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sábado, 19 de octubre de 2019

Alberto Hernández: OBJETOS POEMADOS



Alberto Hernández




















La botella

Vaciarla completa. Dejarla en desahogo. Tomarla por el vientre y sentirla sola.
En su interior, quien ha embriagado el mundo con su contenido.
Taparla y dejar que el polvo la inunde.
Ahí estará, a la espera de otro brindis.

El vaso

La boca muestra la avidez. La orilla es un simulacro marino.
Beber hasta el hartazgo. El vaso no lo sabe, lo intuye.
Por eso pide que lo pongan en el centro de la mesa.
Los bordes son peligrosos.
Todo vaso conoce de vacíos.

La cuchara

El cielo de la boca acude a sus estrellas. Las papilas reconocen el clima que alude la cuchara.
Si es de madera, el bosque de donde proviene reacciona acontecido.
Si es de metal, una mina reclama su propiedad plural.
Los dientes se hacen los desentendidos.

El cuchillo

El filo corta la carne, un borde de occidente.
El mango, tomado por quien lo reconoce, se amolda al sujeto que lo usará en su contra.
Lo pasa por el cuello y sale la sangre a borbotones.
Ni una palabra. Un chillido, tan agudo que se posa sobre las hojas de un rosal.
Entonces,
El cadáver del cerdo recibe un baño de agua hirviente.
El trabajo no deja de hacerse.
Tasajos, vísceras, huesos y el rocío de la mañana.
Todo  cuchillo tiene personalidad propia.

El hacha

El verdugo se acomoda la máscara de sombra bajo el sol.
Aguza el oído en la víctima. Ajusta el rostro escondido al dolor que habrá de sufrir el condenado.
Un movimiento elíptico corta el tronco y las costillas.
La savia mancha el filo brillante que descubre la tarde.
El verdugo se limpia la cara y comienza a recrearse en la leña.
Se adelanta al fuego con una sonrisa.

¿Y el hacha?
¿Cuánto de pesadumbre esconde en su silencio?

La mesa

El universo se mueve entre las patas de un insecto.
Sobras de arroz, migas de pan
Y una constelación atrapada por una telaraña.
El ojo que revisa en silencio cuenta las cuatro patas del animal
Que lo lleva hacia un bosque de sombras.
Una vez de pie, descubre un mundo de platos,
Cucharas, trinchetes y cuchillos. Un vaso se niega a revelar sus secretos.
Una taza admite el café en su vientre desolado.
El ojo que revisa se aleja.
Quedan la mesa y sus discursos.

La silla

Quien se sienta sabe que sus glúteos encontrarán acomodo.
Dos pies albergan la emoción de estar acompañados por
Cuatro de madera que vigilan la constancia del dueño.
Y así pasa el tiempo,
El horario de quien lee, ve una película o almuerza.
O de quien vela el cuerpo inerte del que ahora reposa
Para siempre en la mirada opaca de la madrugada.

Quien se levanta de la silla la deja contener el cuerpo
Y deshacerse de la curva vertebral del horizonte.

La pared

Detrás de todo friso hay un fantasma.
El de mi casa emitía palabras nocturnas.
Se trataba de una presencia alegre, feliz, ligeramente estable.

Era la pared la que le daba vida.
Cuando la derribaron encontraron
Una dentadura postiza y un mapa de otro mundo.
La casa ya no existe.
Lamento escribir este poema en pasado.


El muro

Con la frente ajustada a los salientes, el hombre inicia la oración.
Dios baja un momento y lo recrimina.
Pone la diestra sobre el ceño del hombre
Y se marcha en silencio.
El muro habla en presente y en futuro.
Luego calla.
Polvo y trozos de siglos lleva adheridos a la piel.
Sonríe y no sabe por qué.
Cruza un río seco y al voltear ve otro muro en la orilla opuesta.
Una crecida inmediata le anuncia la llegada del desastre.

La columna

Sobre su pellejo antiguo tantas han sido las flagelaciones
Que su estriada apariencia sólo sirve para sostener desmayos
O recordar el instante en que la muerte se libró de un verdugo
O de un héroe.

El techo

Se vive bajo un cielo portátil.
El otro, el inalcanzable, es sólo ilusión.
El firmamento de la casa conserva nubes
Tormentas familiares
Alacranes
Madrugadas inertes
Navegaciones bajo las camas
Y ventanas por donde escapan las estrellas.


Alberto Hernández (1952) Poeta, narrador y periodista. Egresado del Pedagógico de Maracay. Estudios de postgrado en la Universidad Simón Bolívar en Literatura Latinoamericana. Fundador de la revista literaria Umbra, es colaborador de revistas y periódicos  nacionales y extranjeros. Su obra literaria ha sido reconocida en importantes concursos nacionales. En el año 2000 recibió el Premio “Juan Beroes” por toda su obra literaria, otorgado por el Círculo de Escritores de Venezuela. Ha representado a su país en diferentes eventos literarios: Universidad de San Diego, California, Estados Unidos, y Universidad de Pamplona, Colombia. Encuentro para la presentación de una antología de su poesía, publicada en México, Cancún, por la Editorial Presagios. Miembro del consejo editorial de la revista Poesía de la Universidad de Carabobo. Ha publicado ensayos y textos poéticos en las revistas Turia de España (Aragón), números 81-82; en Ilfoglio volante de Italia, Nº 4, abril 2007; Piedra de molino, Arcos de la Frontera, España, primavera de 2007, entre otras. En Venezuela, en la Revista Nacional de Cultura, Imagen, Solar, Poda, et al.
Parte de su obra ha sido traducida al inglés, al italiano, al portugués y al árabe. En 2012 recibió de manos de las autoridades rectorales la máxima condecoración de la Universidad de Carabobo, la Orden “Alejo Zuloaga”, en el marco del X Encuentro Internacional de Poesía de la Universidad de Carabobo.






Esteban Moore: Daniel Freidemberg; la espesura de lo real






En un trabajo sobre Lo espeso real (1996), tercer libro de Daniel Freidemberg, Nicolás Rosa hacía notar la importancia que “la predicación de lo real” adquiere en la poesía de este autor. “¿Cómo enunciar lo real?”, se preguntaba Rosa. “Analizar lo real, lo real y sus muestras en la vida de todos los días es imposible. Lo real quizá pueda ser predicable -la predicación de lo real en esta poesía es su energía mayor- pero no puede ser demostrable. Sólo puede ser señalado, indicado, mostrado de soslayo. La predicación de lo real -la predicación de la materia en su faz religiosa- no es un predicado de la sustancia adjetiva sino una predicación de la substancia insólita de lo real absoluto, aquello que está allí y que nos provoca, nos incita, pero que siempre se nos escapa.” Está allí y se nos escapa, y uno de los principales impulsos que mueve a esta escritura es el trabajo de dar cuenta de los intentos por acercarse a algo que nunca se va a alcanzar. El propio Freidemberg, en una entrevista, decía “no confundimos la poesía con la vida, pero cuando alcanzamos a vivir lo que el poema atrapó de la vida para que se vuelva poema… Bueno, esa es una experiencia que me gusta mucho. A mi poesía, en todo caso, nada la anima tanto como la ambición imposible de tocar o capturar algo a lo que nunca va a llegar, y el enorme placer de jugar esa apuesta. Es una apuesta de antemano fracasada pero muy disfrutable en sí misma, y llena de la energía o la fuerza que recibe de ese mundo inalcanzable”.
Esa tentativa, que asomaba en algunos poemas de Diario en la crisis (1986) y se define en Lo espeso real, se volverá dominante y obsesiva en los dos libros siguientes, Cantos en la mañana vil y En la resaca, de 2001 y 2007, y en toda la poesía escrita por Freidemberg desde fines de los años 90, excepto algunas letras de canciones. Pero nada de eso aparecía en su primer libro, Blues del que vuelve a casa, de 1973, notoriamente identificado con lo que se conoció como el “coloquialismo argentino de los años sesenta”: una poesía animada, vivaz, sostenida en la sucesión de imágenes con alta carga metafórica, tendiente a establecer una relación de simpatía con el lector y a producir cierto impacto emotivo, que suponía entender a la vida, sobre todo a la vida cotidiana, como una sucesión de acontecimientos asombrosos. Hacer poesía, para quienes la entendían así, consistía en una habilidad para producir ciertos efectos: un clima “maravilloso”, algún tipo de encanto. Y, por esos medios, acceder a una actitud de voluntaria ingenuidad, a la que se veía como una capacidad de sorprenderse y establecer así un contacto más íntimo con el mundo.
Freidemberg ya estaba apartándose de esa tendencia cuando sobrevino en la Argentina el golpe de Estado de 1976, y con él un cambio en las condiciones culturales y los horizontes subjetivos que obligó a replantear todo. A Diario en la crisis, escrito durante esos años, Freidemberg lo consideró “el resultado de la dificultosa búsqueda de alguna palabra que tuviera consistencia o valor en un paisaje mental arrasado. Me refiero al tiempo de la última dictadura, cuando no veía cómo ni dónde encontrar palabras que no estuvieran degradadas, o que no fueran una mera cobertura del horror: ahí, en esa búsqueda, es que fui aprendiendo una relación con las palabras que es la que, puedo decir, funda mi escritura, la de hoy”. En esa relación, la fe en la palabra ya no era posible, y a las significaciones de las palabras y las cosas había que encontrarlas, o reinventarlas.
Tratando de describir el resultado de esa búsqueda, en un comentario a Diario en la crisis Daniel Samoilovich escribió que, aunque asumen algunos temas y sistemas dilectos de la poesía de los sesenta, en particular “el humor, la narración, el símil con el lenguaje periodístico, alguna tonalidad del tango”, en esos poemas aparece algo nuevo, diferente, poco usual, y lo encuentra “en primer lugar, en la falta de ostentación. La no solemnidad y el eclecticismo de las citas culturales –otros dos rasgos sesentistas– son aquí sencillamente un punto de partida, no de llegada; la melancolía, algo que se impone solo, no una exhibición de méritos”, a lo que agrega “cierto despojado sentido trágico (que) va ganando los poemas del libro central [Diario en la crisis está compuesto de cuatro partes que Samoilovich llama “libros”], haciéndose más intenso hacia el último, “Arte dificultosa”. Allí se vuelve precisamente más dificultosa la lectura, más quebradiza la sintaxis. Los versos se cortan preferiblemente en artículos, disyunciones, preposiciones; privilegiando a través del corte de los versos precisamente los elementos más neutros, más indiferentes del idioma. Freidemberg aumenta el peso de lo que por sí mismo nada significa. Estos acentos sobre lo no-significante quitan dramatismo a la escena: a través del artilugio, ella se queda más desnuda, se vuelve más propicia a que la emoción del lector se desencadene sin causas aparentes.” Lo que a la vez implica “una liberación en el sentido rítmico”: “El efecto doble –menos acentos semánticos, más música– se corresponde con un sujeto poco inclinado a señalarse a sí mismo o a idealizar a los otros, en primer lugar porque son pocos sus puntos sólidos, sus seguridades.”
Lo espeso real parte de esa base y la complejiza, introduciendo a veces oraciones más largas y con más subordinadas, más juegos sonoros y rítmicos, referencias más difíciles de desentrañar, bastantes citas de otros autores que Freidemberg incluye en el texto sin recurrir a comillas o itálicas, a veces con modificaciones, así como referencias a poemas de otros autores (Borges, Gustavo Adolfo Bécquer, Vallejo, Rainer Maria Rilke, San Juan de la Cruz, Wallace Stevens, Garcilaso de la Vega), no como guiños para un público “cultivado” sino como componentes del mismo mundo espiritual del que forman parte las experiencias personales o los productos de la imaginación. Ya en Diario en la crisis habían aparecido así aludidos Almafuerte, Gardel y Lepera, Woody Allen y Blas Pascal, pero procedimientos de este tipo aparecerán aun más, y con más insistencia, en los dos libros que siguieron a Lo espeso real, sobre todo en el de 2007, En la resaca, que también reelabora poemas y temas de los libros anteriores de Freidemberg, a través de un procedimiento que Diego Bentivegna denominó “autocita”. Vinculado a éste, otro rasgo singular que aparece en Lo espeso real, aunque ya había asomado en cuatro poemas de Diario en la crisis, es la presencia de dos o más variantes de un mismo poema, o de versos o fragmentos o frases que se repiten en varios poemas, en cierto modo –como lo señaló alguna vez el autor– como un desafío o una burla al requisito de singularidad absoluta que suele exigírsele a cada texto, pero también estableciendo, de hecho, la posibilidad de cotejar las distintas variantes y establecer así un juego entre las lecturas, o de entrelazar entre sí los poemas.
Esto tiene que ver, para Bentivegna, con “la búsqueda de una poesía con la consciencia de su propia condición, de una escritura que se sostiene en la exhibición de sus procedimientos como forma de desnaturalizarse. Uno de esos procedimientos –que atraviesa por cierto toda la producción de Freidemberg, pero que se presenta con fuerza más palpable en los poemarios de su madurez (Lo espeso real, Cantos en la mañana vil)– es la autocita. Otro, en conexión con el anterior, es la repetición de versos que cifran en pocas palabras una concepción de la escritura como máquina de percibir (“Agradecido por el modo en / que se posa la luz”). Es, a menudo, una repetición que se expande de poema en poema, dentro de un mismo poemario, y que nos pone como lectores ante sintagmas desagregados, separables de los marcos oracionales que les sirven de soporte: sintagmas demarcados, que plasman trayectorias intratextuales y que, del mismo modo que las citas, desarman la idea de poema como forma cerrada y autosuficiente. Ambos procedimientos, cita y repetición, son maneras de hendir la palabra, de marcar el poema como un hueco, de sacarlo de su eje y volverlo otro. Así, se lo extraña. Se lo desnaturaliza, si se quiere, arrancándolo de una voz y de un tono, de erradicarlo de una respiración, para evidenciar, en cambio, su condición material de trozo escrito, para subrayar su condición marcada, que es también, si se lo piensa en relación con algunas de las más altas experiencias poéticas del siglo, su forma de cruzarse con lo real más que de expresarlo o representarlo.”
En cierto modo ese cruzarse con lo real, casi absteniéndose de expresarlo o representarlo pero sin dejar de tenerlo en cuenta, se radicaliza y alcanza un punto extremo en Cantos en la mañana vil, ya a partir de las primeras siete líneas: “No hay nada, sólo cosas.// No hay nada, las cosas tampoco.// Oír afuera un rodar de las cosas/ a la hora en que va a amanecer,/ oír un gasto que avanza.// Algo se ha roto o nunca estuvo, ¿era el alma?/ Cosas que ruedan, ahí afuera, no hay nada.” Ahí Fogwill, al escribir sobre ese libro, percibió una “metafísica atea”: “Cosas, cosas. Aunque sean cosas inexistentes, son lo único que se ve colgando desde el hang over contemporáneo. Se sabe cómo son las cosas,  cada una  con su función, su precio y su disfraz de objeto material, para humanos, y no por los humanos. Ninguna es  objeto de misterio, de terror, de hambre, ni de sed, y si pueden provocar un deseo de apropiación no despiertan acecho ni caza, sino un moderado espíritu de transacción: si descubro lo bueno, consulto el saldo de mi tarjeta de crédito y sonrío. Parecería que las cosas así no valen la pena, simplemente la acentúan. Es la pena de la muerte del alma.”
Sobre todo en la tercera y última parte de ese libro, Fogwill advertía “una polirritmia de heptasílabos, pentasílabos, endecasílabos partidos y simetrías interrumpidas para dar con toda la música que está al alcance de quien sólo cuenta con la pluma, el papel y su respiración doméstica y urbana. La música: hacer literatura para organizar el mundo, si no en sentidos, ahora que ya no queda nada, en maneras de organizar la nada.” “Si nombro la, si le/ doy nombre a la nada,/ hago literatura.”, dice uno de los últimos poemas, y en varios de los textos que siguen se repite esa última frase, y Fogwill lo destacaba: “’hago literatura’ enuncia un heptasílabo autorrefencial del poeta y crítico literario Freidemberg. Parecería una obviedad de La Boheme ("io sono un poeta..!") si no estuviese sostenida por esta crónica de un despertar a la mañana vil: ya no está el poeta para crear, cambiar, o interpretar las cosas, sino para sino para inventarse géneros, maneras de tolerar el mundo con todo su vacío, esa pared.”
Fernando Molle, a su vez, notó en Cantos un apartamiento de la tendencia poética que en la Argentina se conoció como “objetivismo” y a la que Freidemberg estuvo parcialmente vinculado durante los diecinueve años en los que integró el equipo de la revista Diario de Poesía: “Más concentrado y medular que sus obras anteriores, y por tanto más potente, Cantos en la mañana vil retoma la exploración de ‘la espesa selva de lo real’ pero de un modo menos elusivo. Esto obliga a Freidemberg a adoptar una forma más libre y despojada. Si bien algunas premisas del objetivismo —la síntesis entre pensamiento y percepción, y la vinculación entre materia y trascendencia— siguen marcando al autor de Diario en la crisis; en Cantos en la mañana vil hay un uso superador del objetivismo, casi ironizado. ‘No hay nada, sólo cosas./ No hay nada, las cosas tampoco’: los dos primeros versos del libro son una declaración de principios; el poeta ya no puede limitarse a describir un lavarropas con la ilusión de que ese decir le acredite alguna trascendencia. El problema es más difícil. Si el lenguaje se gastó, para seguir hablando habrá que hacerlo entre comillas. Freidemberg, en su libro más logrado, reformula su apuesta. Una apuesta que, lejos de morir en el altar del trascendentalismo en oferta de tanto poeta intrascendente, no renuncia a la profundidad ni a la búsqueda de una palabra que, de su precariedad, obtiene peso y consistencia.”
Otro rasgo en la poesía de este autor que se inicia en Cantos en la mañana vil lo describió así Fogwill: “es un poema hecho con un libro de poemas. Ha de haber criterios para asignarle género, pero no es algo suficientemente acordado. En mi lectura, se trataría de un libro compuesto por tres poemas extensos, pero como cada uno de los tres está dividido en números, piezas unitarias con una extensión no mayor que el espacio de una página, no faltará un lector que prefiera llamar ‘poemas’ a esos fragmentos, ni alguna antología que integre a alguno de esos fragmentos numerados como muestra de ‘poemas’ del autor.” A partir de ahí, Freidemberg no volverá a escribir poemas “sueltos”, sino, según él declaró, “series de poemas, o poemas largos compuestos por muchas unidades menores, que pueden ser poemas o no, y no por una elección sino porque no encuentro otro modo de hacerlo”. Así, En la resaca está compuesto por doce series, cada una con el nombre de un mes del año, pero los poemas o las partes de las series aparecen entreverados: “En una suerte de diario poético”, escribió Diego Colomba, “el libro entremezcla poemas —breves en su mayoría— que llevan el nombre de los meses del año. Esto permite dos recorridos de lectura. Uno, que facilita una primera aproximación a los textos, consiste en seguir a lo largo del libro los poemas de un mismo mes. De este modo, se hace más evidente el juego de reescritura que los poemas llevan adelante. En algunos casos, dicho juego supone una nueva disposición sintáctica de componentes léxicos utilizados desde el comienzo de cada serie; en otros, cambiar pocas palabras entre un poema y otro o focalizar la mirada en un detalle de un poema que dispara una nueva variación; a veces, implica la suma de datos nuevos a la escena inicial de una secuencia. El otro recorrido de lectura, más potente —y complejo a primera vista—, es el que propone el mismo orden de la obra, que entreteje las doce series de manera irregular hasta el final.”
Carlos Schilling apuntó a ese respecto: “La dicción entrecortada de Freidemberg, a la vez firme y tartamuda, parecida a la de Juan José Saer en El arte de narrar y comparable a una voz corroída por el humo, avanza a través de la larga serie de poemas, todos titulados con nombres de meses, y más que componer variaciones de distintos temas –la visita al padre enfermo, el paisaje marino del sur de la Argentina, las reflexiones sobre la poesía y el sentido del mundo– lo que hace es generar una materia verbal con densidad propia, freidembergiana, una materia que casi puede tocarse con los dedos para comprobar su consistencia.”
También en Cantos son muchas las citas tácitas: Paul Valery, Ungaretti, Dylan Thomas, T.S. Eliot (su frase “go, go”, es utilizada insistentemente en este y el siguiente libro de Freidemberg) y, otra vez, San Juan de la Cruz, que también será varias veces retomado en En la resaca, donde el procedimiento de la cita y la autocita es incrementado y exasperado, recurriendo, entre otros, a Ezra Pound, John Lennon, Jorge Manrique, Juan Gelman, César Aira, Raúl Scalabrini Ortiz, Alejandra Pizarnik, Leónidas Lamborghini, Pier Paolo Pasolini, Raúl González Tuñón, Charles Baudelaire, Dante Alighieri, entre otros, y, sobre todo, e insistentemente, en muchos poemas, Borges. Diego Colomba advirtió que “la obra insiste sobre una serie de motivos ya presentes en libros anteriores: basura en las calles, autos que pasan, el tránsito devenido fauna urbana, las diferentes manifestaciones sensibles de la lluvia, diálogos al borde de la catástrofe afectiva. Es así como ‘Mayo’, el primer poema del libro, retoma los versos con que se inician viejos poemas como ‘Lo espeso real’ y ‘La zona’. Cotejarlos permite entender algunas de las preceptivas poéticas de ‘En la resaca’: ‘¿La lírica?, eso que/ llaman «yo»,/ tomarlo/ y arrojarlo a los perros’. Freidemberg ha recuperado escenas ya compuestas y las ha despojado de lo que a la luz de su actual economía poética resultan expresiones altisonantes del yo, ha podado adjetivos redundantes, locuciones demasiado efusivas, pero sobre todo ha sometido a los textos a una fractura sintáctica que dota a su trabajo de una reconocida impronta saereana, obsesionada por la problemática relación entre las palabras y las cosas.”
Según Schilling, “la ilusión de una materia prima, todavía no afectada por cualidades ni cantidades, como quería Aristóteles, precursor de todo realismo, se traduce aquí en una especie de materia última, ya usada, ya gastada, ya despojada, inerte en el ciclo final de la entropía y, sin embargo, todavía, latente. Freidemberg lo dice así: ‘Enamorado para que/ no duela sin un buen motivo/ el deshacerse sin final/ de la materia restringida/ donde se estrella el corazón/ como las olas de una mar/ que viene y viene porque sí’. Lo que regresa en la resaca, lo que dejan las olas del mar o las metafóricas de la memoria, es la lección de su insistencia obstinada. ‘...Una/ y otra vez, el mundo/ se vuelve a fundar,/ una y otra vez, hay/ que, aunque no/ se pueda, nombrarlo’.”


Daniel Freidemberg (Resistencia (Chaco, 1945) Poeta, ensayista y periodista. En poesía ha publicado: Blues del que vuelve solo a casa (El Escarabajo de Oro, Buenos Aires, 1973), Diario en la crisis (Liros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1986, 2ª edición: 1990), Lo espeso real (Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1996), La sonatita que haga fondo al caos (antología personal, RIL Ediciones, Santiago de Chile, 1998), Cantos en la mañana vil (Paradiso, Buenos Aires, 2001), Noviembre (plaquette, Zorra Poesía, Buenos Aires, 2006), En la resaca (Paradiso, Buenos Aires, 2007, 2° edición, coedición entre Paradiso y el Ministerio de Educación de la República Argentina, Buenos Aires, 2014), Sonidos de una fiesta ajena (antología personal, Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2012). Poemas suyos integran numerosas antologías de poesía argentina o latinoamericana publicadas en Buenos Aires, México, Madrid, París, Barcelona, Santiago de Chile, Sao Paulo, La Paz, La Habana, Caracas y Ginebra.
Ensayo y crítica: La poesía del 50 (Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1982), La palabra a prueba (Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, 1993) y Cómo se escribe un poema (en coautoría con Edgardo Russo, El Ateneo, Buenos Aires, 1994). Compiló y publicó una veintena de antologías de poesía y es autor de ensayos introductorios para una decena y media de libros, además de las mencionadas antologías. Ensayos suyos sobre temas literarios fueron incluidos en catorce  libros, entre ellos Atípicos en la Literatura Latinoamericana (1996), La irrupción de la crítica (1999), Argentina Fin de Siglo (2002), Literatura argentina. Identidad y globalización (2005), Por Tuñón (2005), Tres décadas de poesía argentina (2006), Fogwill. Literatura de provocación (2011) y Neobarroco y otras especies (2012).
En 1986 integró el grupo fundador de la publicación trimestral Diario de Poesía, de cuyo Consejo de Dirección formó parte hasta su desvinculación, en 2005. Desde 1981viene desarrollando una vasta producción crítica en revistas y suplementos culturales de la Argentina. En 2014 recibió el premio La Rosa de Cobre que la Biblioteca Nacional de la Argentina otorga a la trayectoria poética.







jueves, 17 de octubre de 2019

Esteban Moore: Soldados y religiosos poetas en el proceso revolucionario de la independencia





En 2016 conmemoramos los argentinos el Bicentenario de la Declaración de la Independencia, sancionada y firmada por los diputados reunidos en la ciudad de San Miguel de Tucumán, el 9 de julio de 1816. Las circunstancias en las que debieron sesionar fueron azarosa y categóricamente adversas. 
Las tropas de Fernando VII, nuevamente en el trono desde 1814,  habían logrado sofocar los distintos intentos revolucionarios en Nueva Granada y Venezuela, Simón Bolívar  se hallaba exilado en Jamaica bajo la protección de la corona británica  y en el Alto Perú el ejercito patriota había sido derrotado en Sipe Sipe (noviembre de 1815).  Jornadas particularmente difíciles. Los habitantes de la incipiente república vivían un presente cargado de oscuros presagios en el que aún nadie estaba en condiciones de  predecir los resultados de la guerra que se libraba con España, que hacia comienzos de 1816, había recuperado el dominio de sus colonias en América del Sur, salvo los territorios  de la Argentina, Uruguay y Paraguay.
No obstante, los integrantes del “pueblo independiente de América del Sur” —así lo denominó Simón Bolívar en 1816[1] — no abandonaron sus sueños y esperanzas. Hombres y mujeres que “…con la espada, con la pluma y la palabra”[2] salvaron “La libertad naciente / de medio continente.”[3]
La espada, nadie puede dudarlo, fue la encargada de doblegar  a los ejércitos invasores, pero ésta no habría logrado su cometido sin el auxilio de la pluma y la palabra que difundieron las nuevas  ideas, las que en barbecho desde antes de la Semana de Mayo, en nocturnas reuniones conspirativas,  cuidadosamente fueron templando y afilando el acicalado acero.
 En estos encuentros se debatirían también los textos  de autores divulgados por la Enciclopedia (1751) como Diderot, d’Alembert, Voltaire y Rousseau, autor  este último de El contrato social (1762) que fue traducido por Mariano Moreno y publicado en La Gaceta  (1810). La traducción en aquellos tiempos tuvo un papel relevante en el campo del pensamiento. Manuel Belgrano, traductor, entre otros autores,  de François Quesnay  (Máximas generales del gobierno de un reyno agricultor, 1794) y de Benjamin Constant  (Bosquejo de Constitución, 1814); manifiesta  en el prólogo a su versión de la  Despedida de Washington al pueblo de los Estados-Unidos (1796), dada a conocer en 1813: “El ardiente deseo que tengo de que mis conciudadanos se apoderen de las verdaderas ideas que deben abrigar si aman la patria y si desean su prosperidad bajo bases sólidas y permanentes me ha empeñado a emprender esta traducción en medio de mis graves ocupaciones”.
En lo que concierne a la literatura la traducción tuvo  un protagonismo central en el desarrollo de nuestra tradición literaria. Entre aquellos que la ejercieron no podemos olvidar al  poeta  y periodista argentino José Antonio Miralla (Córdoba, 1790-Puebla de los Ángeles, México,  1825), revolucionario que a partir de su estancia en Lima, Perú (1812), ciudad de la que fue expulsado por su ideario liberal, vivió en Colombia, Venezuela y Cuba.  En La Habana fue  uno de los fundadores del periódico Argos con el firme propósito de contribuir a la liberación de  Cuba –su obsesión–  y los territorios del Caribe de la dominación española. Miralla fue  “… uno de los valores más serios  del período revolucionario. Dueño de una sólida cultura adquirida irregularmente, según se lo permitió su vida de vagabundo y luchador, había estudiado además de las disciplinas teológicas seguidas en Córdoba en su adolescencia, y de la medicina estudiada en Lima, jurisprudencia, matemáticas e idiomas, hablando y escribiendo con corrección varias  lenguas…”.[4]  Sus traducciones del francés, italiano e inglés,  fueron un claro acto de apropiación, introduciendo nuevas y renovadas formas poéticas en nuestra lengua. Particularmente el espíritu de síntesis y la elegancia formal de poetas ingleses y franceses de su época, enriqueciendo la producción de los autores locales, en un momento en que ya  primaba la necesidad de constituir una literatura de perfiles propios, una que no rechazara los aportes e influencias  de variado origen. 
Si debemos atenernos a un orden cronológico, es indudable que los poetas  y escritores de la Independencia hicieron su aparición en nuestro  panorama cultural a partir de las invasiones inglesas a la región del Río de la Plata. En noviembre de  1807,  luego de la rendición en Buenos Aires de las fuerzas británicas comandadas por el teniente general John Whitelocke, Vicente López y Planes, que en aquella ocasión como capitán del Regimiento de Patricios empuño la espada en  defensa de la ciudad,  escribió El triunfo argentino que subtituló ‘poema heroico’. En este texto que lleva un epígrafe del autor de La Eneida y fue dedicado a Santiago Liniers y Bremond, gobernador y capitán general de las Provincias del Río de la Plata, el autor celebra la gesta y el valor de las tropas porteñas y la  composición de las mismas:        


Buenos Aires os muestra allí sus hijos:
allí está el  labrador, allí el letrado,
el comerciante, el artesano, el niño,
el moreno y el pardo; aquestos solo
ese ejército forman tan lúcido.
Todo es obra, Señor, de un sacro fuego,
que del trémulo anciano al parvulillo
corriendo en torno vuestro pueblo todo
lo ha en ejército heroico convertido.

(Fragmento)[5]

Estas líneas destacan una de las características esenciales  de las fuerzas  que con osadía y valor obtuvieron una indudable victoria sobre las tropas profesionales de una de las potencias imperiales de la época: aquellos que las integraban provenían de todos los sectores de la sociedad.  Hombres que luego de las acciones bélicas de julio de 1807, comenzaron a imaginar las posibilidades de su poder y la confianza en sus propias fuerzas.  Si bien el gentilicio “argentino” y la palabra “patria” se destacan en el poema, no se puede obviar que el mismo fue dedicado a la máxima autoridad en representación de la corona  española en la ciudad en esos días. No se advierte en sus versos animosidad alguna hacia España. Sin embargo, pocos años después López y Planes adoptaría una posición muy distinta y beligerante  en su  Marcha Patriótica (1812)  que habría de convertirse en nuestro Himno Nacional (1813). En ella califica  a los integrantes de las fuerzas españolas  de ‘fieras’ y ‘tigres sedientos de sangre’:

Marcha Patriótica

Sean eternos los laureles
que supimos conseguir: 
coronados de gloria vivamos,
o juremos con gloria morir. 

¡Oid, mortales!, el grito sagrado:
¡libertad!, ¡libertad!, ¡libertad!
Oíd el ruido de rotas cadenas
ved en trono a la noble igualdad.
Se levanta en la faz de la tierra
una nueva gloriosa nación.
Coronada su cien de laureles,
y a sus plantas rendido un león.

Sean eternos los laureles, etc.
 
De los nuevos campeones los rostros
Marte mismo parece animar. 
La grandeza se anida en sus pechos
a su marcha todo hacen temblar.
Se conmueven del Inca las tumbas,
y en sus huesos revive el ardor,
Lo que vé renovando a sus hijos
de la Patria el antiguo esplendor. 

Sean eternos los laureles, etc.

Pero sierras y muros se sienten
retumbar con horrible fragor. (bis)
Todo el país se conturba por gritos
de venganza, de guerra, y furor.
En los fieros tiranos la envidia
escupió su pestífera hiel. 
Su estandarte sangriento levantan
provocando a la lid más cruel. 

Sean eternos los laureles, etc.

¿No los veis sobre México y Quito
arrojarse con saña tenaz? (bis)
¿Y cuál lloran, bañados en sangre
Potosí, Cochabamba, y La Paz?
¿No los veis sobre el triste Caracas
luto, y llanto, y muerte esparcir?
¿No los veis devorando cual fieras
todo pueblo que logran rendir?

Sean eternos los laureles, etc.

A vosotros se atreve argentinos
el orgullo del vil invasor.
Vuestros campos ya pisa contando
tantas glorias hollar vencedor.
Mas los bravos que unidos juraron
su feliz libertad sostener
a estos tigres sedientos de sangre
fuertes pechos sabrán oponer.

Sean eternos los laureles, etc.

El valiente argentino a las armas
corre ardiendo con brío y valor:
El clarín de la guerra, cual trueno
en los campos del Sud resonó.
Buenos Ayres se pone a la frente
de los pueblos de  la ínclita unión.
Y con brazos robustos desgarran
al ibérico altivo león.

Sean eternos los laureles, etc.


San José, San Lorenzo, Suipacha,
ambas Piedras, Salta, y Tucumán,
la colonia y las mismas murallas
del tirano en la banda Oriental.
Son letreros eternos que dicen:
aquí el brazo argentino triunfó;
aquí el fiero opresor de la Patria
su cerviz orgullosa dobló.

 Sean eternos los laureles, etc.

La victoria al guerrero argentino
con sus alas brillantes cubrió.
Y azorado a su vista el tirano
con infamia a la fuga se dio.
Sus banderas, sus armas, se rinden
por trofeos a la libertad.
Y sobre alas de gloria alza el pueblo
trono digno a su gran majestad.

Sean eternos los laureles, etc.

Desde un polo hasta el otro resuena
de la fama el sonoro clarín.
Y de América el nombre enseñando
Les repite, mortales, oíd:
Ya su trono dignísimo abrieron
las Provincias Unidas del Sud.
Y los libres del mundo responden
al gran pueblo argentino salud.

Sean eternos los laureles, etc.[6]
V. López y Planes


Las creaciones poéticas antes de ser impresas en hojas sueltas, folletos o libros eran leídas por sus autores, los considerados cultos lo hacían en reuniones sociales en las residencias  de familias influyentes, los de raigambre popular lo hacían en los vivaques o campamentos militares. Tal es el caso de Bartolomé Hidalgo que nació de padres argentinos en Montevideo (1788) y falleció en Morón, provincia de Buenos Aires (1822).  Él es el  primer poeta culto, coplista, guitarrero y cronista en verso,  que adopta el lenguaje y los temas populares, por ello se lo considera  uno de los fundadores de la poesía gauchesca. Sarmiento lo destaca como “el creador del género gauchipolítico”.  Martiniano Leguizamón en una temprana recopilación de su producción lo define como “el primer poeta criollo del Río de la Plata.”
Durante las invasiones inglesas  combate en la batalla Del Cardal en las afueras de Montevideo  y años más tarde participaría del  Éxodo del Pueblo Oriental bajo las órdenes del general José Gervasio de Artigas.  Es en este período que comienza a escribir sus Cielitos de intenciones épico-líricas, batalladores, para entretener y levantarle  el ánimo a las tropas y milicias en la campaña y luego durante el segundo Sitio de Montevideo, donde estos se cantaban frente a los muros de la ciudad sitiada. Defendió las ideas independistas a ambas márgenes del Plata y, en 1811,  las autoridades en Buenos Aires por su actuación lo homenajean declarándolo ‘ciudadano Benemérito de la Patria’. En 1818 decidió radicarse  en Buenos Aires donde continuó sosteniendo la causa de la emancipación. En esta ciudad da a conocer  varios trabajos, entre ellos, su Dialogo entre dos paisanos — Jacinto Chano y Ramón Contreras— que reunidos en San Miguel del Monte,  provincia de Buenos Aires,  comentan la situación política y los resultados de la revolución en  sus primeros años.  Su obra  lo emparenta con quienes serían sus sucesores Hilario Ascasubi, José Hernández y Estanislao del Campo, entre otros;  Jorge Luis Borges y Pedro Henríquez Ureña destacan  su labor en una antología fundamental de la literatura argentina.[7]
Manuel Mujica Láinez[8], nos deja  en 1960 una acertada descripción del panorama poético de aquella época: “El pueblo quiso expresar su ansia de independencia, su afán de llegar a la mayoría de edad. En los salones los caballeros lo tradujeron con la académica majestad de odas y de himnos, sin abundar los trapos fastuosos. Pero bajo  las enramadas la canción de esperanza tuvo que ser distinta. Unos y otros decían en realidad lo  mismo, aunque con vocablos diversos. Hoy, a un siglo y medio de distancia, vemos avanzar el séquito de los poetas revolucionarios, de los enlevitados portaliras que  corona el laurel, como una ceremoniosa procesión. Con ella  se enlazan y enredan fraternalmente los guitarreros de ojos aindiados y mugriento chiripá.” Composiciones populares y fundacionales que el tiempo se encargaría de rescatar, como el ‘Cielito de la independencia’, y otros en los que nos refiere sus deseos, esperanzas en el amanecer de la libertad, la paz y la unión solidaria del plata.







          “Cielo, cielito y más cielo,
cielito, siempre cantad
que la alegría es del cielo,
del cielo de la libertad.
……..

Cielito, cielo festivo,
cielo de la libertad,
jurando la independencia
no somos esclavos ya.
……..

Cielito, cielo dichoso,
cielo del Americano,
que el cielo hermoso del Sur
es cielo más estrellado.
………

Cielito, cielo y más cielo,
cielo del corazón,
que el cielo nos da la paz
y el  cielo nos dala  Unión.

(Fragmentos)[9]

Juan María Gutiérrez (1809-1878)  —“…el más completo hombre de letras que hasta ahora ha producido aquella parte del nuevo Continente.”, según Marcelino Menéndez y Pelayo[10]— sostiene en su artículo,  ‘La literatura de mayo’ : “Bien recompensado será quién se acerque curioso a los orígenes de nuestra literatura nacional y contemple el hilo de agua que surge de la pequeña fuente, convirtiéndose en río caudaloso a medida que la sociedad se organiza bajo formas libres y que la multitud se transforma en pueblo […] Nuestros poetas han sido los sacerdotes de la creencia de Mayo.”[11]
El 15 de noviembre de 1810 la Gaceta  da a conocer en sus páginas  Marcha patriótica, el que es considerado el primer poema cuyo fin fue el de incitar los sentimientos revolucionarios de la población.  Su autor, el soldado,  poeta y pianista aficionado, Esteban de Luca,  lo compuso como una pieza destinada al canto y desde sus primeros versos pueden apreciarse con claridad sus intenciones:

La América toda
se conmueve al fin,
y a sus caros hijos
convoca a la lid;
a la lid tremenda.
Que va a destruir,
a cuantos tiranos
la osan oprimir. [12]

(Fragmento)

Durante las invasiones inglesas  tuvo una  activa participación en la defensa de la ciudad, por su valor y temple frente al enemigo fue nombrado subteniente de bandera del Regimiento III de Patricios.  Posteriormente en 1816, fue designado director de la Fábrica de Armas del Estado.  El lugar y la importancia de Esteban de Luca en la sociedad y luchas de su tiempo pueden deducirse de una carta que el 3 de abril de 1822, el general José de San Martín, le envió desde Lima: “Compañero y paisano apreciable: No es esta la primera vez que Ud. me favorece con sus  poemas inimitables: no atribuya a mi moderación esta exposición, pero puedo asegurarle que los sucesos que han coronado esta campaña no son debido a mis talentos (conozco bien la esfera de ellos), pero sí a la decisión de los pueblos por su libertad y al corazón del ejército que mandaba: con esta especie de soldados cualquiera podía emprenderlo todo con suceso.  Quedo celebrando esta ocasión que me proporciona manifestar a Ud. mi reconocimiento, y asegurarle es y será su muy afectísimo paisano y amigo.”[13] En mayo de 1824, regresando de una misión diplomática a la corte del Brasil, el barco que lo transportaba naufragó durante una tormenta en aguas del Río de la Plata. El autor de La martiniana, poema dedicado a la gloria de las armas de la revolución, murió ahogado en las oscuras aguas y su cuerpo nunca fue recuperado.
Poetas  que empuñaron las armas,  soldados que atendieron el llamado de Erato y Calíope, frailes y presbíteros que brindaron apoyo espiritual a los patriotas en los campos de batalla; asociados en la difusión de  los ideales libertarios  y participando activamente en la gestación de la futura república.
Entre ellos se destacan Pantaleón Rivarola (1754-1821),  profesor de filosofía, capellán militar y poeta.  José Agustín Molina (1773-1838), religioso que  ocupó importantes funciones en la iglesia, nos brinda  en su poema La jornada del Maypo, prueba de su compromiso personal con los ideales de mayo.

 “Las armas de mi patria alegre canto,
  sus combates, sus triunfos sus victorias,
  sus esfuerzos, su celo ardiente y santo 
  por romper las cadenas vejatorias,
  que la han ajado y oprimido tanto.”  [14] 

(Fragmento)

 Desde los primeros días de la revolución otro de los clérigos que defendió con fervor las ideas independistas fue fray Cayetano José Rodríguez (1761-1823), profesor de teología y filosofía en el convento de San Francisco, poeta y periodista. Fue amigo de Mariano Moreno y dirigió la Biblioteca Pública de Buenos Aires –actual Biblioteca Nacional-  fundada por aquel. Su  Canción patriótica en celebración del Veinticinco de Mayo de 1812 es muy directa al respecto:

“A las armas corramos, ciudadanos.
 Escúchese el bronce y óigase  el tambor.
 convocando a la lid generosa
 a nuestros hermanos en alegre reunión.
…..
Tomad pues el fusil, ceñid la espada, 
argentinos leales y valientes, 
quede la libertad asegurada.” [15]

(Fragmentos)

Entre estos hombres de la iglesia que se dedicaron a las letras y el periodismo se destaca Francisco de Paula Castañeda (1766-1832), miembro de la orden franciscana, profesor de teología en el convento de la Recoleta donde fundó una escuela de artes y oficios.   Ramón Díaz incluye varias de sus composiciones en La lira argentina,[16] entre ellas su Romance endecasílabo, que lleva la siguiente nota introductoria: “Cantado en el pago del Pilar, por un mozo aseado que punteaba perfectamente la guitarra, tenía buena voz y se producía con suma gracia.” Palabras que adelantan el tono  festivo, celebratorio, que adoptará el poema para narrar las proezas y victorias de los ejércitos patrios en  América del Sur. El primer sexteto,  describe los gestos propios del  cantor popular: 






           “Junto a un ombú morrudo y sauce tierno
de mi guitarra  templo el instrumento,
y aunque me apura el frío del hibierno
con agua sacra ordeno ya mi acento:
yo canto en melodías a lo vivo
la patria orlada de laurel y olivo.”

(Fragmento)

Castañeda explica en el segundo sexteto, el por qué de la elección de un metro ajeno a la poesía popular en el Río de la Plata: 

“Canto a la patria en verso nunca oído 
 en Chascomús, ni en toda la frontera, 
donde la copla corta siempre ha sido, 
porque  nos traían siempre de carrera:
 pero aflojaron ya los maturrangos …”[17] 

(Fragmento)


Refiriendo que al momento de publicar este texto (mayo, 1820) ya las fuerzas españolas “aflojaron”, estaban en retirada y que el hombre de letras podía dedicarle más tiempo y trabajo a los productos de su imaginación. Sin embargo, él apelará para difundir sus ideas en las luchas políticas de la época a medidas más breves (heptasílabos, hexasílabos, octosílabos) de uso común en la poesía popular. Él sabía utilizar las formas métricas con eficacia y su pluma venenosa era proclive a la creación de ingeniosos juegos de palabras para referirse a sus opositores. De los teros (Teru-teru), ave que hace del engaño su defensa, pone sus  huevos en un sitio y canta en otro, deriva el término “teruleque” para referirse a los indignos, que a pesar de la palabra dada,  cambian de cabalgadura en medio del río.  A los que hacen carrera destruyendo las glorias que no le pertenecen los bautiza “anchopitecos”, término que según Bernardo Canal Feijóo  se compone de  la contracción de la palabra quechua anchui (retírate) y de piteco (mono), significando: “retírate mono”. Los “anchopitecos” dice el propio autor son aquellos que: “desean que toda autoridad caduque, porque solo así pueden parecer autoridad; si son militares, se llenan de envidia contra los que han hecho algo, y con el ¡Ay! ¡Ay!, solfeando, rebajan el mérito para tener ese mérito; si son diplomáticos, ¡Ay! ¡Ay!, para que  les toque el turno aunque todo lo lleve el diablo; si son tinterillos, ¡Ay! ¡Ay!, para acomodarse en una secretaría, en la dirección de un teatro o en el teatro de alguna imprenta, aunque el público reniegue y se ahorque de rabia.”[18]

 “Chimungo no parece
terule – terule- teruleque
 después de corrido,
 y muchos aseguran 
terule – terule- teruleque
 que estaba en su nido”

 y,

Yo como buen mostrenco
 ancho, anchopi, anchopiteco
destino los chimingos
 a palenque y palenco
 ancho, anchopi, anchopiteco
 porque son muy lulingos.”[19]  

(Fragmentos)

Entre las espadas que adoptaron la pluma para pregonar su compromiso con el proceso revolucionario e independista no podemos dejar de mencionar a Juan Crisóstomo Lafinur (1797-1824)  y a Juan Ramón Rojas (1784-1824). El primero de ellos participó  en las campañas del ejército del Norte y luego ejerció la docencia en Buenos Aires, donde dictó las clases de filosofía en el Colegio de la Unión del Sur, cargo que debió  abandonar debido  a su ideología liberal. Se trasladó luego a Mendoza y posteriormente a Chile donde murió. Es el autor de la oración fúnebre que en la catedral de Buenos Aires leyó Valentín Gómez en las exequias del general Manuel Belgrano, cuyas líneas finales vibran con intensidad: 

“Viva en nosotros tu oración sagrada
 como el fuego de Vesta; orgullo sea 
de las divinas letras; pesadumbre  
de los tiranos; ornamento digno
de la patria; que al héroe honra mil veces,
más que mármoles, bronces y cipreses.” [20]

(Fragmento)


Juan Ramón Rojas estudió en el Colegio de San Carlos y  participó en la defensa de Buenos Aires (1806), integró el cuerpo de Patricios en el sitio de Montevideo y luego fue trasladado al regimiento de granaderos a caballo, creado por el general San Martín. En la derrota  de Sipe-Sipe, comandó un escuadrón de dicho regimiento, al frente del cual cargó varias veces contra el enemigo intentando infructuosamente  detener su avance demoledor.
A su regreso a Buenos Aires se dedicó al comercio y las letras. Aquí mantuvo una estrecha relación con los poetas  Esteban de Luca, Juan Cruz Varela y Bartolomé Hidalgo. Asimismo,  fue uno de los fundadores de la Sociedad del Buen Gusto en el Teatro, organización que a través de este medio se proponía difundir las reformas sociales. Defendió con entusiasmo la revolución y fue un apólogo del ideario de mayo y de la actuación de Mariano Moreno. De los acontecimientos revolucionarios, de los grandes hechos de la guerra de la independencia, nos ha dejado en sus odas guerreras vívidas imágenes y páginas ilustrativas acerca del sacrificio y valor de aquellos hombres que participaron de aquella  epopeya. 
José E. Rodó conjetura que es Buenos Aires la que: “…mantiene con sus tribunos, con sus publicistas, con sus poetas, la propaganda, el nervio de la revolución.”[21] El centro urbano donde  confluirían patriotas procedentes de distintos puntos del país y América para continuar el proyecto de los hombres de mayo. Entre ellos el cubano Antonio José Valdés (1780-ca 1833),  docente, editor y poeta, quien residió en esta ciudad entre (ca 1814-1817), donde ejerció el periodismo, animado por el impulso de independizar toda la América de la “nación hispana”.[22]
La obra de estos poetas, escritores y traductores que actuaron en aquellos tiempos épicos, fundacionales, es la piedra basal sobre la cual se erige “una nueva cultura, unas nuevas costumbres, nuevos usos y nuevos giros expresivos…”.[23]      
     
Hilario Ascasubi



[1] José Luis Busaniche, Historia argentina, n.pág.382, Taurus, Buenos Aires, 2005.
[2] Leopoldo Corretjer (Barcelona, España, 1862-Buenos Aires, 1941), Himno a Sarmiento.
[3] Carlos Javier Benielli (Mendoza-1878- Buenos Aires, 1934), Marcha de San Lorenzo, ca 1902.
[4] Fermín Estrella Gutierrez y Emilio Suárez Calimano, Historia de la literatura americana y argentina, Kapeluz, Buenos Aires, 1940.
[5] La lira Argentina ,colección de piezas poética, dadas a luz en Bs As durante la Guerra de Independencia, Edición crítica, José Luis Barcia, Academia Argentina de Letras, Bs As, 1983.
[6] La Lira Argentina, op. cit., pag. 4.
[7] Jorge Luis Borges, Pedro Henríquez Ureña, Antología clásica de la literatura argentina, Buenos Aires, 1937.
[8] Manuel Mujica Láinez, Bartolomé Hidalgo, Los porteños, Elefante Blanco, Buenos Aires, 1998.
[9] J.L. Lanuza, Coplas y cantares,  Emecé ,1952-M.M.Láinez, Los Porteños, Elefante Blanco, Bs As, 1998.
[10] M. Menéndez y Pelayo, Historia de la poesía argentina y uruguaya,  Buenos Aires, 1943.
 [11] Juan María Gutiérrez, Historia y crítica, Biblioteca Ayacucho,  Caracas, Venezuela, 2004.
[12] La Lira Argentina, op. cit., pag. 4.
[13] Olga  Fernández Latour de Botas, Esteban de Luca,  Revolución en el Plata, Emecé, Buenos Aires, 2010.
[14] La Lira Argentina, op. cit., pag. 4.
[15] La Lira Argentina, op. cit., pag. 4.
[16] La Lira Argentina, op. cit., pag. 4..
[17]  Godos, españoles.
[18]  Francisco de Paula Castañeda, en El despertador  teofilantrópico, Buenos Aires, 1820.
[19]  La Lira Argentina, op. cit., pag. 4.
[20]  La Lira Argentina, op. cit., pag. 4.
[21] José E. Rodó, La tradición intelectual argentina, El mirador de Próspero, Barreiro y Ramos, Mvd, 1958.
[22] Op. cit. nota 5.
[23] Juan G. Guillermo Gómez García, en De la poesía y elocuencia de las tribus de América, J.M. Gutierréz, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2006.