jueves, 16 de septiembre de 2010

Rafael Felipe Oteriño: La poesía de Arturo Álvarez Sosa.

Quinqué Editores, 210 páginas, Buenos Aires, 2010.



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Alfredo Veiravé fue quien me habló por primera vez de Arturo Álvarez Sosa. Ellos se conocían desde antes y ambos vivían muy lejos de mi ciudad, pero con Alfredo nos veíamos durante sus veraneos en Mar del Plata y allí nos poníamos al día sobre libros, autores, chismes y gracias del mundo literario, que él sabía comentar como ninguno. Un verano mostraba apasionamiento por la poesía de Álvaro Mutis y de su “Macroll el Gaviero”, otro por la de Madariaga y de su “Tren casi fluvial”, en otro me hablaba con admiración del peruano Carlos Germán Belli y de los dibujos de Sábat que, decía, eran crónica y plasticidad por partes iguales; el verano de 1980  su entusiasmo estaba puesto en “Cuerpo del mundo”, libro de Arturo recién publicado. Todavía lo estoy viendo a Alfredo con el libro abierto en las manos, recorriendo las páginas y destacando la ocupación del espacio por versos que se desplegaban con la libertad de una danza. Y algo de eso  tenía –y tiene- la poesía de Arturo, ya que en ella los versos no sólo dicen lo que dicen sino que, por mérito de su distribución en la superficie de la hoja, significan; esto es, emplazan una realidad por encima de la ortodoxia semántica de las palabras.

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Así que la poesía de Arturo fue para mí algo llegado desde lejos, dotada -en parte por eso- de un cierto exotismo y escrita por un poeta del que sabía que era algo mayor que yo, porque a diferencia de los poetas de mi generación, tenía quien le editaba y distribuía sus libros y ese “quien” era nada menos que Sudamericana, donde publicaban Molina, Orozco, Girri, Biagioni, Arman, Calvetti. Quiero aclarar que esta expresión “desde lejos” tenía entonces una doble significación, ya que se aplicaba a un escritor que vivía a 1500 kilómetros de mi ciudad –en Tucumán, como todos saben-, y a una poesía que parecía estar lanzada a explorar el universo que obra por encima y por debajo de nuestras cabezas, como en aquel cuadro de Rafael en el que Platón señala con su índice hacia lo alto, mientras Aristóteles lo hace hacia la tierra. Pese a eso, no tardé en comprender que el propósito de dicha poesía no era otro que el de saber algo más de esta criatura compleja que somos, que hace poesía y hace ciencia, busca felicidad y conocimiento, y se deja llevar por el asombro en busca de alguna certidumbre.

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El título del libro: “Cuerpo del mundo” –y el de los que le siguieron: “Campo de creación”, “Agua viva”, “Fulguraciones”, “RAM”, “Multiverso”- son por demás indiciarios, tanto como los que precedieron a éstos: “El errante”, “Nacimiento del día”, “Estado natural”. Pero más aún lo son los poemas que los componen. Escritos por un poeta que habla de electrones, de kuarks, de gluones, de estructuras básicas disipativas, dejan traslucir que hay un fondo de energía que anima todo lo viviente. Ya sean átomos, estrellas, galaxias o los genes que codifican la vida en la tierra, ella aventura que todo eso da pie a la conciencia, al lenguaje, a la poesía. Se trata de un poeta, pues, que viene a decir que la clave de la unidad de todo lo viviente no está sólo aquí, en nuestra existencia, sino también allá en lo más hondo de lo inconmensurable. Un poeta y una escritura que vienen a sentar que la poesía es la mejor aliada de la ciencia para dar razón -o sinrazón- al universo. Seguramente, esto último es lo más cierto.

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Años después, cuando leí a Mallarmé y pude asomarme a ese monumento de originalidad verbal que es el poema Un coup de dés, pude adivinar que entre Arturo y el fundador de la poesía moderna había más que vasos comunicantes. Que también su poesía, como la del francés, buscaba convertirse en un remedo del universo, puntualizando sus claridades y enigmas, y aguijoneada igual que ésta por la elocuencia de los múltiples sentidos y por la sensación de inestabilidad y cambio. Una poesía concebida como un pentagrama musical, que juega con la sujeción del verso medido sólo para cumplir el desafío de desarticularlo, refrescándolo y llevándolo hasta nuevos niveles de musicalidad. Lejos, por lo tanto, de los caminos de la razón constituyente, de la lógica formal y de cualquier otro orden estático y convencional. Una poesía de invención y de arte, cuya finalidad no es explicar lo existente, sino ponerlo en acto; no es cantar lo dado sino descubrir lo que permanece oculto, cortejando a esa magnífica noche que permanece en ascuas y sin explicación. Todo esto produjo en mí la certeza de que, en el más puro sentido mallarmeano, el universo para Arturo no tiene otro destino concebible más que el de ser finalmente expresado. Y así pude comprobarlo en las sucesivas lecturas.

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Aquella figuraciones y tropos verbales, en contacto tan estrecho con el universo físico, en paralelismo con la cibernética, la informática y la biología molecular, buscan exponer nuestra tendencia innata al conocimiento y al placer, lo que es tanto como decir a la sustancia que nutre la poesía. Otros poetas también intuyeron esta vinculación entre la energía del universo y la fuerza genésica de la poesía. Los surrealistas lo afirmaron al explorar el lado oscuro de la mente, su costado de sombra, la denominada mitad perdida, en el intento de apresar ese algo más que inquieta al hombre desde que es hombre. El poeta Joseph Brodsky retoma dicha lección cuando señala que la lectura de poesía opera como una cura de todos los males y como un aliciente de todos los bienes, devolviendo armonía al cuerpo, dando calma a los entredichos de la psique, agudizando la mente. Algo así como decir: “lea poesía y será usted un hombre sano de cuerpo y alma”. Porque la poesía era, según su fe, el acto más trascendente que el hombre puede emprender.

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Ahora quiere la publicación de este libro que tenga la oportunidad de contar aquella primera impresión que me produjo la poesía de Arturo y el lento reflujo que me llevó a meditar sobre ella a lo largo de estos años. Primero, por la sensación de que devuelve al poeta la vieja tarea de hacer sensible el universo, en su esplendor y misterio; luego, por hacernos saber que el enigma de este universo no es tanto un problema de las ciencias como una articulación de la cultura en general y de la poesía como parte de ella. O en todo caso, de ambas a la vez. Que el instrumento poético es tan legítimo como el instrumento lógico en esta indagación, ya que el propósito de las dos es darnos una visión más generosa del mundo en que vivimos.

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A esta altura de mis palabras debo recordar que me estoy refiriendo a un poeta, no a un filósofo ni a un científico. Que de lo que estoy hablando es de la amalgama de sentido y forma que es propia de la poesía, en la que el sentido emana de una materia que quiere ser expresada, mientras que la forma –el endecasílabo, las octavas reales que suele utilizar Arturo– es menos expresión de una preceptiva tomada de la tradición literaria que el rastro de lo informe pulsando sobre dicha materia para lograr su esclarecimiento. Una “construcción” en el sentido griego y una “inspiración” que rebasa lo subjetivo para fusionarse con la dinámica mayor que mueve el universo.

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Tal es el proyecto de Arturo y tal el riesgo de adelantarse en este solitario corredor poético. Pero como los poetas no tienen nada que perder, ya que lo único que tienen es su voz, Arturo asume el desafío y corre ese riesgo. Así vemos que escribe sus poemas como si fueran mojones sembrados en un territorio inexplorado que va ganando paso a paso. Cada libro busca ser una confirmación y cada poema un punto de partida. No operan en su trabajo los esquemas morales de lo bueno y lo malo, ni los mercantiles de lo útil y lo productivo, tampoco los estéticos de fealdad y belleza, sino los más fascinantes de posibilidad, evolución y conducta. Sabe que la realidad está atravesada por el tiempo -que ella es cambiante y evolutiva- y que de su mano la poesía se abre a una visión del hombre en la que caben la hechura del progreso, la solidaridad y la utopía.

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Cuenta Valéry que,  al enfrentarse con aquel poema planetario que Mallarmé le dio a conocer en su gabinete de trabajo, comprendió que era la figura de un  pensamiento. Allí la extensión hablaba, soñaba, engendraba formas temporales. La expectativa, la duda, la concentración eran cosas visibles. Mi vista –agrega- se encontraba con silencios que habían sido encarnados. En esas estaba Valéry, cuando Mallarmé lo sorprendió con la pregunta: “¿No le parece que es un acto de demencia”?, le dijo refiriéndose al poema. De esta naturaleza es el arte de Arturo y de este estado de la juventud se alimenta su poesía. En su propósito de ensanchar el mundo, de darle estatura y visibilidad, ha escrito la poesía hospitalaria que hoy aquí celebramos.

Rafael Felipe Oteriño
Buenos Aires  6  de septiembre, 2010.



Rafael Felipe Oteriño



Rafael Felipe Oteriño (La Plata, 1945). Poeta y ensayista. Reside en  Mar del Plata. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Altas lluvias (1966), Campo visual ( 1976), Rara materia (1980), El príncipe de la fiesta (1983), El invierno lúcido (1987), La colina (1992), Lengua madre ( 1995), El orden de las olas (2000), Cármenes (2003), Ágora ( 2005). En 1997, el Fondo Nacional de las Artes publicó su Antología poética. Ha recibido los premios del Fondo Nacional de las Artes (l966), Pondal Ríos de la Fundación Odol (1979), Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias (1983), Primer Premio de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación (1985/88), “Konex” de Poesía (1989/93), “Consagración” de la legislatura bonaerense (1996) y “Premio Nacional Esteban Echeverría” (2007), además de las distinciones marplatenses “Alfonsina”, “Neptuno” y “Lobo de Mar”. Es Miembro de la Academia Argentina de Letras y profesor titular de Derecho Civil  en la Universidad Nacional de Mar del Plata .