Páginas

sábado, 31 de julio de 2010

Martín Espada, poemas.






















La república de la poesía

Para Chile

En la república de la poesía
un tren lleno de poetas
rueda hacia el sur bajo la lluvia
mientras los ciruelos se mecen
y los caballos patean el aire
y las bandas de los pueblos
desfilan por el pasillo
con trompetas, con tongos,
seguidos por el presidente
de la república
dándole la mano a cada uno.

En la república de la poesía
los monjes imprimen versos sobre la noche
en las cajas de chocolate del monasterio,
las cocinas de los restaurantes
usan odas de receta
(de la anguila a la alcachofa)
y los poetas comen gratis.

En la república de la poesía
los poetas les leen a los babuinos
en el zoológico y todos: los primates,
poetas y babuinos, aúllan de placer.

En la república de la poesía
los poetas arriendan un helicóptero
para bombardear el palacio de la Moneda
con poemas impresos en marcadores de libros
y cada uno en el patio,
ciego de llanto,
se apura a agarrar un poema
revoloteando del cielo.

En la república de la poesía
la mujer guardia del aeropuerto
sólo te permite dejar el país
después que le declamas un poema
del que dice: Ah! Hermoso.


La piscina de Villa Grimaldi
Santiago, Chile


Más allá del portón donde las caravanas derramaban su cargamento
de prisioneros vendados y las celdas demasiado estrechas para recostarse
y los cuartos donde la electricidad convulsionaba el cuerpo
amarrado a la parrilla hasta que los huesos se rompían
y el estacionamiento donde los interrogadores rodaban camionetas
sobre las piernas de los subversivos que no hablaban
y la torre donde los condenados escuchaban por el muro
la canción de otro preso la mañana de la ejecución,
hay una piscina en Villa Grimaldi.

Aquí los guardias y oficiales reunían familias
para los asados. El interrogador entrenaba a su hijo:
patalea. Gira la cabeza para respirar.
Las manos del torturador sujetaban el vientre de la hija
aprendiendo a flotar, debatiéndose en la lección.

Aquí el chapuzón de los niños, ojos rojos
con demasiado cloro, subía para alcanzar
a los presos en la torre. La policía secreta
hacía desfilar a las mujeres de las celdas desde la piscina,
diciéndoles: Bailen para mí. Aquí el anfitrión
servía galletas de chocolate y Coca-Cola
al prisionero que permitía que los nombres de sus compañeros
sangraran por su mentón, y los pulmones del prisionero
que se rehusaba a decir una palabra se inflaban
de agua, cabeza abajo al final de la soga.

Cuando un disidente tirado del pelo de una cubeta
con orina y excrementos clamaba por Dios y su clamor
acribillaba las hojas, los nadadores se sumergían bajo la superficie,
tocando el fondo de un silencioso mundo azul.
Desde la escalera a la orilla de la piscina podían mirar
a los prisioneros marchando vendados por el paisaje,
una mano en el hombro del próximo, camino
a la comida de mediodía y de regreso. Los vecinos
colgaban sábanas en las ventanas para mantener los fantasmas a raya.

Hay una piscina en pleno centro de Villa Grimaldi,
escalones blancos, azulejos blancos, donde seres humanos
se zambullían y chapoteaban hasta que en ellos lo humano
para siempre se había disuelto, desvanecido como los prisioneros
arrojados de helicópteros al océano por la policía secreta,
los vientres rebanados para que los cuerpos no pudieran flotar.


Algo se escapa de la fogata

Para Víctor y Joan Jara

I. Porque nunca moriremos: Junio de 1969

Víctor cantó su plegaria del labrador:
Levántate, y mírate las manos.
Las manos del padre de Víctor enguantadas en piel dura
petrificadas como puños empujando el arado.
El Estadio Chile lo celebró, delirante como un hombre
que sabe que ha arado su último terreno
para otro y que oye una canción contándole
lo que sabe con los hombros.

Joan, la bailarina, que giraba frente a las multitudes
en las mismas poblaciones donde Víctor cantó,
se inclinó hacia adelante en su asiento para escucharlo:
Primer premio en el Festival de la Nueva Canción para Víctor Jara.
Estas son las noches en que no dormimos
porque nunca moriremos.
Cómo fue entonces que él pudo atisbar hacia lo oscuro,
más allá de la fila trasera, levantar su guitarra
y cantar: Juntos iremos, unidos en la sangre,
ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.


II. El hombre con todas las armas: Septiembre de 1973


Vino el golpe y los soldados arrasaron a los enemigos del estado:
manos en la cabeza, en fila india, a través del estadio.
Rostros condenados sangraban su luz en los pasillos
del Estadio Chile. Todavía la luz flota allí.
También los asesinos tenían su luz: cigarrillos espectrales
centelleando en cada corredor, especialmente El Príncipe,
así los prisioneros le llamaban al rubio oficial
que sonreía en su trabajo como si le cantaran iglesias en la cabeza.

Cuando Víctor ingresó al pasillo,
lejos de los miles apretando las rodillas contra el pecho
mientras esperaban el cigarrillo en el cuello
o escrutaban a las ametralladoras que los escrutaban,
conoció a El Príncipe, quien debe haber escuchado un canto en su cabeza,
ya que reconoció la cara del cantante, rasgueó el aire
y tajeó su garganta con un dedo.
El príncipe sonrió como un hombre con todas las armas.

Más tarde, cuando los otros prisioneros entendieron
que no había alas sobre sus hombros
para volar lejos del pelotón de fusilamiento,
Víctor cantó Venceremos
y el canto prohibido levantó hombros
mientras la cara de El Príncipe se enrojecía en un grito.
Si su propio grito no podía aquietar la canción
latiéndole en las venas de la cabeza
entonces, razonó El Príncipe, lo harían las ametralladoras.

III. Si sólo Víctor: Julio de 2004

Resquebraja la esfera de cada reloj en el Estadio Chile.
En este lugar, treinta y un años se miden
por el último aliento de Víctor. Un momento,
como en momento, la última palabra del último canto
que escribió antes que se plagara de balas
el panal de sus pulmones.

Todavía los ojos de ella arden. Su lengua todavía se congela.
Por Joan de nuevo los helicópteros rugen,
la música militar redobla por el dial,
los soldados les dan culatazos a las mujeres en la cola del pan.
De nuevo encuentra el cuerpo de su esposo en la morgue
entre los cadáveres apilados como ropa sucia
y alza las oscilantes manos fracturadas de Víctor en las suyas
como para comenzar un vals.

Sí, ahora le pusieron su nombre al estadio donde lo mataron,
sí, sus palabras flotan en la piedra a lo largo de la pared de la entrada,
sí, hay acróbatas chinos haciendo piruetas aquí esta noche,
pero ella arrancaría el letrero que florea su nombre,
echaría abajo la pared con sus palabras
y dispersaría a los acróbatas por las calles
si sólo Víctor entrara a la sala
para terminar con la discusión de por qué
él andaba tan lento de mañana
haciéndola casi siempre llegar tarde a clase.


IV. Algo se escapa de la fogata: Julio de 2004

Al sur de Santiago, lejos del Estadio Víctor Jara,
bajo una carpa donde los goterones de lluvia repiquetean sobre la tela,
un muchacho y una muchacha nacidos años después del golpe
se recuestan sobre una silla del escenario para llenarse los ojos de la cara del otro.
La cinta resuena y la voz de Víctor
serpentea delicada como papel quemado hacia el cielo
cantándoles sobre el silencio de un amante a los bailarines
que desencrespan los zarcillos de sus cuerpos.

Algo se escapa de la fogata
donde los generales se entibian las manos:
brazas de papel quemado, cintas enterradas,
voces rebosando en el silencio
como invisibles criaturas en un vaso de agua,
igual que una bailarina gira con la música en su cabeza,
sola salvo por el cosquilleo de unas yemas en el codo.


Los soldados en el jardín

Isla Negra, Chile, septiembre de 1973

Después del golpe
los soldados se aparecieron
una noche por el jardín de Neruda
levantando linternas para interrogar a los árboles,
maldiciendo las piedras que los hacían tropezar.
Desde la ventana del dormitorio
podrían haber sido
los conquistadores de hundidos galeones
de vuelta del mar para acabar
de saquear la costa.

El poeta se moría:
el cáncer destellaba por su cuerpo
y lo tenía dándose vueltas en cama para matar las llamas.
Aún así, cuando el teniente irrumpió en el piso de arriba,
Neruda le dio la cara y le dijo:
aquí hay un solo peligro para usted: poesía.
El teniente se llevó el casco al pecho,
le pidió disculpas al señor Neruda
y se apresuró a bajar las escaleras.
Las linternas se disolvieron una por una entre los árboles.

Por treinta años
hemos andado a la búsqueda
de otro ensalmo
para hacer que los soldados
se esfumen del jardín.


Ciudad de vidrio

Para Pablo Neruda y Matilde Urrutia
La Chascona, Santiago, Chile


La casa del poeta era una ciudad de vidrio:
vidrio de arándano, vidrio de leche, vidrio de carnaval,
copas rojas y verdes fila tras fila,
relumbre negro de vino en botellas,
barcos en botellas, un zoológico de botellas,
gallo, caballo, mono, pez,
latido de relojes rebotando contra el cristal,
ventanas iluminadas por los blancos Andes,
un observatorio de vidrio sobre Santiago.

Cuando el poeta murió
trajeron su ataúd a la ciudad de vidrio.
No había puerta: la puerta era mil puñales,
más allá de la puerta un antiguo mundo en ruinas,
vidrio ahora puntas de flechas, hachas, trozos de cerámica, polvo.
No había ventanas: dedos de aire
buscaban vidrio como el rostro de un amante desaparecido.
No había zoológico: las botellas eran medias lunas
y cuartos de luna, caballo y mono
destripados con cada reloj, con cada lámpara.
Huellas de botas hiladas en un tango lunático por el suelo.

La viuda del poeta dijo: No vamos a barrer el vidrio.
Su velorio es aquí. Reporteros, fotógrafos,
intelectuales, embajadores pisaron el vidrio
crujiendo como un lago helado, y soldados también,
los mismos que saquearon la ciudad de vidrio,
regresaron a hablar por su general:
tres días de luto oficial,
anunciados al final del día tercero.

En Chile un río de vidrio burbujeó, se enfrió,
se endureció y se levantó en láminas, sólo para romperse y elevarse de nuevo.
Un día, años después, los soldados se dieron media vuelta
para encontrarse dentro de una ciudad de vidrio.
Sus rifles se volvieron vidrio de carnaval,
las balas se disolvieron reluciendo en sus manos.
Desde el zoológico del poeta oyeron chillar monos;
desde el observatorio del poeta oyeron
poema tras poema como un llamado a orar.
La lengua del general se quemó con astillas
invisibles al ojo. La lengua del general
era color de vidrio de arándano.


El rostro en el sobre
para Julia de Burgos (1914-1953)

Julia era alta, tan alta, decían los murmullos,
que los sepultureros le amputaron las piernas por la rodilla
con tal de meter su cuerpo en el ataúd citadino
del entierro en Potter’s Field.

Muriendo en una calle de East Harlem:
sin haber sido dada de alta
del hospital Goldwater Memorial,
sin cartas de Puerto Rico, sin poemas.
Sin su nombre, sólo tres palabras
como tres centavos robados de su cartera
mientras se dormía la última botella de ron;
el ataúd de Julia navegó a un puerto
donde los muertos se quedan de pie bajo la lluvia
pacientes como olvidados paraguas.

Todos sus poemas fluían azul de río, café de río, rojo de río.
Su Río Grande de Loíza era un pedazo azul de cielo caído;
su río era una franja ensangrentada siempre que el torrente
estallaba y los montes vomitaban lodo.

Un monumento se levantó en el cementerio de su pueblo.
Hubo parques y escuelas. Se la recordó.
Pero sólo los desconocidos, los nombres arrancados mientras sus rostros
se apartaban de trabajo o de sueño, podían devolverle su nombre a Julia
con la gracia de un vagabundo regresando la billetera de un extraño.

Años más tarde un desconocido de Puerto Rico,
encarcelado en una ciudad llamada Hartford, leía su poema
acerca del gran río de Loíza hasta que el río se desbordó
por la llave de la cañería en su celda y roció su cuello.
Lentamente, cada noche, mientras la luz fluorescente se preocupaba
y amenazaba con irse, él pintaba el rostro de Julia
en un sobre: su pelo en ondas negras, sus labios rojos,
sus cejas tan delicadas que casi temblaban. Finalmente,
meticuloso como un ladrón, inscribió las palabras: Julia de Burgos.

Nunca habría podido guardar tal tesoro bajo la almohada
así que deslizó una carta en el sobre
y lo envió todo lejos, volando por lo oscuro
a encontrar mis sorprendidas manos.


Regreso
245 Wortman Avenue
East New York, Brooklyn


Cuarenta años atrás sangré en este pasillo.
La media luz amarilleaba el ladrillo
como el ángel de la vivienda pública.
Esa noche llamé a cada puerta y escuché tras cada una:
en 1966 había una guerra en la televisión.

Sangre goteó sobre el piso como un aceite de mi propio motor.
Sangre se precipitó por una resquebrajadura de mi cuero cabelludo.
Sangre se espumó en mis dos manos; sangre arruinó mis zapatos.
El muchacho que disparó la lata a mi cabeza en la calle
le imprimió la sangre que pudo a sus evasivas piernas.
Yo golpeé en cada puerta para pedir ayuda, esparciendo una plaga
de huellas sangrientas por el camino al departamento 14F.

Cuarenta años más tarde me paro en el pasillo.
El ángel tenue de la vivienda pública anda demasiado exhausto
para recibirme. Mi mano presiona
contra la puerta del departamento 14F
como un pulpo que se pega al vidrio de un acuario,
la sangre repica detrás de mis orejas.
Escucha tras cada puerta: hay una guerra en la televisión.


El dios de rostro curtido
para Camilo Mejía, objetor de conciencia

Los dioses se reunieron:
el dios de las cruzadas se sacó el casco,
el dios guerrero del desierto paró su escudo en la esquina,
el dios hacedor de espadas se sentó entre ellos afilando cuchillos,
el dios bombardero desplegó sus mapas sobre la mesa,
el dios que colecciona cabezas infieles intercambió trofeos
con el dios que colecciona cuero cabelludo pagano,
el dios del oro abrió su pañuelo
para que el dios del petróleo se secara su mentón goteante,
el dios que castiga el pecado con furúnculos se rascó los furúnculos
y dio comienzo a la sesión.

Y los dioses dijeron: Guerra.

El sargento Mejía oyó al prisionero quejarse bajo la capucha
mientras los guardias lo empujaban a un closet de acero y después golpeaban
con un mazo la puerta hasta que los quejidos se acabaron;
oyó fuego de ametralladoras rebanando cabezas de cuellos
con un rugido que envidiarían las espadas;
oyó un soldado sollozando en el baño por el muchacho sin cabeza
que abría los ojos cada vez que el soldado cerraba los suyos.

A veces una canción se eleva
a través de los quejidos y los mazos,
las ametralladoras y el sollozo.
A veces una voz flota sobre el pandemonio
como una gaviota flota sobre barcos que se queman.
El sargento Mejía oyó la canción de su padre,
la misa campesina de Nicaragua:
Vos sos el Dios de los pobres,
el Dios humano y sencillo,
el Dios que suda en la calle,
el Dios de rostro curtido.

Irak andaba repleta de los rostros de este Dios.
Miraban cuando el sargento Mejía les dijo no a los otros dioses:
palabra minúscula, un guijarro, un grano de arroz,
pero la palabra volteó la mesa en el consejo de guerra
donde el dios de los bombardeos le había recién dado
la última mano al dios del petróleo
y cartas con fechas de nacimiento y muerte,
como pequeñas lápidas, volaron lejos.
Ya no más un sargento, Camilo Mejía caminó a la cárcel.

Los comandantes le sirvieron la palabra cobarde
a los olisqueantes micrófonos de los periodistas
que repitieron obedientemente: cobarde.
La celda se llenó también de rostros, viajeros no vistos
llegando de paso por un siglo de cárceles:
sindicalista, huelguista de hambre, pacifista,
agitador de esquina, objetor de conciencia.

El dios de rostro curtido,
vestido como un prisionero trapeando el piso,
un día ingresó de contrabando la llave y Camilo Mejía
se fue con él por la reja de la epifanía.


Por qué mis huesos odian el hielo

Por esto mis huesos odian el hielo:
hace diez años tropecé sobre ese espejo blanco
y me quebré el pie.
Pude oír el tobillo en la bota
crujiendo como un bocado de hielo.
Rodé por entre el tráfico a la cuneta
y los autos pararon, los conductores temerosos
de aplastar un tapabarros contra el abominable hombre de las nieves
arrojado de su escondite en el bosque.
Más tarde, los huesos me hablaron
a través de la morfina, la gran traductora:

Esa podría haber sido tu cabeza,
otra calavera de azúcar mexicana
del Día de los muertos
con tu nombre inscrito en letras rojas.
No eres nada más que un Neandertal
y esta es la nueva era de hielo.
Tus huesos se amontonarán
con todos los otros huesos
bajo el hielo de diez mil años.
Tu pie se momificó, envuelto
para el viaje al otro mundo
y tus ancestros te saludan con sus sombreros
desde la orilla de un país donde el hielo no existe
llamándote a la manera de tu abuelo:
Ven acá.

Ahora necesito mi bastón para caminar por un sendero en el bosque.
El arroyo está congelado, trenzando la luz al mediodía
y el agua negra pulsa entre grietas de blanco
donde el hielo es una civilización perdida de fuentes y catacumbas,
colmillos de tigres de dientes de sable, un arrecife de coral de vidrio.
Por eso mis huesos aman el hielo.


Letanía en la tumba de Frederick Douglass
Cementerio Mount Hope, Rochester, Nueva York
7 de Noviembre, 2008

Esta es la longitud y la latitud de lo imposible,
este es el epicentro de lo impensable,
esta es la encrucijada de lo inimaginable:
la tumba de Frederick Douglass, tres días antes de la elección.

Este es el mundo desprendiéndose de la gravedad de siglos,
donde la sepultura de un esclavo fugitivo se ha transformado en altar.
Esta es la tumba de un hombre que nació en calidad de posesión, que aprendió a leer en secreto,
raspando las letras de su nombre con tiza en la madera; ahora en la piedra aplanada por el yunque
un distintivo de la campaña llena la O de Douglass. La insignia dice: Obama.
Esta es la tumba de un hombre encadenado, que dejó sus huellas
en la garganta del negrero para que su látigo nunca esculpiera su espalda de nuevo;
ahora una camiseta de un sindicato se desdobla sobre la piedra: la ofrenda
de una enfermera, un conserje, un chofer de micro. Un adhesivo en la manga dice: Yo Voté Hoy.
Esta es la tumba de un hombre que sacó su llamado a la acción en la prensa,
escrutando por espejuelos el titular abolicionista; ahora un periódico
se despliega más arriba de la fecha de su nacimiento y muerte. El titular dice: Gana Obama.

Esta es la quietud en el corazón de la tormenta que comenzó en el cuerpo
del primer esclavo, arrastrado en el primer barco a América. Hojas amarillas
descienden en olas y el periódico se agita sobre la tumba, como las velas
que Douglass vio en la bahía, como los ojos cerrándose de un esclavo que se ve
escapar con la marea. Los que creen en espíritus verían las páginas temblando
sobre la piedra y dirían: mira como el muchacho esclavo aprende solo a leer.
Yo digo una oración, la primera en años: que aquí enterremos lo que llamamos
imposible, impensable, inimaginable, ahora y para siempre. Amén.


(Traducción de Oscar D. Sarmiento)




Martín Espada nació en la ciudad de Nueva York, de ascendencia puertorriqueña, en 1957. Entre sus poemarios se encuentran Rebelión es el giro de manos del amante (1990), Ciudad de tos y radiadores muertos (1993), Imagina los ángeles de pan (1996), Alabanza (2003) y La república de la poesía (2006), finalista para el Premio Pulitzer. En 2006 le fue ortogada la beca Guggenheim. Actualmente es profesor en el Departamento de Inglés de la Universidad de Massachusetts-Amherst, donde enseña creación literaria y la obra de Pablo Neruda.