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jueves, 1 de julio de 2010
Luis Benítez: Partes Mínimas 1,2, dos movimientos de la poética de Esteban Moore
Partes Mínimas, 102 pgs., Alción Editora,
Córdoba 2006.
“No hay Dios / ni hijo de Dios/ sin desarrollo”
César Vallejo
En el panorama poético argentino actual, algunas obras de la generación del 80 han decantado y ya exhiben un sello que les es propio, reconocible. Se trata de una madurez necesaria, tanto para los autores que han llegado a ella como para el mismo corpus de la producción local. Entre ellas, se destacan los alcances de la obra poética de Esteban Moore, algunos de cuyos detalles intentamos reseñar aquí, a partir de la reciente publicación en Argentina de su poemario Partes Mínimas 1,2.
En la obra de un poeta es dable observar el germinar de sus núcleos de sentido, generalmente apenas esbozados en sus primeras publicaciones y los tropiezos y aciertos que arrostra al intentar dar cuenta de ellos posteriormente, al tiempo que afianza sus destrezas en el manejo de los recursos lingüísticos que lo llevarán al logro o el fracaso en la complicada tarea de obtener para sí una voz propia, distinguible del conjunto. Una voz que se va a destacar no sólo por la originalidad de esos núcleos de sentido o por la singularidad de su tratamiento, sino también –y no es esto lo menos importante- por su grado de aporte a la tradición poética. Significativamente, este aporte se caracteriza por la ganancia, para el género, de nuevos territorios. Podemos afirmar que un poeta es tal, ampliando lo antedicho, por su capacidad capital de integrar a los dominios de la poesía porciones virtualizadas de la realidad, no como representación, sino como traducción a los códigos poéticos de la representación imposible de esas porciones de lo real, inalcanzables en sí mismas, pero apropiables si el poeta alcanza a cambiar su naturaleza y, despojándolas de su condición, logra transformarlas en secciones del cuerpo mismo de su poética. Esto se entiende mejor si pensamos en los alcances del aporte, por ejemplo, de Cesare Pavese, quien se apropia de los elementos reales de la Italia norteña, aun campesina a mediados del siglo pasado, y transforma las relaciones conflictivas entre sus tipos humanos, la simbología del paisaje, el agón del que participan los habitantes rurales enfrentados a la industrialización creciente (lo ancestral versus el futuro insoslayable) y vuelve a todo ese conjunto de significados parte de su misma poética, despojándolo claramente de su naturaleza anterior.
Es un trabajo arduo, sin duda, que nos recuerda la célebre declaración de Thomas S. Eliot: “No hay facilidades en el verso libre para el muchacho trabajador”.
Examinar, siguiera sucintamente, cómo procede un poeta para concretar este señalado trabajo, es en mi opinión no sólo apasionante, sino además absolutamente necesario.
Puntualmente, lo que veremos aquí es cómo arriba a este logro uno de los poetas más originales que han dado las últimas décadas en Argentina, autor del poemario Partes Mínimas 1,2, publicado hace unos pocos meses en este país.
Se trata de Esteban Moore, nacido en Lobos, Provincia de Buenos Aires, en 1952. Aunque todavía es relativamente joven, su obra acusa una madurez lingüística y conceptual que lo destaca en el conjunto de los autores emergentes de la generación de 1980, numerosa e innovadora, caracterizada por la variedad de tópicas abordadas y por la variedad de discursos empleados para dar cuenta del fenómeno poético. En este conjunto, la obra mooreana cubre un espectro amplio que inclusive atraviesa algunos de los territorios abordados por varios de los colegas generacionales de su autor y aporta un cuerpo textual nítido y sólido, fácilmente reconocible en el conjunto. Una obra que, como ya apuntara el notable poeta argentino Joaquín Osvaldo Giannuzzi en la contratapa del volumen “Poemas 1982-1987” de Moore, editado en 1988 y que compila sus tres primeros poemarios, “nos permite obtener una visión a la vez ordenada y global de una obra poética de particular e intensa significación en el actual panorama lírico argentino”.
Desde luego, como señala el acápite de César Vallejo que encabeza este artículo, este proceso se produce necesariamente en sucesivas etapas, las que podemos examinar ahora con la necesaria objetividad que nos proporciona la distancia temporal trazada desde su formalización impresa.
1er. movimiento: El juego del adentro y el afuera
En los primeros poemarios de Esteban Moore, La Noche en Llamas (1982), Providencia terrenal (1983) y Con Bogey en Casablanca (1987), advertimos un desarrollo paulatino de aquellos elementos que conducen al poeta a establecer un puente entre su interioridad y el entorno virtualizado por su expresión poética. Este desarrollo alcanza su manifestación plena –dentro de la primera etapa de la producción de Moore- en Con Bogey en Casablanca, donde el autor avanza en el empleo de elementos propios de la lengua coloquial urbana. La ciudad es, en efecto, la escenografía directa donde Moore maneja el juego de claroscuros que se activan en el libro de referencia. La ciudad se construye en esta etapa de la obra mooreana como un ámbito bifronte, pues resulta tanto refugio para las criaturas que la habitan como área de conflictos múltiples. Estos conflictos, tienen, a su vez, otro desdoblamiento, ya que se establecen tanto entre los habitantes en interrelación mutua como en el choque de cada singularidad y el ámbito ciudadano. Otro elemento característico de la etapa abordada a través de Con Bogey en Casablanca es el de la interrelación entre el devenir colectivo y el de las individualidades notorias, tales como los iconos culturales pregnantes Carlos Gardel, Domingo Faustino Sarmiento, Jorge Luis Borges y José Hernández, lo que consolida la relación de la obra con la corriente literaria argentina que intenta incorporar aspectos de la historia local a la poesía. Sin embargo, lejos está Esteban Moore de caer en el defecto formal y también conceptual de establecer la presencia de esos iconos como si su sola mención bastara para edificar el puente historia/poética, en cuyo caso –no por notorio menos reiterado- el personaje nombrado y fuertemente pregnante en su contexto primario, permanece ajeno a los juegos propios de la poética, como elemento sin digerir, como espécimen de otro orden, es decir, no involucrado por la virtualización que establece el discurso poético. En Moore, a partir precisamente de Con Bogey en Casablanca, surge el efectivo apropiamiento de los iconos culturales pregnantes a través de un mecanismo que posibilita al autor sumir al icono en su poética y apropiarse de sus cualidades, necesarias para el juego entre los contextos que desea y efectivamente logra establecer. El resultado, por demás interesante, es que el lector puede asistir a un doble juego de espejos, donde el icono cultural pregnante se refleja en la poética mooreana desde su ubicación primaria, fuera de esa poética –y permanece allí, visible para el lector- mientras que “le presta su discurso” a esa poética, o mejor dicho, contribuye a la ilusión bien lograda por el autor de que el icono se expresa desde ella siendo una parte de ésta.
En esta etapa existe otro elemento muy interesante que se agrega a lo ya reseñado, y es la apropiación –desarrollada con la misma intensidad que en los casos de Sarmiento, Hernández, Gardel o Borges- que realiza Moore de los iconos culturales pregnantes propios de otros contextos, como lo son Humphrey Bogart o el poeta lakista William Wordsworth. El siguiente paso, durante la escritura de Con Bogey en Casablanca, era inevitable y Moore lo da, a sabiendas: conectar a través de su discurso poético ambos órdenes icónicos, que conviven en la escenografía virtual de una ciudad donde el tango y el hot jazz cruzan y entrecruzan sus compases. Una poética que no intertextualiza definitivamente, sino que se apropia de los iconos culturales pregnantes, los virtualiza y habla a través de ellos.
2do. movimiento: las geografías parlantes
En esas obras iniciales y luego también en “Tiempos que van”, de 1994, “Instantáneas de fin de siglo” y “Partes mínimas y otros poemas”, ambas entregas estas, publicadas en 1999, demostraba Moore que era capaz de abarcar la herencia poética europea y apropiarse de los elementos necesarios para enriquecer su decir, no limitándose a aquellas construcciones provenientes de nuestra propia lengua, sino también pudiendo establecer un nexo de intercambio con las poéticas escritas en otros idiomas que el español. Es preciso para ello, como todos sabemos, ser capaz de penetrar en los códigos referenciales y las médulas de significado de culturas que se diferencian, por esos mismos elementos, de la nuestra, y una vez más, lograr conectarse con las correspondencias entre culturas. Esto es, comprender qué contienen las corrientes culturales y diferenciar qué le corresponde a la poesía y qué no, luego elegir de entre lo que le corresponde a la poesía aquellas porciones que le corresponden a nuestra propia poética o le pudieran corresponder, cuál es el ensamble perfecto del elemento nuevo con los que ya tenemos en nuestro haber.
En este sentido, Esteban Moore es dentro de la generación poética de 1980 el gran ordenador, el poeta que muestra las correspondencias de sentido entre nuestro trabajo con el género y lo que hacen en otras latitudes.
Del mismo modo, se maneja con extrema habilidad con aquellos aportes poéticos que vienen del tratamiento que se le da al género en Estados Unidos y en el resto de Latinoamérica, no sólo porque ha viajado para conocer de primera mano lo que rezan las referencias, las antologías y las traducciones, ni tampoco porque él mismo sea uno de los mejores traductores que tenemos. El mérito, en esta referencia que hago, no tiene que ver sólo con una notoria destreza técnica que le reconocemos plenamente. El mérito tiene que ver con el talento para no sumirse y sumir a su obra en lo que contempla, sino para extraer de lo contemplado aquello que amplía la dimensión de la obra del sujeto que contempla.
Asimismo, no tiene menor relevancia, sino la misma envergadura, otra característica muy señalable de la obra mooreana. Esta es su capacidad para abarcar la historia y aun la geografía de nuestro país, no dejándolas como elementos exteriores, meramente referenciales de su poética, sino convirtiéndolas acertadamente en elementos propios de ella. En Partes Mínimas 1,2 se percibe la decantación de este proceso y, además, cómo el procedimiento empleado con los iconos culturales pregnantes señalado en la primera etapa de su obra es rediseñado para ser aplicado a la paisajística.
Como bien apunta el poeta Jorge Andrés Paita en una nota referida a la edición de Partes Mínimas de 1999 (Diario La Capital, Mar del Plata, Pcia. de Buenos Aires, domingo 18 de julio de 2000):
“Y algo intranquilizador resulta, para qué ocultarlo, que el conjunto de estos poemas –suerte de fuga consistente en variaciones del único tema, o suerte de Aleph que lo visualiza en imágenes impresionistas o expresionistas—no destaque al mundo humano contrapuesto (o por lo menos especialmente integrado) a la naturaleza, como instintivamente reclaman nuestros ya inveterados hábitos mentales; aparece, cuando aparece, más bien sumido en ella y en postura a menudo marginal. Así las grandes ruedas de un tractor detenido entre la maleza removida por la vasta oleada de la brisa; las lámparas eléctricas que convocan nubes de insectos en la selva nocturna; la combustión de un motor y el ritmo de la sierra mecánica, en medio de un sugerido bosque, presentados como, en otro fragmento, es presentado un halcón que planea midiendo la distancia entre la presa elegida y sus garras.
La frecuente combinación de magnitudes máximas y mínimas hace intensas las imágenes; las graciosas codornices, vívidamente captadas por el ojo poético de Moore, nada saben del fragor del lejano deshielo, pero de algún modo lo leen en el brillo de las gotas; la mano que sopesa un canto rodado palpa también un inmemorial trajín de aguas y de edades; otra piedra tocada, al despertar en la mente la palabra “meteoro”, desencadena una instantánea percepción de espacios siderales. Cuadros misteriosos, cuya atmósfera se enrarece aún más cuando, en algún pasaje, la marginalidad de lo humano se margina hasta desvanecerse, dejando ante el lector un mundo entrevisto un instante antes o un instante después de la presencia del hombre en la tierra, un mundo de puras presencias elementales o puras ondas de energía en caprichoso entretejido. La imaginería, de impresionista y expresionista, pasa entonces a ser abstracta; la mirada del cosmólogo se ha combinado con la de un físico atómico algo fantaseador y travieso.”
Moore hace que la geografía se incorpore a su poética no como escenografía, sino como recurso literario de su propia y muy personal expresión. Así, el cronotopo, en términos de Bajtín, es el suyo y no –como sucede en la obra de autores menos dotados- la paisajística donde el poeta se planta a decir su poética.
La Patagonia de la que nos habla en Partes Mínimas 1,2 (Buenos Aires, 2006) por ejemplo, no es una ilustración ni, mucho menos, un objeto referencial: es acabadamente el recurso Patagonia de su propia poética, que habla, como todas las poéticas dignas de ese nombre, exclusivamente de sí misma: es el recurso que emplea Moore para definir y corporizar una sustancia poética.
Y el recurso que emplea, como también lo hace Juan Laurentino Ortiz en su trabajo con la naturaleza paranaense, es de hacer desaparecer al narrador, al descriptor. Así consigue un doble efecto. Por una parte, que avance al primer plano el recurso Patagonia, sin que -sólo en apariencia, desde luego- se note que es el discurso poético mooreano el que está hablando, el que sigue hablando. Por otra parte, consigue ampliar ese mismo discurso con las reverberaciones que le brinda la Patagonia u otros sitios elegidos para “corporizar” ese segmento de su discurso.
Dice el poeta:
los glaciares en la lejana patagonia impulsan/ el
tamaño -de su acumulado volumen/-- recreando
bajo la magnitud de sus formas/--una música de
aguas
Y también puede utilizar, para el mismo cometido, elementos mínimos, convertirlos en significados dotados de muy mayor tamaño:
ese canto rodado -que se desplaza lento en el repetido
ciclo de las aguas / podrá exponer en la palma de una
mano / el mudo resplandor de su apariencia / -al tacto
inseguro de tus dedos –una estructura única
Y lo que instalan estos versos en el espíritu del lector es el punto de partida para una polisemia esperada. Porque cuando abrimos un libro de poemas esperamos estas capacidades, estas destrezas, pero también aguardamos a que estas habilidades técnicas nos demuestren que están supeditadas a un sentido mayor, que es el qué real al que se refiere el autor, por alusión y también por elusión.
Esperamos sentidos nuevos, renovadas perspectivas, un sentir único y personal. Esperamos también que logre alcanzar una dimensión universal, no reducida al entorno inmediato, ni temporal ni espacial. ¿Es ello muy exigente? Yo creo que no, al menos en poesía.
Como muy bien apunta Ana María Russo en su crítica del poemario de Esteban Moore Partes mínimas, publicada en Letralia, Año X, Nº 145, 17 de julio de 2006:
“El primer tramo del libro es un constante escenario natural que hace de la Patagonia un "lugar morada" en el que Moore decide sostener su voz. Poemas en prosa en los que deliberadamente incorpora lo terrestre y lo celeste como fenómeno. Mínima naturae es la propia estructura de los poemas que se suceden breves con cuidadoso tono que respeta una atmósfera por momentos irreal. En medio de la amplitud de lo desértico el poeta reflexiona haciendo una permanente metáfora metafísica, en el espacio franco, extendido hasta la exasperación el que deja al hombre fuera de su centro. Este hombre que vive el siglo XXI también fuera de su centro, en el lugar que le permiten los " no lugares " inventados para ser identificados, construidos para perderse entre la gente.
Moore va describiendo esta parte de la tierra argentina insistiendo y atestiguando que su grandeza es un dominio universal a los ojos para poder tomarla hace suyos como puntos de apoyo lo doméstico a mano: accidentes geográficos (planos, pantanos, canales, ríos, torrentes, altas cumbres, glaciares); momentos climáticos (" la onda de aire cálido ") o " el viento que sopla desde el desierto cristalino " elementos ( piedra de metal, canto rodado, guijarros, rocas, ceniza calcinada, esponja magmática). Recurre a imágenes que transmiten un efecto fortalecido en contrarios, tanto lo denso como lo etéreo, lo fluido como lo inamovible, lo alto como lo bajo, lo opaco como lo lumínico, lo ardiente como lo helado, comparten la descripción. Lo natural con lo cotidiano va narrando un lugar entre fantástico y conocido, los poemas tienen una impronta fotográfica y un estado que fluctúa entre la creación del mundo o su hecatombe última "el viento que sopla desde el desierto cristalino tan blando como un terso cielo -anunciará del universo, infinitas desconocidas geometrías / el más pequeño de los detalles / los dominios de una agregada luminosidad " o " los glaciares en la lejana patagonia impulsan / el tamaño -de su acumulado volumen / -recreando bajo la magnitud de sus formas / -una música de aguas".
(*) El poeta, narrador, ensayista y dramaturgo argentino Luis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, Estados Unidos, con sede en la Columbia University; de la World Poets Society (Grecia); de la International Society of Writers (Estados Unidos); del Advisory Board de World Poetry Press (India), y es Miembro Honorario de la sección argentina del IFLAC (International Forum for a Literature and a Culture of Peace). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poétes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Sus 15 libros de poesía, narrativa, ensayo literario y teatro se publicaron en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, México, Uruguay y Venezuela. Su obra ha recibido numerosos reconocimientos nacionales e internacionales.
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