lunes, 5 de mayo de 2014

Cesare Pavese: Los mares del sur.



Cesare Pavese











                                                                    
                                                                                                                 a Monti



Íbamos una tarde por la falda de un cerro,
silenciosos. En la  sombra del tardío crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco
que se mueve tranquilo, con el rostro bronceado,
taciturno. Callarnos es nuestra virtud.
Algún antepasado nuestro habrá estado muy solo
—un gran hombre entre idiotas o un desdichado loco—
para prodigarles a los suyos tanto silencio.

Mi primo habló esta tarde. Me ha pedido
que subiera con él: arriba se vislumbra
en las noches serenas el reflejo del faro
lejano de Turín. “Tú, que vives allí…”
—me ha  dicho— “… pero tienes razón. La vida hay que vivirla
lejos del pueblo: se progresa y se   goza,
y luego, al regresar, como yo a los cuarenta,
se encuentra todo nuevo. Las poblaciones  no se pierden.”
Todo esto me ha dicho y no habla  en italiano,
pues utiliza lento el dialecto que, como las piedras
de esta misma colina, es tan abrupto
que veinte años de idiomas y océanos diversos
no han logrado mellárselo. Y sube por la cuesta
con el mirar absorto  que yo he visto, de niño,
usar a los campesinos un poco fatigados.

Veinte años ha vivido viajando por el mundo.
Se fue siendo yo un niño pegado aún a las faldas
y lo dieron por muerto. Luego escuché a las mujeres
que hablaban de él, a veces como en un cuento;
pero los hombres, más circunspectos, lo olvidaron.
Un invierno, a mi padre ya muerto le llegó una tarjeta
que tenía una gran estampilla verdosa con naves en un puerto
y deseos de una buena vendimia. Hubo un gran estupor,
pero el niño crecido explicó ávidamente
que la postal venía de una isla llamada Tasmania
circundada por un mar más azul, feroz de tiburones ,
al sur de Australia, en el Pacífico. Y añadió es cierto
el primo pescaba perlas. Y arrancó la estampilla.
Cada uno expresó su opinión, más todos coincidieron
en que, si no había muerto moriría.
Más tarde lo olvidaron y pasó mucho tiempo.

Oh, desde que yo jugué a los piratas malayos
¡cuánto tiempo ha pasado! Y de la última vez
que bajé a bañarme en un lugar mortal
y perseguí en un árbol a un amigo de juegos
quebrando hermosas ramas y rompí la cabeza
de un rival, y también me golpearon,
cuánta vida ha pasado. Otros días, otros juegos,
otros sacudimientos de la sangre delante de rivales
más evasivos: los pensamientos y los sueños.
La ciudad me ha enseñado infinitos temores:
un gentío, una calle, me han hecho estremecer,
un pensamiento a veces, espiado en un rostro.
Todavía en los ojos siento esa luz burlona
de miles de faroles sobre el tropel de pasos.

Mi primo regresó cuando acabó la guerra,
gigantesco, entre unos pocos. Y tenía dinero.
Los parientes decían en voz baja: “En un año, a lo sumo,
lo despilfarra todo y vuelve a irse.
Así se mueren los desesperados”.
Mi primo tiene rasgos resueltos. Compró una planta baja
en el pueblo y mandó construir un garaje de cemento
que en el frente tenía, flamante, un surtidor de nafta
y en la curva del puente, bien grande, un letrero de chapa.
Luego puso a un mecánico dentro a cobrar el dinero
y él recorrió todas las poblaciones de Le Langhe fumando.
Entre tanto, se había casado en el pueblo. Tomó una muchacha
rubia y delgada como las extranjeras
que un día conoció, es cierto, en el mundo.
Pero siguió saliendo solo. Vestido de blanco,
con las manos atrás y la cara bronceada,
de mañana frecuentaba las ferias y con aire de sorna
negociaba caballos. Más tarde me explicó,
cuando falló el proyecto, que su plan
fue quitarle al valle todos los animales
y obligarle a la gente a comprarle tractores.
“Pero el animal —me decía— más grande de todos
he sido yo al pensarlo. Debí darme cuenta
que aquí bueyes y gentes son una misma raza”.

Hace ya media hora que andamos. La cumbre está cercana,
van aumentando en torno el susurro y el silbido del viento.
Mi primo se detiene de pronto y se vuelve: “Este año
escribo en el cartel: —Santo Stefano
siempre he sido el primero en los festejos
del valle del río Belbo—, y que protesten los de Canelli”. Luego sigue subiendo.
Un perfume de tierra y de viento nos envuelve en lo oscuro;
hay luces a lo lejos: granjas, automóviles
que se escuchan apenas ; y yo pienso en la fuerza
que me ha devuelto a este hombre, arrancándola al mar,
a las tierras lejanas, al silencio que dura.
Mi primo no habla nunca de los viajes que hizo.
Dice, parco, que ha estado en tal sitio o tal otro
y piensa en sus tractores.

                                       Sólo un sueño
le ha quedado en la sangre: ha navegado un día
como foguista en un ballenero holandés, el Cetáceo,
ha visto volar los pesados arpones bajo el sol,
ha visto huir a las ballenas entre espumas de sangre
y al perseguirlas  verlas levantar sus colas y luchar con la lanza.
Me lo recuerda a veces.

                                        Pero cuando le digo
que él está entre los afortunados  que han visto la aurora
sobre las islas más hermosas del mundo,
sonríe al recordarlo y responde que el sol
se alzaba cuando el día ya era viejo para ellos.

(Traducción Horacio Armani)

Cesare Pavese (Santo Stefano Belbo, 1908-Torino, 1950) Poeta, narrador y traductor. Influenciado por  autores norteamericanos, entre ellos Walt Whitman y Edgar Lee Masters,  abre nuevos rumbos para la  poesía italiana en las primeras décadas del siglo XX.

Horacio Armani (La Pampa, Argentina, 1925) Poeta, traductor y periodista. Ha publicado una decena de volúmenes de su poesía, obteniendo importantes premios y distinciones. Becado por el gobierno de Italia, estudió en Roma la lengua italiana. Tradujo también a Eugenio Montale y Dino Campana.