sábado, 11 de septiembre de 2010

María Granata: esencia, palabra, emoción poética.






















En 1942 María Granata da a conocer su primer libro de poemas, Umbral de tierra. La edición fue auspiciada por la revista Conducta, una publicación del Teatro del Pueblo, fundado en 1930 por Leónidas Barletta, institución que llevaba a cabo un amplio programa de extensión cultural. Este libro inicial de la autora no pasaría desapercibido en el panorama poético de la época; obtuvo dos destacados reconocimientos: el segundo premio de poesía de la Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires, y el Martín Fierro, otorgado éste por la Sociedad Argentina de Escritores, distinciones que situaron a María Granata en un lugar de referencia entre los poetas de la denominada Generación del cuarenta.
El momento histórico, no está de más recordar, estaba atravesado por un profundo escepticismo, producto de la Segunda Guerra Mundial. Occidente y Oriente se hallaban entregados a la guerra y la destrucción, asistidos por el progreso industrial y el desarrollo tecnológico que pusieron a disposición de las partes en conflicto armas con la capacidad de multiplicar la muerte en proporciones hasta entonces nunca imaginadas. La blitzkrieg (guerra relámpago) germana, ensayada en Polonia en septiembre de 1939, fue el primer paso de una larga serie, que transformaría una parte substancial del mundo en un gigantesco campo de batalla. La guerra culminaría pocos años después en Japón, donde la humanidad pudo testimoniar los alcances del perfeccionamiento científico y su aplicación fáctica en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. 
Las opiniones de Percy B. Shelley, incomprendidas en su tiempo, consideradas una exageración de su parte, un exceso de la imaginación, resultaban ahora a la luz de los acontecimientos, reales, y adoptaban definitivamente las vestiduras de la profecía cumplida. En su Defensa de la poesía (1821, publicada por primera  vez en 1840) el poeta sostenía: “El cultivo de las ciencias que han ensanchado los límites del imperio del hombre sobre el mundo exterior ha estrechado, en la misma proporción, debido a la carencia de la facultad poética, los lindes del mundo interior; y el hombre, luego de haber reducido a esclavitud los elementos, sigue siendo un esclavo él mismo  [...] ¿De qué otra causa procede el hecho de que los descubrimientos que deberían haberla aligerado han añadido un peso más a la maldición de Adán?” 1
En este contexto surgen varias voces en el panorama poético argentino que procuran un regreso a lo que ellos de diversas maneras se refieren como la esencia de la poesía. Aquello a lo cual alude Heidegger en su trabajo sobre Hölderlin: “La poesía es el acto de establecer por la palabra y en la palabra. ¿Qué es lo que se establece de este modo? Lo permanente. ¿Pero, entonces puede lo permanente ser establecido? ¿Acaso no es eso que ha estado siempre presente? ¡No! Incluso lo permanente debe ser fijado para que no nos sea arrebatado, lo simple debe ser separado de la confusión, la proporción debe ser establecida frente a aquello que carece de la misma.”2
Estas voces se nuclearían en principio en las revistas Canto (1940); Huella (1941); Verde memoria (1942); Ángel, alas de poesía (1943-1950);  Ínsula (1943-1946);  Perfil (1943); Cosmorama (1943-1945);  Papeles de  Buenos Aires (1943-1945);  Contrapunto ( 1944-1945) y Disco (1945-47); e integrarían el conjunto de poetas conocido como neorrománticos. Ellos serían los continuadores del antiguo enfrentamiento entablado por el poeta con el racionalismo moderno, reponiendo en escena “una tradición tan antigua como el hombre mismo [...]  me refiero a  la analogía, a la visión del universo como un sistema de correspondencias y a la visión del lenguaje como el doble del universo.3  
Esta sería uno de las cuestiones centrales de sus poéticas. Los poetas de la generación del cuarenta también se caracterizarían, como algunos de sus poetas de referencia, entre los cuales se cuentan Rainer María Rilke y O.W. de Lubicz Milosz, por ostentar una fe desesperada en la palabra y, en la creencia, que ésta poseía el poder de reconstituir el mundo. Adhieren a la libertad creativa, la espontaneidad, la sinceridad, y el compromiso emocional. Apelan al juego de la imaginación, a una imaginería funcional y la escenificación de lo oscuro y lo difuso. Las respectivas obras de estos poetas están asimismo cruzadas en cada uno de los casos y, de diversa manera, por la religión, las ciencias ocultas, la metafísica y la mitología.
En la obra de María Granata, será el propio lenguaje el que se constituirá en su máscara; el conflicto entre la identidad empírica y la poética está allí representado en el cuidadoso, certero y preciso entramado de las palabras, en el ritmo que producen, el que recrea una música en la que resuenan los ecos de Góngora, Quevedo, San Juan de la Cruz; es decir, de la lengua castellana en todo su esplendor. Asimismo, y deliberadamente utiliza en su vocabulario ciertos términos que por su arcaismo benefician al poema con un cierto extrañamiento, el que tiene por misión expandir el efecto poético del mismo.
La mirada de ese yo que se escuda en la lengua es amplia, desde el aquí y ahora, desde el territorio habitado, se extiende abarcadora hacia otras dimensiones, hacia el mundo en su totalidad: “Apoyada en el muro de la huerta./O en el muro del mundo. Bien atados / los brazos a la espalda. Sin llamados. / Sin amor. Sin umbrales. Viva y muerta.”
La doliente realidad de ese mundo halla en el exaltado lirismo, en la forma, en el metro y la rima, no su negación, sino todo su contrario, la confirmación del hecho, del cual la belleza dará testimonio ineludible con el único fin de transformar esa experiencia en un bien durable. Afirmaciones acerca del transcurrir de la historia que resistan los embates del tiempo, en tanto éstas se constituyen en una expresión perdurable. Ejemplo de ello es su  poema El soldado muerto: Desde tu mano sube / el fusil como un lirio congelado./¡Qué diferente de las otras muertes / tu muerte de soldado! // Por tus ojos abiertos / pasa el aire, y el cielo se detiene…/ ¿Quién cerrará tus ojos /¡ay! antes que esta hierba te encadene? // Nadie busca tu voz./ Solamente ese viento sin colores / que te seca la sangre, / sobre tu piel violácea arroja flores.
En 1946, publica Muerte del adolescente, al que le seguirá en 1952 su tercer volumen de poemas, Corazón cavado (1952, Premio Consagración provincia de Buenos Aires). La poética de la autora se caracteriza, como lo señala David Martínez, por los siguientes rasgos:“Angustia, transfiguración, deslumbramiento, por una parte; por otra, ardor y anhelo contemplativo,  en recoleta profusión de ensueño, trasvasados a una cósmica presencia de la luz, el  viento y el paisaje de una tierra idealizada, enumeran la calidad de su fervor expresivo y emocional.” 4
Luego de un silencio de más de una década publicará Color humano (1966) en el que sorprende incorporando a su poética una nueva perspectiva, en la que el alto grado de intimismo de su obra anterior y el ideal estetizante abrirán paso en esta nueva etapa a una decidida preocupación por el hombre, por ese hombre que no rehuye la trascendencia del espíritu y, que sin embargo, no logra abstraerse de su realidad objetiva, de lo cotidiano. El rigor formal de la autora persiste como el duro granito o el ‘acicalado acero’ del que nos habla Quevedo. Ahora lo demuestra en la cuidadosa elección de sus palabras y en una natural musicalidad que va más allá del objeto cuyo fin es introducirnos en la tradición poética de nuestra lengua, cargando de connotaciones lo significado.
Hacia finales de la década de los 40 comienza a colaborar en el diario El Mundo, donde a partir de 1950, publicará semanalmente un cuento infantil, treinta de los cuales fueron publicados bajo el título de El gallo embrujado (1956), al que le seguirían, entre otros muchos títulos, La ciudad que levantó vuelo (1980), Pico de cigüeña, trompa de elefante (1982), Cuentos azules y blancos (1983), Piupi y la casita de los invisibles (1986, Santiago de Chile), La fiesta de los lagartos (2003) y Agustín y el meteorito (2004); estableciendo a María Granata como una de las escritoras más destacadas y significativas del género, lo que le valió en 1988 el Premio Nacional de Literatura Infantil.
Paralela y simultáneamente a estas actividades María Granata  decide incursionar en otro género, sorprendiendo a sus lectores, en 1970, con  Los viernes de la eternidad, una novela de prosa cristalina y poética que obtuvo el Premio Emecé (1970) y el Premio Selección Nacional correspondiente al período 1971-1974 y, que fuera llevada  al cine en 1981, por Héctor Olivera. A esta le siguieron: Los tumultos (1974, Premio Strega 1976); El jubiloso exterminio (1979); El diluvio y La Guerra (1981); El visitante (1983); La escapada (1988, finalista del premio Rómulo Gallegos, Venezuela); El sol de los tiempos (1992) y Lucero Zarza (1999).
En 2003, pone fin a su largo silencio poético publicando Cerrada Incandescencia, volumen que se reeditó en Madrid, España (2006). En este nuevo libro de poemas, sostiene Ana Quiroga Larrieu: “... como en sus primeras obras, persiste un sujeto poético que tiende a la reflexión metafísica, abordando una temática diversa: el amor, la vida, la muerte y la eternidad...”.
En la actualidad la belleza como ideal enfrenta nuevas dificultades, es analizada desde una nueva óptica, la de los estudios culturales; un amplio campo interdisciplinario que involucra la crítica literaria, la filosofía y las ciencias sociales. Esta disciplina no se interrogará respecto de cuales son los modos en que el arte invoca lo trascendental o si un objeto en particular es bello. Se centrará, principalmente, en las circunstancias históricas en las cuales nació la idea de la belleza como valor trascendente y cuales han sido las consecuencias de las formas de pensamiento que guiaron este proceso. Este panorama podría recordarnos un título del poeta Aldo Pellegrini Para contribuir a la confusión general (1965); desorden, desconcierto cuyo único antídoto se halla en la esencia de la lengua, en sus atributos y señales: “... la palabra es nuestro rostro inmerso/ en los interrogantes / de que estamos hechos. / ¿Cómo volverla ímpetu, / respuesta para siempre...”.
En la poesía de María Granata la vida, el amor, la muerte, las lágrimas y el dolor (temática a la que están expuestos todos los mortales a su paso por esta tierra) se hallan en plena lidia, contenidas sólo por un apasionado candor, cuyo vehículo es un lenguaje depurado y sublime, destinado a transmitirnos la emoción, nacida ésta de una profunda sensibilidad. En su voz la música de la lengua cobra nuevas fuerzas reintroduciéndonos en los aspectos fundamentales de nuestra tradición poética y en los aspectos elementales de la vida humana. Y si Ezra Pound no estaba equivocado podemos repetir su consigna: “En poesía lo que ha de sobrevivir es la emoción.”

Esteban Moore, Buenos Aires.


1-      Percy  Bysshe Shelley: Defensa de la Poesía,  Cuadernos de Grandes ensayistas, colección  dirigida por Eduardo Mallea; traducción de  J. Kogan Albert; Emecé, Buenos Aires, 1946.
2-      Martin Heidegger: Hólderlin and the essence of poetry, en The Critical Tradition, ed. David H. Richter, traducción Douglas Scott,  Bedford /St. Martins, New York, 1998.
3-      Octavio Paz: Los hijos del limo, Seix-Barral, Barcelona 1974.
4-      Maria Granata, en Enciclopedia de la literatura argentina. Pedro Orgambide y Roberto Yahni ed,. Buenos Aires, 1970.