, los huesos me hablaron
a través de la morfina, la gran traductora:

Esa podría haber sido tu cabeza,
otra calavera de azúcar mexicana
del Día de los muertos
con tu nombre inscrito en letras rojas.
No eres nada más que un Neandertal
y esta es la nueva era de hielo.
Tus huesos se amontonarán
con todos los otros huesos
bajo el hielo de diez mil años.
Tu pie se momificó, envuelto
para el viaje al otro mundo
y tus ancestros te saludan con sus sombreros
desde la orilla de un país donde el hielo no existe
llamándote a la manera de tu abuelo:
Ven acá.

Ahora necesito mi bastón para caminar por un sendero en el bosque.
El arroyo está congelado, trenzando la luz al mediodía
y el agua negra pulsa entre grietas de blanco
donde el hielo es una civilización perdida de fuentes y catacumbas,
colmillos de tigres de dientes de sable, un arrecife de coral de vidrio.
Por eso mis huesos aman el hielo.


Letanía en la tumba de Frederick Douglass
Cementerio Mount Hope, Rochester, Nueva York
7 de Noviembre, 2008

Esta es la longitud y la latitud de lo imposible,
este es el epicentro de lo impensable,
esta es la encrucijada de lo inimaginable:
la tumba de Frederick Douglass, tres días antes de la elección.

Este es el mundo desprendiéndose de la gravedad de siglos,
donde la sepultura de un esclavo fugitivo se ha transformado en altar.
Esta es la tumba de un hombre que nació en calidad de posesión, que aprendió a leer en secreto,
raspando las letras de su nombre con tiza en la madera; ahora en la piedra aplanada por el yunque
un distintivo de la campaña llena la O de Douglass. La insignia dice: Obama.
Esta es la tumba de un hombre encadenado, que dejó sus huellas
en la garganta del negrero para que su látigo nunca esculpiera su espalda de nuevo;
ahora una camiseta de un sindicato se desdobla sobre la piedra: la ofrenda
de una enfermera, un conserje, un chofer de micro. Un adhesivo en la manga dice: Yo Voté Hoy.
Esta es la tumba de un hombre que sacó su llamado a la acción en la prensa,
escrutando por espejuelos el titular abolicionista; ahora un periódico
se despliega más arriba de la fecha de su nacimiento y muerte. El titular dice: Gana Obama.

Esta es la quietud en el corazón de la tormenta que comenzó en el cuerpo
del primer esclavo, arrastrado en el primer barco a América. Hojas amarillas
descienden en olas y el periódico se agita sobre la tumba, como las velas
que Douglass vio en la bahía, como los ojos cerrándose de un esclavo que se ve
escapar con la marea. Los que creen en espíritus verían las páginas temblando
sobre la piedra y dirían: mira como el muchacho esclavo aprende solo a leer.
Yo digo una oración, la primera en años: que aquí enterremos lo que llamamos
imposible, impensable, inimaginable, ahora y para siempre. Amén.


(Traducción de Oscar D. Sarmiento)




Martín Espada nació en la ciudad de Nueva York, de ascendencia puertorriqueña, en 1957. Entre sus poemarios se encuentran Rebelión es el giro de manos del amante (1990), Ciudad de tos y radiadores muertos (1993), Imagina los ángeles de pan (1996), Alabanza (2003) y La república de la poesía (2006), finalista para el Premio Pulitzer. En 2006 le fue ortogada la beca Guggenheim. Actualmente es profesor en el Departamento de Inglés de la Universidad de Massachusetts-Amherst, donde enseña creación literaria y la obra de Pablo Neruda.

















viernes, 30 de julio de 2010

Gustavo Pereira, poemas.















ASPIRACIONES DE LETRADO

Aprender un idioma para estarse callado
Callar
por ejemplo
en sánscrito.



DESGRACIADO DE AQUEL QUE ANTE LOS MUSLOS

Desgraciado de aquel que ante los muslos desnudos
de la amante en el lecho
es capaz de mandarse un discurso.

HISTORIA ÍNTIMA

Pasados los diez fui otro
pero a los veinte era el mismo
Pasados los treinta no era el mismo
pero tampoco fui otro
A los cuarenta comenzó la cosa
pero a los cincuenta no sabía qué
Pasados los sesenta parecí otro
pero a los setenta seguía siendo el mismo
A los ochenta todo fue ganancia
que no supe muy bien qué era
hasta pasados los cien
en que se es sólo historia íntima.


PISADA

La hallé esta mañana en la arena
Ni la alta marea ni los vientos pudieron llevársela
Brillaba como una moneda nueva en medio de la playa
húmeda.

SOMARI

De saber que te llamabas penumbra
yo habría sido escondite
agujero
o zanja solitaria
Pero te hiciste llamar mediodía
y no te hallo
en el resplandor.



SOMARI

Hay un poco de mí en ti
pero es mucho más que lo poco de ti que hay en mí
Mi orgullo está en
saber que esta vez
he dado más que lo que recibo.


SOMARI CON PEZ Y PÁJARO

En mi cabaña conservo un pez de arcilla
y un pájaro de sombra
A ellos acudo para librarme del hastío
El pez habla por los cuatro costados el pájaro me alumbra
Sobre nosotros sólo el loco firmamento es perfecto
Cuando todo duerme
el pez despierta a los lagartos amordaza las arañas y conforta a
los náufragos
Y mientras el cielo nocturno se desliza
el pájaro de sombra sube hasta el costado del cosmos impasible
y regresa convertido en punzada.


SOMARI DE LA ETERNIDAD

Todo empieza y termina en la eternidad
Pero la eternidad no sabe de nosotros
Sus pobres soñadores.



SOMARI DE LA REINA O EL GOLPE DEBELADO


En el turbio Café de mi barrio donde empezaba un poema para ti
pasó a mi lado la más perfecta de las diosas
Dio unos pasos de sílfide me miró de soslayo sonrió y se sentó
(con otro por supuesto)
Seguí con el poema
Tú seguías reinando.


SOMARI DEL PERIÓDICO

Cada mañana recojo el periódico en la esquina
¿Cuánta mala noticia abatirá
las esperanzas del día?
Los diarios viven como buitres
de muerte y de carroña.


Gustavo Pereira nació en Punta de Piedra, Isla de Margarita, Venezuela, en 1940. Poeta y crítico literario, se Doctoró en Estudios Literarios en la Universidad de París. Fue fundador del Departamento de Humanidades y Ciencias Sociales y del Centro de Investigaciones Socio-Humanísticas de la Universidad de Oriente. Formó parte del grupo “Símbolo” (1958). Fue director y fundador de la Revista Trópico Uno de Puerto La Cruz. Ha publicado más de treinta títulos, entre ellos: Preparativos del viaje (1964); En plena estación (1966); Hasta reventar (1966); El interior de las sombras (1968); Los cuatro horizontes del cielo (1970); Poesía de qué (1971); Libro de los Somaris (1974); Segundo libro de los somaris (1979); Vivir contra morir (1988); El peor de los oficios (1990); La fiesta sigue (1992); Escrito Salvaje (1993); Antología poética (1994); Historias del Paraíso (1999); Dama de niebla (1999); Oficio de partir (1999) y Costado indio (2001).. Ha recibido algunos reconocimientos, entre ellos, el Premio Fundarte de Poesía (1993), el Premio de la XII Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre (1997) y el Premio Nacional de Literatura (2001).