miércoles, 13 de junio de 2012

Alberto Hernández: La utopía verbal.


Alberto Hernández













 

El paraíso en cuestión

                                       El escritor, como amo, ama la lengua, pero lo que ama no es
                         la lengua abstracta sino la lengua del corazón, el cuerpo de la lengua,
                                     la sustancia adherente, inseparable ya de sí mismo, por donde
                                                                              se deslizan sus máscaras y desvelos.
                                                   Sabor y saber de la lengua. María Fernanda Palacios.


Signada por la presencia de José Lezama Lima, Palacios recurre a una definición particularmente visible, “el cuerpo de la lengua es una sustancia adherente”, porque al señalar la poesía recurre al cuerpo tocado de la lengua, donde reposa el verdadero fundamento del  imaginario, la utopía desenterrada, el espejo del paraíso verbal.
Desde esta orilla, apostamos entonces al cuerpo de la lengua cuando expresamos, no el manido concepto de identidad, sino la propensión a ser de quien “hizo” un idioma. Desde la duermevela del monje benedictino Gonzalo de Berceo, quien jamás supo de dónde provenía su afán, aunque el amor místico haya sido posible por el rigor impuesto en medio de una sociedad ritualizada por el Santo Oficio o el oficio de los santos. Para Berceo la tierra y el cielo estaban unidos a través del corpus de la revelación divina, de allí los imaginarios místicos refundados hoy por el fragmentarismo del yo y la esencia corporal del Otro, en nuestro sincretismo esquemático (la antropología también se asume utópica), en este mestizaje que es un cuerpo indefinido aún, porque nuestra ¿identidad? sólo existe en la intratabilidad de su propio cuerpo, sólo posible en la lengua.
Palacios se vale de Bergamín para sustentar y sustanciar la presencia del isotopismo, el reflejo: “el verdadero diálogo, como la caridad verdadera, empieza por uno mismo: porque uno mismo es dos”. La lenga nos espía, nos somete a un tercero: somos dos y en medio está la lengua. Es decir, somos otros porque la lengua nos coloca en un sitio, en un extremo, en un contrario que se encuentra con otro que podría hacerse su igual. Ser solos en la inmensidad de los sonidos, en este desierto lleno de signos y símbolos metamorfoseados, significa estar al borde de un precipicio donde el ruido es lo más cercano al silencio.
En este continente donde el curso de la voz se comporta muchas veces como un extravío, el paraíso está en cuestión. Somos vocablos diferidos, en constante revisión. Solos como estamos en el poema, en el relato, en el gran lienzo de nuestra historia, nos topamos con ese intruso que nos interroga, la lengua, el Otro, concebido como el reflejo donde nos miramos siendo un nosotros, pero destinados a borrarnos.
La lengua castellana nos ha definido a través de su permanencia, de su renovación constante. Lagarto que cambia de piel, la lengua nos cambia, nos quita el nombre, lo difiere. Nos hace un otro en permanente exilio. Hablamos –a pesar de todo- como los conquistadores. Estamos más cerca de la vieja España que los propios españoles de hoy. Sin embargo, la lengua se ha revitalizado por la presencia de las emergentes necesidades culturales. Comienza a disiparse el paraíso donde abrir la boca era pronunciar un universo mágico, distinto al racional europeo. Somos el correlato de los antiguos textos perdidos en la utopía de Thomas Moro. Somos, en definitiva, ese Otro extraviado en permanente búsqueda de una palabra que nos ubique. Que sepa ubicarnos en algún tiempo, en un espacio abierto donde podamos verle la cara a Dios o revelar la presencia de los tantos dioses nuevos, encontrados bajo las piedras de la tierra inesperada. Adánicos al fin, procuramos el poema o el relato que haga el verbo aún no encontrado.
Hechos de varios barros, poseemos todas las máscaras, los desvelos de los fantasmas que aún transitan por la lengua heredada. La poesía, el imaginario de la pérdida, la culpa sembrada desde nuestro muy terrenal génesis, surcan con denuedo la voz imaginada, el vocablo del paraíso perdido, puesto en cuestión para no recobrarlo, pero al menos para saber que venimos de él, mudos o maravillados por el verdadero sortilegio de la creación. O de la tragedia.

La palabra que nombra, la que borra
                                                     
                                                         A través de España, las Américas recibieron en toda
                                                   su fuerza a la tradición mediterránea. Porque si España
                                               es no sólo cristiana, sino árabe y judía, también es griega,
                                                              cartaginesa, romana, y tanto gótica como gitana.
                                                                                El espejo enterrado, Carlos Fuentes.

Nunca advirtió el padre Gonzalo de Berceo, que su esfuerzo, su afán por alcanzar el eco de Dios, lo iba a convertir en iniciador de una lengua que luego correría la suerte de crecer y multiplicarse, y enrumbar los misterios de un pensamiento, los reflejos de la conversación diaria y la forma de concebir el mundo a través de una arquitectura verbal llamada cultura hispana. Tampoco se imaginó este monje que sus desvelos, -en franca relación con las luces y las sombras- lo harían el primer poeta de la lengua castellana.
Pero más, que esta lengua sería espacio para otras lenguas que aportaron palabras y colores, climas y silencios. De allí –como todo crecimiento- que no la afecte la irrupción de un castellano mestizo, que contiene la voz de muchos “alguien”, que estuvieron por allí juntando sonidos, llegados de otros tumultos sangrientos, hasta hacerse una misma entonación, el mismo texto, hoy sembrado en América como transfiguración, cuyo referente seduce constantemente la producción literaria de nuestra contemporaneidad. Digamos que el tiempo es la dádiva de la eternidad, en la notoria presencia de las cenizas de Jorge Luis Borges.

1.-
Tomemos un poco de aire y miremos a nuestro alrededor, hacia atrás. Validos de la magia, la superstición, la poesía y el crimen, la alquimia verbal, dioses desconocidos o deidades invisibles, el hombre creó los sonidos para entenderse y extenderse, prolongarse, mutarse, cambiar de piel.
La mirada comenzó a hablar, a darle forma a lo inaudible, a lo que no se veía, a lo oculto, a ciertos objetos, a fenómenos aún incomprensibles, a su forma de hacer las cosas la divinidad, las bestias y ciertos sujetos que miraban diferente. Se aproximó a la fogata y penetró en un mundo que le confió susurros extraños, verbos, chasquidos, lamparazos interiores, inflexiones, caídas de la voz en el vacío. Tomó con torpeza la piedra y la sobó con detenimiento. Sabía lo que tenía entre los dedos, un sonido sólido, un golpe, pero también el silencio que oculta la piedra. Su nombre piedra. Y entonces comenzó a acariciar la superficie de la roca. Su garganta produjo un rasguño, un ruido, un gruñido, un desprendimiento cartilaginoso, un temblor. Un antiquísimo secreto emergió de su cuerpo, mucho más allá del cuerpo, de lo incomprensible. El sonido se acomodó a la tierra. Tocó con casi dulzura, con extrañeza más, las marcas del objeto que tenía frente a sus ojos. El universo en una mano. Dijo de nuevo sin saber lo que hacía, porque la noche, el día, el calor, el frío, la vigilia, el desvelo, el hambre y la soledad lo obligaron a conocer la cosa que tocaba, la que otro podía pronunciar y de cuyo eco él se hacía parte desconocida.
Y entonces repitió y le agradó. Nombró, por primera vez regresaba al silencio de la piedra, al nombrarla. Y al callar, la borraba. Le daba cuerpo y espíritu a un objeto que servía sólo para interrogarse. Pero también la desaparecía al silenciarla. Al darle nombre existieron la piedra y él. Porque al nombrar se nombraba él mismo, siendo otro. Al decir él, se reafirmaba y se interrogaba. Se nombra con el nombre de otro.
De allí, ¿cuántas lenguas hablamos? ¿Cuántos castellanos? Venimos de voces cristianas, moras y judías, grecolatinas, cartagineses. Hemos sido multiplicados por la lengua. Somos en su propia medida. Rasados por ella, somos, como afirma Carlos Fuentes, “en cierta manera, nuestro lugar común”.

2.-
Esa fórmula misteriosa, isotópica, manera de hacer la primera palabra, pudiera referir una contradicción. Frente a lo nombrado también expresamos el silencio. Pronunciar es callar, silabear lo indecible.
¿Quién me nombra y se esconde? Pareciera preguntarse el mono adánico. El gramático de Octavio Paz va un poco más allá, escribe con normas o las viola por conocerlas. La Biblia, ese extraordinario compendio plural, escrito desde el Otro, nos avienta al Popol Vuh, al wanadi amazónico, a la cábala del silencio cósmico. Hasta a El libro de muertos de los egipcios. Igual la vacuola darwiniana contenía un sonido, anunciaba la pronunciación de un ser que adquiriría competencia espiritual: una lengua, un universo de significados, una península de augurios donde el otro colectivo se multiplicó en vocablos. Los celtas y los íberos –atados al latín- convergieron para dotarnos de este dialecto que reúne el palimpsesto del padre Gonzalo de Berceo, manuscrito que subyuga porque nació en poema; la poesía se deslizó posteriormente en la transgresión de una traducción alquímica donde el polvo del tiempo y el dios cristiano jugaron papel primordial. Estamos hablando del siglo XII. De fechas que van de 1195 a 1264. Estamos hablando de casi mil años de proceso, de papeles que repiten la misma voz, la presencia de alguien que nos sacude en el momento de entrar en el territorio de nuestros imaginarios. Un “otro” que nos persigue dentro del poema, al borde de la imagen. Ese curita que elevó la vos a Los Milagros de Nuestra Señora, que habló de La vida de Santo Domingo de Silos, de La vida de Santa Oria, fue el primero en dejar sentado que ese dialecto contenía y contiene el aliento que nos repite. Con esa riqueza viene la palabra que nos define, pero también la que nos interroga desde los labios de la otredad.

3.-
Herederos de quien nos hace otros, en esa química del mestizaje, revisamos constantemente la aventura de la ficción, la imagen traducida por los vocablos que desaparecieron de paredes y bocas de España.  La fecha cercana a la llegada de Cristóbal Colón, la mirada de Thomas Moro en los designios cabalísticos de la jodienda sefardita. Colón y sus hombres en una odisea donde el tiempo y la tradición identificaron a los otros que somos en bandidos extraídos de cárceles y retenes de viciosos. Las primeras palabras tenían sabor y olor de Dios y penitenciaría. Somos herederos de rufianes de muchas nacionalidades; de la vulgaridad, de una germanía atascada en las costas del Nuevo Mundo.
Con ese barro sucio también venía Berceo, el otro que nos inventó. Cervantes y su carga demencial, exagerada, lúbrica y catequística, mosquetera. Catecismos, libros de misterio, ocultos en otro que renunciaba a su origen judío. Escritos de marinerías, cosmología, libros de prohibiciones, cantos y maldiciones. La poesía reducida a un silencio destapado en la conjugación posterior de las sangres. Y con ellos, los árabes, la cultura más delicada que haya arribado a la península. La visigoda, con su carga de voces impronunciables, que luego se hicieron castellano gustoso, sonido brillante por la sonoridad de los sueños, el placer y la muerte.
Y aquí estamos hoy, en medio de tantas palabras que siguen llegando y a diario alimentan el castellano, el espíritu que nos repite, criba de aceptaciones, la democracia de los vocablos y sus significados.

La palabra que nos oculta
                                     
                                      Del hebreo al español: de una narración ritual que el niño sabe
                                 de memoria, el narrador pasa a otro episodio, a un tema diferente
                                   (el del jardín y la lengua alemana), pero que sí está emparentado
                              con el anterior, pues el autor emplea el relato del Éxodo justamente
                      para introducirse en el área temática de la multiplicidad de las lenguas
                                                            Entre el silencio y la palabra. Francisco Rivera.

Reconocerse en las palabras del otro, en sus gestos. En su origen verbal. Hurgar en la voz de ese lejano anónimo, funda en nuestra poesía un campo multiplicado: desplazamiento de imágenes que recrean la posibilidad que brinda el yo enfundado de quien traduce el universo literario.
Laberinto, inventario de vocablos que estructuran un espacio llamado cultura. La poesía contemporánea venezolana ha transitado diversos estadios: desde el paisaje material hasta la hondura de una intemperie interior donde una voz solitaria intenta motorizar sus referentes. Desde ese adentro reconstruye un pasado, atemporiza la disposición de los sentidos, hasta dar con los signos que transparentan una “realidad”. Esta, acosada por recuerdos, objetos, pistas, exilios, represiones y pérdidas reinventa el universo, la espacialidad de vocablos que renuevan el mundo referencial, los trastocan y transforman en un síntoma: nuevos signos, palabra que establece “las posibilidades y límites de nuestra mirada”, como señala Víctor Bravo.
Nuestro imaginario (ese lenguaje: espacio donde no estamos) nos ha sido dado para acercarnos a esa reconocimiento. De esos tantos yos incuestionables nace la posibilidad de ser dominio en otras voces, en diferentes consciencias: la “identidad” es sólo la maceración de contenidos: paisajes, voces, atmósferas, climas, gestos corporales, acentos, posturas del alma. Manoseada para muchos fines, la identidad ha sido tomada por asalto por quienes quieren reinventar la personalidad colectiva e individual de nuestros ámbitos culturales.
Nuestro éxodo, ese del exilio dentro del mismo país, revela la multiplicidad de una lengua que cambia siempre. Del Caribe al español, del taíno al castellano. De todas esas lenguas que hoy fortalecen el continente de habla española. El americano de este lado, el proveniente de España, Portugal e Italia, ha sido responsable de ese fortalecimiento. De allí que nuestra literatura siempre interrogue al otro desde el otro que negamos. Negamos una cierta identidad, una sombra que no se identifica. De esta manera inventamos una dinámica de espacios. El otro, a fuerza de mixtificaciones, se hace nuestro otro, a veces falso, a veces ambiguo, el que faltaba en la mirada profunda saturada de utopías. Nuestra memoria mantiene el paraíso perdido en manos de una infancia ideológica que siempre choca con el vacío. Esta complejidad contradictoria propició la continentalidad, la terrenalidad, el telurismo, hasta desembocar en el espíritu que cada texto fundacional ha tratado como transmigración: de un espacio a otro hasta construir una poética aún en ciernes, pero poética al fin. La poética de la incertidumbre, como práctica, porque los textos sucumben frente al que nos refleja.
El yo es demoníaco. Es tan insocial que ha tenido que recurrir a esa multiplicación. Proteico, el fenómeno poético venezolano, por no decir latinoamericano, ha frecuentado los canales de un silencio que finalmente trasciende en su estado pendular y en la búsqueda permanente de su lenguaje, aunque hayamos pasado por la crisis de ser una zona peligrosa, copiada de esos epígonos que hoy comienzan a caer con los disparos de una crítica a veces despiadada. Nada es definitivo: otredad e identidad forjan ¿o forcejean? El mismo espacio, la misma habitación donde perviven legítimamente hasta conciliarse, pero desde  esa perspectiva, desde la mirada del otro, sin darle tregua al silencio y a los campos encontrados de la falsa propuesta de la identidad terrena, sacudida últimamente por sus detonaciones ideológicas. La identidad es el otro traducido por la voz y miradas de quien siempre ha estado extraviado.

Una definición

Los signos de la otredad (alteridad: verificación de que más allá de nuestros límites hay un abismo donde volvemos a repetirnos, pero de manera distinta. Sísifo con varias máscaras, la misma piedra) señalan también la confusión.
La poesía se ha valido, desde Rafael cadenas hasta Armando Rojas Guardia, desde la tiranía del yo objetivo, aislado por la persistencia, hasta la mirada de Dios, escondido detrás del biombo, detrás de la sorpresiva aparición de lo místico para desencadenar vertientes que le han dado a nuestro ars poetica ese paisaje interior, ese “afuera” desde “adentro”, signado por la paradoja, por la simulación –válida para demostrar que seguimos íngrimos- por la incertidumbre: nuestros yos, nuestros otros siguen solos en nosotros mismos. De manera que la identidad no es más que el deseo de multiplicar los bienes espirituales de una lengua que no termina de pronunciarse a través de la palabra de aquel niño que Elías Canetti dejó sentado frente a su viejo idioma y que entró en otro para enriquecerse, para hacerle frente a la pesadilla, al dolor, al crimen contra su cultura. 

Un vocablo: Identidad
                                                                                                    Quien lee, se borra, es.
                                                                                                                                   AH

El ropaje que nos designa es la lengua, cuerpo que no construye frases, que no tiene “sintaxis”, al decir de María Fernanda Palacios.
¿Quién está detrás de la voz que se pronuncia ella misma? Hay otro, una mirada ajena, anónima que desfigura el texto porque la voz es el tejido que rubrica la presencia de quien repite permutativamente una entonación interior muchas veces en sincronía con el tiempo. Su diacronía está en mirar –desde la otredad- que alguien nos semeja, nos asemeja, nos hace suyo, nos viaja desde  el pasado y nos convierte en órganon del futuro. La voz, la que hace el poema un lenguaje polivalente, es el espejo del tiempo: el poema, el esqueleto, contiene la trama de la poesía, que es el espíritu, que es el discurso que selecciona la eternidad del otro. Contextualmente, una fuerza centrífuga que relata nuestro adentro: enseña al que está desde el poema, el otro que nos identifica y nos marca sus símbolos.
Marcel Proust, citado tantas veces, llegó a decir, seguramente maravillado por su propia experiencia, que “En realidad, cada lector, cuando lee, es el propio lector de sí mismo”. Sí, pero teniéndose como el otro que una vez fue antes de abordar la lectura. La lectura contiene la carne y el espíritu de quien nos relata. Ese profuso espejo que nos refleja lentamente, que nos hace el otro siendo otro con distinto ropaje.
Detrás la voz convertida en lectura, hay alguien que nos convoca. La poesía, diálogo sincrético, augura una convocatoria. De seguro la auspiciada por Mallarmé, todos los otros haciéndola, carnavalizándola, haciéndola presente continuo.
Ser uno en el poema es la única posibilidad de que el término identidad adquiera el otro que está afuera, pero igual el que está en el interior, la alteridad.
El encuentro entre otredad y alteridad es lo que promueve la isotopía, la mirada en el espejo desde la poesía, la escritura, el relato, el drama, destaca el intratexto, la voz tercera que amaga con deconstruirnos. En este sentido, nos fragmentamos para desmitificar  la multiplicación de los signos y sus significados: somos, en definitiva, un espacio demarcado. “Porque el verdadero diálogo no consiste tanto en entender lo que otro dice sino en atenderlo” (hacerle sitio)”, María Fernanda Palacios dixit.
Un sonido nos hace otro. Primera persona. Al ocurrir tal evento me arriesgo: paso a formar parte de ese misterio en el poema, en el relato. Me incorporo con otro yo a ese espacio que he reservado. Entonces, soy otro. Adquiero una nueva nacionalidad, me permuto: Gregorio Samsa sobre el papel, insecto reflejado, animal, bicho y bestia frente al espejo: lector.
De adquirir conciencia, me hago de una lengua, de un lugar, de un laberinto como el de Creta, de una resurrección. Me identifico plenamente con lo que je dejado de ser para ser el sitio donde habita el relato, el poema. Sus sonios revelan, ritualmente, una ausencia: he allí la tan manida identidad. América es una ausencia porque ha tenido una voz, a veces invisible, otras veces es el esqueleto del texto por hacerse. Jean Claude Milner, citado por María Fernanda Palacios, dice: “Desde cualquier ángulo que se la considere, la lengua es otra que ella misma, incesantemente heterotópica”. Reflejos, ella misma, eco. Un eco puede salirse del espacio, revelarse como muchas porque no está atada a un solo cuerpo. Es decir, es susceptible de no identificarse, a la manera de Lacan. Porque la lengua, la que se mira el rostro, contiene la pasión, la revelación de su sonido, los pliegues hondos de esa utopía por deshacerse de los modelos y ser la presencia única de su multiplicación, porque no es un todo. Sólo nos identificamos en lo que tenemos de fragmentarios, de voces que nos individualizan en medio una multitud.



PALACIOS, María Fernanda. Sabor y saber de la lengua. Monte Ávila Editores, Caracas, 1987.

FUENTES, Carlos. El espejo enterrado. Editorial Taurus de bolsillo. México, D.F.,  2005.

RIVERA, Francisco. Entre el silencio y la palabra. Monte Ávila Editores, Caracas 1986.

Ponencia leída en la Universidad de San Diego, California, Estados Unidos.
Abril de 1997.  



Alberto Hernández (Calabozo, Guárico, Venezuela, 1952) Poeta, narrador y periodista v escribe la crónica de la literatura contemporánea a través de la reseña de los libros que hoy por hoy nos salvan del olvido. Egresado del Pedagógico de Maracay, Hernández realizó estudios de postgrado en la Universidad Simón Bolívar, en Literatura Latinoamericana. Fundador de la revista literaria Umbra, es colaborador de revistas y periódicos nacionales y extranjeros.
Su obra literaria ha sido reconocida en importantes concursos nacionales. En el año 2000 recibió el Premio Juan Beroes por toda su obra literaria. Ha representado a su país en diferentes eventos literarios: Universidad de San Diego, California, Estados Unidos, y Universidad de Pamplona, Colombia. Encuentro para la presentación de una antología de su poesía, publicada en México, Cancún, por la Editorial Presagios.
Miembro del consejo editorial de la revista Poesía de la Universidad de Carabobo. Se desempeña como secretario de redacción del diario El Periodiquito, de la ciudad de Maracay, estado Aragua. Mantiene el blog Puertas de Galina.