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sábado, 7 de agosto de 2010

En la unánime noche (Borges, nominalismo y degradación), Daniel Fara

















La máquina de pensar de Raimundo Lulio y la geografía lírica de Carlos Argentino Daneri y el sistema de números encarnados de Ireneo Funes y cientos de clasificaciones, sistemas, máquinas y enumeraciones, ya delirantes, ya conmovedores, ya célibes, ya heteróclitas, se acumulan en un espacio más o menos circular, que no por marginal que pueda considerarlo el canon, deja de ocupar el centro de la obra borgeana.
            Ese predio, donde lo ajeno y lo propio, la lectura y la escritura se entrecruzan hasta confundirse, ese locus solus, es visitado desde hace décadas por contingentes cada vez más numerosos de críticos y lectores. Los más recorren el lugar y sonríen con fruición. Otros, que son menos pero no pocos, miran alrededor con perplejidad. También está el que mira, piensa y ríe nerviosamente (algún día esa risa se convertirá en un libro memorable acerca de la mismidad irónica en que se abroquelan las cosas cuando queremos nombrarlas y ordenarlas).
            Cuando salen del museo interactivo, todos quieren registrar sus impresiones. Los perplejos, tal vez avergonzados de su condición, escriben artículos tan impenetrables como lo han sido para ellos los textos (las piezas) del museo. Del hombre de la risa nerviosa no hace falta hablar. En cuanto a los sonrientes, a ellos les toca sufrir un extraño proceso de cambio.
            En un primer momento se han divertido con la historia del día en que la humanidad decidió abolir el pasado y con esa otra historia de los geógrafos que, en busca del mapa perfecto, intentaron recubrir montañas y ríos con cartón pintado. Pero al salir del museo, al tratar de transmitir esos cuentos, les da por pensar que para todo suele haber un día siguiente. Y, así, descubren que en ese día siguiente la abolición del pasado pasó a formar parte del pasado, que en ese día las correntadas y el viento de las cumbres empezaron a arrastrar pedazos descoloridos del abandonado proyecto cartográfico. Lo que les pareciera tan divertido, tan ajeno, se torna de golpe patético, melancólico y, lo que es peor, insoportablemente familiar. Entonces las piezas (los textos) empiezan a ser contempladas como representaciones del gran fracaso designativo, o lo que es igual, de la inefabilidad del universo.
            Ese proceso (diversión, reflexión, tristeza) es, para la mayoría de nosotros, la forma inmediata de reconocer en la obra de Borges, la impronta nominalista. Y no es impropio descubrirla por esa vía ni existen, que se sepa, formas preferibles. El problema está en que no nos detenemos ahí; es que, por ejemplo, aparece alguien y se refiere al tono sombrío, pascaliano con el que Borges referiría la parábola de un  nominalismo desdichado, que experimenta la universalidad del lenguaje como un extrañamiento de lo real, como un exilio. [1]
            Fracasado en sus repetidos intentos de decir y ordenar al universo, nos parece entender, el lenguaje se distancia irrisoriamente de su posibilidad designativa, y no sólo en cuanto al uso denotativo, comunicacional; tampoco llega a alcanzar nunca una verdadera operatividad estética. Si el conocimiento no puede superar la individualidad (sólo el individuo conoce y sólo conoce lo individual); si, además, la naturaleza forzosamente abstracta de cualquier generalización nos lleva a relativizar la verdad histórica y a refutar el tiempo, entonces las relaciones de filiación entre autores y textos, entre textos y textos, serán sustituidas por relaciones espaciales, por yuxtaposiciones no casuales pero sí impredecibles y, siempre, inexpresables. A partir de estas duras comprobaciones, Borges nos estaría diciendo que nadie puede proclamarse autor porque todos los textos serían obra de un autor anónimo y atemporal. Apercibido de esto, ése que hablaba del "tono pascaliano" de Borges, y que podría ser cualquiera de nosotros, observa con amargura que radicalmente alienado, despojado de sí mismo, de su propia obra, el autor, el sujeto, no escribe, no habla: bajo el escrutinio de un observador avezado, su discurso queda en evidencia como un centón, un patchwork de citas que acuden desde una suerte de inconsciente literario, lingüístico, que tras bambalinas lo trama. [2] En definitiva, el escritor no escribiría, sería escrito, soñado por otro, en algún lugar de la unánime noche.
            Eso, concluimos, es lo que piensa Borges de la literatura y del lenguaje.
Ahora bien, apenas llegamos a esa conclusión, surgen varias preguntas incómodas: ¿Cómo puede coexistir con una visión nominalista la idea de “inconsciente literario”? ¿Cómo debe entenderse el que Borges use al lenguaje para descalificar al lenguaje y a la literatura para declarar que la literatura no existe?  ¿Quién vendría a ser  ese “observador avezado”, descubridor de la no autoría, que, tan poco nominalmente, sabe lo que piensan todos y además logra expresarlo?
Sólo con estas cuestiones debería bastarnos para pensar que hemos atribuido a nuestro autor cosas que éste nunca dijo. Sin embargo, esto no suele motivar una revisión de la lectura. Parafraseando a Hume, Borges ha dicho que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no producen la menor convicción [3]. En cuanto a las razones por las cuales Borges resultaría un escéptico ante las posibilidades del lenguaje y la literatura, a esas razones les cabe un juicio inverso; esto es, que aunque admiten todas las réplicas, convencen a casi todo el mundo.
Según parece, para eludir esa convicción hipnótica, para llegar a interpretaciones más sostenibles deberemos cambiar de procedimiento: no será en su aparente explicitación de ideas que nuestro autor nos diga algo concreto.
Si Borges opone toda su escritura a la función subordinada, pretextual, del lenguaje y la literatura, no puede caer luego en lo que condena, en lo designativo; de ahí el empleo de la ironía, la paradoja, el deseo de formar un lector que no se quede con una lectura de superficie, que ahonde y participe hasta encontrar el password. Un password que, por otra parte, no nos obliga a recurrir al diccionario de Cirlot, que surge de elementos propios e importantes del texto. Por supuesto, como pasa con cualquier autor, entender sus claves, sus guiños, resulta bastante difícil cuando tratamos de hallarlos sin haber leído la obra.
Deberemos entrar, entonces, a sus construcciones literarias si queremos encontrar alguna pista válida sobre la verdadera relación de Borges con el nominalismo. Dado el espacio del que disponemos, el corpus se limitará a algunos cuentos que consideramos representativos.


* * *

Un hombre gris, muy viejo, sacerdote y mago a la vez, descubre que no existe como ser real, que otro lo está soñando. Antes de eso, él mismo ha soñado un hombre, como Dios creó a Adán,  como los padres engendran y crían a sus hijos. Todo el cuento transcurre en las ruinas, circulares, de un templo. El hombre ha llegado allí una noche, al comienzo de la historia, y ha desembarcado en silencio, en el fango sagrado, en la unánime noche.
Como se ve no podemos leer al revés este cuento[4] sin que se convierta en otro. ¿Es posible que un cuento circular, sin comienzo, sin indicación del sentido de lectura, tenga revés? Si éste lo tiene, tal vez no se trate un cuento circular, aunque lo parezca. Por ejemplo, en cierto momento se habla de unos historiadores que discuten acerca de si soñar a su hijo llevó al hombre gris años o lustros. ¿Aparecen en el sueño los historiadores? ¿En el sueño de quién, del hombre gris, del que sueña al hombre gris o del que cuenta el cuento? No podríamos decirlo, pero nos queda claro que no importa si se sueña con la historia o si ésta es independiente al soñador; donde sea, la historia ocurre; la impone el cuento, la afirma su alusión rotunda a la paternidad, a la secuencia generacional. Ahora bien, si el cuento fuera realmente circular no podría contener de ningún modo al acontecer histórico, a la indefinida sucesión temporal. El soñador debería soñar al soñado y este último no podría soñar a otro que no fuera su soñador, esto para que se cumplieran el ciclo y el eterno retorno.
Dado que el cuento no es circular, ¿debería considerárselo lineal? No sería, por cierto, lineal como lo es una recta, no en ese sentido, pero sí en otro. El título puede ayudarnos a conocer esa segunda posibilidad.
Las ruinas circulares, decimos, y entendemos, en lo inmediato, que se  alude a la forma de las ruinas, pero es sólo un modo de interpretar la referencia. El templo no siempre estuvo en ruinas, alguna vez fue una construcción nueva, íntegra. "Ruinas circulares", por lo tanto, significa también "círculo en ruinas", circulo degradado, coronado por lo que queda de una estatua cuyo deterioro impide saber si representa a un caballo o a un tigre.
"Círculo degradado", entonces, porque los hombres han dejado de rendir honores a la divinidad propia de ese templo, porque el dios indefinido tuvo el color del fuego y ahora tiene el de la ceniza, pero también, en un sentido más inmediato y, sin embargo, más trascendente, porque la ruina o degradación del círculo, de cualquier círculo, puede representarse, entre otras formas, por medio de una espiral. La espiral puede ser vista como un anillo que al romperse ha devenido segmento lineal curvo. Los extremos de ese segmento, en sucesivos y fracasados intentos de re-unión, se han ido separando cada vez más. Lineal, pero no recta; reiterativa, pero no cíclica, la espiral puede contener a la historia, al pasaje infinito o indefinido de padres a hijos que luego se volverán padres, sin que haya retorno al punto de partida. E igual ocurre en el cuento, que empieza en el barro y en el sueño y pasa varias veces por ambos elementos, pero nunca por el mismo barro ni por el mismo sueño.
Vuelto a leer, en sentido inverso, el cuento termina con la acción de besar al fango sagrado, acción que ocurre "en la unánime noche". Este circunstancial suena muy solemne, pero no hace sino designar, sin ningún énfasis, a un espacio / tiempo en el que cada uno sueña sin que nadie sepa que otros están soñando junto a él, sin que nadie sepa qué cosa sueñan los otros, ni siquiera lo sabe el que es soñado por alguno de ellos, como el hombre gris. Sin embargo, por obra y gracia de la literatura, nosotros, los lectores, podemos conocer el contenido de los sueños, acceder a la ruptura del círculo vicioso y a su transformación en espiral, es decir, a su degradación.
El vocablo "degradación" no tiene buena fama. Se lo pronuncia y en seguida se piensa en "decadencia", "deterioro", "degeneración", "hundimiento". Si nos adelantáramos y dijéramos que la degradación,  ya como referencia, ya como proceso narrativo, es una constante en la obra de Borges, podría pensarse que surge otra vez la idea de pesimismo. Pero no es así, porque el término "degradación" no sólo es empleado por Borges en su sentido negativo. Como sea, ya resulte de la regeneración o la degeneración, lo degradado en la obra de Borges es todo aquello que ha sufrido un proceso de transformación, siempre productivo estéticamente. Otro ejemplo: el círculo que se degrada en espiral para permitirnos entrar a la historia y enterarnos de algo que, por otra vía, sería incognoscible. Algo de lo que nadie se enteraría si Borges fuera un pesimista respecto del lenguaje y la literatura. Ahí comprobamos que es al revés, que la obra borgeana está consolidada sobre una confianza lúcida e inquebrantable en las posibilidades de la escritura. Y que si algún pesimismo hay en todo esto, es el de aquellos que pretenden reducir al lenguaje y a la literatura a una función meramente designativa, como si el referente formara parte de una "realidad" externa y determinara, desde allí, el carácter subordinado, efímero, de las palabras. Las desaforadas, alucinadas, incursiones en el campo de la denotación absoluta, fascinan al autor, por su aporte involuntario a una estética que oscila entre el grotesco y el kitsch pero que también valoriza la noción de reescritura.
Esa mezcla de risa y piedad que experimentamos al recorrer el museo borgeano de los esfuerzos inútiles, es una consecuencia de la alta significatividad que la degradación, como tema y como técnica, adquiere en esta obra. Significatividad que, en definitiva, ayuda a definir la función ruptural y constructiva que el nominalismo adquiere en la obra de Borges.

* * *

De todos los que han poblado la Tierra desde el comienzo, sólo algunos han tenido el privilegio de ver el Aleph. "Borges" ha sido uno de ellos. ¿Y qué ha visto "Borges" en el Aleph? Todo, y nada. Es decir, ha visto lo que su obsesión le ordenó: la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo y ciertas cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino[5]. El resto de las cosas que se nombran en su larga enumeración, sólo estuvieron ahí, como se sabe que suelen estar en el universo sin que esto parezca haber provocado en el vidente más que una ligera curiosidad poética, contrastante con su visión monoideativa, centrada en Beatriz. Porque ¿que ha hecho "Borges" luego de mirar el o en el Aleph? Se ha vengado de Carlos Argentino Daneri fingiendo que no ha visto nada, que el otro está loco. Y eso es lo de menos, dos años después ha añadido una posdata a su confesión: un chorro de insoportable erudición es empleado allí para intentar demostrar, en vano, que el Aleph de la Calle Garay no era sino un falso Aleph. Muchas procesos de degradación ocurren en este cuento, el del universo, el de la memoria, los de Beatriz. Pero todos ellos, justificados por cierta grandeza trágica, ceden bajo el peso de una degradación mayor, la de "Borges", el personaje más infame que Borges haya concebido jamás. Su modo servil, rastrero, vengativo de seguir concurriendo a la casa de una mujer que nunca lo quiso, que fue de cualquiera menos de él; su duelo con Daneri, declarado inferior y ridiculizado hasta la náusea, pero triunfador siempre en los lances dispuestos por el otro, y, sobre todo, su indiferencia absoluta ante la visión del prodigio que, lo sabemos al final, no ha provocado en él más que una expansión de la envidia, el rencor y otros sentimientos abyectos que ya experimentara cuando Beatriz vivía.
Inútilmente ha revelado el Aleph sus maravillas; ha brillado para nadie con su indescriptible, concentrada, integridad; en un principio Daneri lo emplea para escribir un poema desaforado y ridículo, luego, queriendo encontrar alguna pasión secreta en Beatriz, "Borges" lo mira para encontrar exactamente lo contrario de lo que habría deseado ver. Inútil prodigio, entonces, destruido antes por el desprecio y la indiferencia que por la demolición de la vieja casa,
Como Lulio, como John Wilkins, más que ellos, en razón de su oblicuo parecido con el escritor que lo soñó, "Borges" suscita en nosotros una mezcla de desprecio y piedad, ambos intensos, ambos distintos de los que experimentaríamos por un ente "real". Y tanto esa mezcla como el hecho de que nos cause deleite experimentarla tienen una sola, clara, explicación: lo que sentimos es consecuencia de un logro estético que potencia el uso eficaz, quevediano, del feísmo. Concretamente, el goce proviene de la intertextualidad, de la reescritura.
En uno de los Nueve ensayos dantescos leemos: Dante, muerta Beatriz, perdida para siempre Beatriz, jugó con la ficción de encontrarla, para mitigar su tristeza; yo tengo para mí que edificó la triple arquitectura de su poema para intercalar ese encuentro. Le ocurrió entonces lo que suele ocurrir en los sueños. En la adversidad soñamos una ventura y la íntima conciencia de la imposibilidad de lo que soñamos basta para corromper nuestro sueño, manchándolo de tristes estorbos.[6] Antes había recordado Borges que Dante profesó por Beatriz un amor "desdichado y supersticioso" y que en sus dos únicos y breves encuentros, ella se burló de él una vez y lo desairó en la otra. Luego de opinar que la Comedia fue construida para intercalar un encuentro y que el soñado encuentro se convirtió en pesadilla, Borges agrega: Infinitamente existió Beatriz para Dante; Dante muy poco, tal vez nada, para Beatriz; todos nosotros propendemos, por piedad, por veneración, a olvidar esa lastimosa discordia, inolvidable para Dante.[7] Está casi de más recalcar cuánto dice todo esto acerca de El Aleph y de esa fusión de emociones opuestas que el cuento suscita en cada lector. Va de suyo también que la emoción se conecta no menos con el patetismo del personaje que con la evocación que, a través de él, podemos hacer del "Dante" quien, cuanto más asciende, más se degrada. Su leve superioridad a los condenados del Infierno se convierte en igualdad con los que ocupan el Purgatorio, y en franca, humillante, inferioridad cuando da con Beatriz en el Paraíso. Ésta lo insulta, lo reta como si fuera un chico y luego lo hiere del peor modo que pueda imaginar un enamorado: lo hace objeto de la misma piedad unánime, del mismo amor indiferenciado que una deidad sentiría por uno cualquiera de sus fieles. Y a todo esto, "Dante" inclina la cabeza, asiente, sufre silenciosamente, sin dignidad. Tal vez obre así porque se sabe personaje de una obra de la que Beatriz Portinari no saldrá indemne. Borges no lo dice, pero lo leemos entre líneas, la Comedia terminó incluyendo una pesadilla, no un sueño, pero también, como la obrada contra el Aleph, contra Daneri, contra Beatriz Viterbo hay aquí una venganza, una venganza literaria tan perfecta que, más que al vengador, colma de placer a los lectores. 
Adriana González Mateos[8] agrega que no sólo la Comedia es reescrita en El Aleph, muchos elementos remitentes a la creación literaria de Edgar Allan Poe aparecen en el cuento, como el soterramiento, luego haber tomado un cognac supuestamente envenenado, que hace de "Borges" un personaje de El barril de amontillado. Por lo demás, no olvidemos que en El cuervo, también aparece un "Poe" lloroso y anhelante, ridículo, patético, ante el recuerdo de la amada, la idolatrada, que ya no verá otra vez. ¿Sería excesivo pensar que "Elena", el segundo nombre de Beatriz Viterbo, no alude a la de Troya, que es una reescritura de "Lenor" o de "Eleonora"?
En el mismo libro[9] hay un cuento que guarda una fuerte analogía con El Aleph. Esa relación no se agota en que ambos textos lleven títulos de dos palabras, siete letras y hache no inicial. Obviamente, hablamos de El Zahir. Allí reaparece "Borges", de nuevo enamorado de una muerta, pero aquí haciendo riesgosas apuestas sobre sus sentimientos, esto es, accediendo al provocativo oxímoron de mezclar, en un acto burlón, a dos situaciones sociales incompatibles: salir del velorio mundano y snob de Teodelina Villar y entrar a un tugurio a tomarse una caña. Prodigio y degradación serán, aquí, la misma cosa. Si "Borges" creyó que podía bromear con el poder del dinero y relativizarlo, su error fue fatal. Obligado a pensar en una moneda de veinte centavos hasta que ésta ocupe el espacio entero de su mente, de nada le servirán su erudición ni sus exorcismos elitistas (como reescribir El Anillo de los Nibelungos o mirar fijamente una libra esterlina para que ésta desplace a la moneda de veinte).
Preguntado sobre la génesis de ese cuento, Borges (¿o "Borges"?) declaró alguna vez que la idea le había venido de pensar, que la palabra "inolvidable", habitualmente utilizada con sentido positivo y valor de connotación, podría emplearse al pie de la letra, para designar un objeto común, vulgar, que realmente entrara a nuestras cabezas para no salir más de ahí. En la misma entrevista reconoció a The raven, de Poe, como texto inspirador y aludió a la conveniencia de intercalar un amor imposible, rencoroso, por una mujer que, antes de cualquier otra cosa, debía ser algo ridícula, justamente para que se viera que, al igual que con los veinte centavos, lo común, lo no memorable puede volverse único para alguien y llevarlo a estados límites a través de la degradación.

* * *

Volviendo a la inutilidad del prodigio y observando la cuestión desde otro ángulo, ninguno de los textos citados, incluído el ensayo sobre la Comedia, se conforma con expresar  que la miseria humana se aviene mal con milagros, revelaciones y maravillas. Por encima de todo los mueve el objetivo de descentrar al prodigio, de poner en cuestión sus privilegios y la situación de predominio extraliterario que suele adquirir en el cuento fantástico tradicional.
El cuento centrado en la presentación excluyente de un objeto o un hecho prodigioso es, por lo general, tributario de la doctrina filosófica que atribuye existencia real a los valores trascendentales - y a la que, por eso, llamamos realismo. Por caso, el Nautilus o las primeras invasiones marcianas, antes que anticipaciones tecnológicas o productos de un imaginario exaltado (como las piezas que Raymond Roussel exhibe en Locus Solus) fueron alegorizaciones de los valores para cuyo apuntalamiento habían sido diseñados. El uso de estas representaciones fue y sigue siendo depreciatorio de los aspectos estéticos, ya que éstos y el mismo uso del lenguaje están subordinados en este tipo de literatura a ciertos referentes de los que -vaya a saberse con qué argumentos- se afirma su pertenencia al "mundo real".
Contra esa desvirtuación de lo artístico, los escritos de Borges introducen, con el tema de la degradación, un pathos que entra en conflicto con la pre-textualidad del milagro y del objeto maravilloso y la convierte en inutilidad por vía de la ironía y la reescritura.
La memoria de Funes, la de Shakespeare, la inmortalidad del que, entre otros, fue Joseph Cartaphilus, el año prodigioso otorgado a Jaromir Hladik para que pueda completar su obra teatral, pueden ser agregados al Aleph, al Zahir, a la posibilidad de soñar un hombre. Se trata siempre de dones que a la larga resultan indeseables, mortificantes, destructivos. "Ser inmortal es baladí", afirma Cartaphilus, y Hermann Soergel arroja de su cabeza, como si se tratara de una brasa, la memoria de Shakespeare que, amén de desplazar a la suya sólo le aporta minucias domésticas y recuerdos fragmentados e irreconocibles. Por su parte, en razón de su memoria absoluta, Funes pierde la habilidad y el placer de olvidar y de recordar; morirá considerado como un freak que no deja legado alguno como no sea al libro Guinness o al "Créase o no" de Ripley.
El caso de Hladik es ligeramente distinto y nos permite aludir a una recurrencia borgeana que suele aparecer como instancia complementaria cada  vez que aparece la degradación. Hablamos de la implementación de situaciones en las que se cumple algún tipo de redención, como la que podemos verificar en El milagro secreto.
Se diría que en el cuento el redimido es Hladik, ya que obtiene de Dios una prórroga milagrosa para terminar su drama y justificarse como autor. Pero ¿justificarse ante quién? El completamiento de la tragedia será puramente mental y tendrá lugar en un período que sólo transcurre para Dios y para la conciencia del autor. De la obra no quedará registro alguno; ni bien terminada, su creador morirá y sólo será recordado (si es que alguien lo recuerda) como el autor del inconcluso drama Los enemigos. Ahí comprobamos que Dios no beneficia al escritor con su don, que está castigando con terrible ironía su ansia desmedida de fama  y la soberbia e insolencia con que le ha solicitado la prórroga. No obstante, hay una verdadera instancia de redención que se cumple cuando Hladik se resigna a completar, en esas circunstancias, la pieza. No lo hace porque se arrepienta de su vanidad ni de su irreverencia para con Dios; lo mueve la fuerza interna, el impulso irresistible de la obra por completarse, aunque jamás nadie pueda leerla. La que se redime, entonces, es la obra, la creación literaria, y sólo en función de ella, el creador. Páginas atrás no entendíamos que pudieran coexistir el escritor prisionero de su individualidad con un creador anónimo, responsable de todas las obras. Si hemos leído bien este cuento, podremos decir que el creador anónimo es el símbolo de un espacio de intersubjetividad: la literatura, vasta, de todos y de nadie, a la que cada uno aporta lo suyo desde su mismidad.
Entre otros textos donde la redención aparece como recurrencia, podemos mencionar El acercamiento a Almotásim, Tema del traidor y del héroe, Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, La casa de Asterión, La otra muerte y, sobre todo, El sur y El evangelio según Marcos.
En El sur[10], a Dahlmann, paradójicamente, lo redime la degradación. Aún sabedor de que lo matarán de un modo grotesco, empuñando un arma que no sabrá usar, ese modo de morir le resulta compensatorio de los humillantes procedimientos con los que le salvaron la vida en el sanatorio. Al elegir su modo de morir, Juan Dahlmann elige también el modo en que debe terminar el cuento del que es protagonista. Y un detalle más, registrable en El sur y que apunta a expandir todavía más el carácter metaliterario del cuento. La forma de morir de Dahlmann reproduce, casi puntualmente, la de Edgar Allan Poe, en Baltimore; un tren que no llega a destino, el descenso en una estación desconocida, la entrada a un tugurio lleno de lugareños hostiles, la riña, fatal para Poe y para Dahlmann, con los provocadores. ¿No habrá querido Borges reescribir el fin de Poe, concederle al autor norteamericano, a través de Dahlmann, la redención que no pudo hallar en eso que llamamos "la vida real"? La hipótesis dista de ser invulnerable, pero a cambio de eso tiene mucho de irresistible.
En El evangelio según Marcos[11] la redención aparece, por un lado, en estado puro, ya que se evoca y se da protagonismo al acto de redención por excelencia, la crucifixión de Cristo; pero por otro lado, se invierte su sentido. Si a Dahlmann lo redimía la degradación, a Baltasar Espinosa lo degrada la redención. La idea básica del cuento es muy cervantina: la familia Gutre crucifica a Espinosa tratando de poner en práctica lo que ocurre en un libro. Se da aquí la consecuencia extrema del realismo: el desconocimiento absoluto del carácter estético e imaginario de un texto en favor de su empleo para un fin material; paradójicamente material aquí, ya que se trata de salvarse, de eludir el infierno. Es de notar que los treinta y tres años de Espinosa y la barba que se ha dejado crecer, no menos que su carácter complaciente y su apellido, que evoca la corona de espinas, lo enfilan hacia la identidad que pretenden para él los Gutres. Con esto, el cuento se distancia de ser la mera crónica de una alucinación para convertirse en una reflexión, de nuevo, metaliteraria, reescritural. Concretamente, el cruce entre la predestinación y el libre albedrío determina, a la vez, la suerte de los protagonistas, considerados in fabula, y el modo en que esos protagonistas deciden cómo va a desarrollarse y a terminar el cuento.
Si analizáramos los cuentos que incluimos más arriba, en la serie ejemplificatoria, llegaríamos al mismo resultado (también compartido por El milagro secreto). La redención es siempre literaria y siempre se refiere a la literatura. Ya como tema, ya como técnica, complementa al uso (ya técnico, ya temático) de la degradación. La función es siempre la de subrayar el carácter literario de los relatos, la condición de universo literario completo de cada uno de ellos, su libertad respecto de los compromisos designativos.
Erróneamente, se supone que el lenguaje corresponde a la realidad, a esa cosa tan misteriosa que llamamos realidad. La verdad es que el lenguaje es otra cosa. El lenguaje es una creación estética [12]. Por supuesto, la cita es de Borges y, tal vez, la pospusimos demasiado, pero de ningún modo íbamos a privarnos de utilizarla.

* * *

El Emperador Amarillo le muestra su palacio al poeta. Aunque se supone por una indicación inicial que la visita se ha realizado a lo largo de un día, la cantidad de avatares que se nos refiere y la variedad de escenarios, de paisajes, de comunidades que recorren, nos hacen pensar en un paseo muy prolongado por un espacio que probablemente sea infinito. No obstante, en algún momento el poeta recita un poema que según algunos tiene solamente un verso y, según otros, una sola palabra. Sorprendido y furioso, el Emperador exclama: "¡Me has arrebatado el palacio!" y el poeta es ejecutado, en el acto, por el verdugo. Una variante de la historia cuenta que, dado que en el mundo no puede haber dos cosas iguales, al terminar de recitarse el poema desaparece el palacio como abolido y fulminado por la última sílaba. Borges señala luego que ambas versiones son "ficciones literarias", que como esclavo del emperador, el poeta muere como tal y que su composición cae en el olvido porque merecía el olvido y sus descendientes buscan aún y no encontrarán, la palabra del universo.[13]
De este pequeño cuento podemos extraer todo lo que hemos querido expresar en esta charla sobre Borges y el nominalismo. Hay una degradación del palacio que se verifica en la redención de la palabra poética. El palacio es inutilizado como prodigio; en primer lugar porque, en los hechos, queda reducido a la nada, luego, en el orden formal, su entidad prodigiosa se relativiza en variantes, por obra de las distintas versiones que refieren la historia.
Esto confirma también, para la relación entre la obra borgeana y el nominalismo y para cualquier problema literario vinculado con la escritura de Borges, que siempre será más visualizable esa conexión en cualquier cuento, ensayo, o poema, que en las alusiones expresas del autor. Y esto va más lejos todavía, ya que esas "alusiones expresas" suelen presentar un doble fondo.
Alberto Giordano ha señalado que para Borges, la filosofía es la ocasión del reencuentro con la literatura y que allí donde reencuentra a la literatura nos reencuentra con la filosofía, con su olvidado gesto originario.[14] Esta interfecundación se debe siempre a la eficacia y la oportunidad de ciertos desplazamientos: del "saber" a la curiosidad y el asombro, del centrismo al interés por algún detalle marginal y, no menos, de la pesadez académica al humor irónico y la paradoja.
En ese sentido, creemos, es que la degradación, usada como tema o como técnica, puede tomarse como una instrumentación ruptural y creativa, tendiente a la reivindicación de la naturaleza estética del lenguaje, en tanto ésta optimiza nuestra vida social y cultural.
Y no es menos importante destacar que para embellecer los costados más intrascendentes y oscuros de la existencia, Borges sabe operar con la degradación de un modo sutil, casi imperceptible.
Ese modo también está en el cuento citado que, de paso, se llama Parábola del palacio. Allí nos dice Borges: Cada cien metros una torre cortaba el aire; para los ojos el color era idéntico, pero la primera de todas era amarilla y la última escarlata, tan delicadas eran las gradaciones y tan larga la serie.
Tal vez no esté de más mencionar que ese párrafo alude a lo que ven el Emperador y el poeta en el tramo final de su paseo y que es junto a la penúltima torre que el poeta recita su poema, sintético, devastador, inmortal.


NOTAS




[1] Eduardo Sabrovsky, “Borges y el nominalismo”.
[2] Sabrovsky, E. Ob. cit.
[3] Borges, J.L., Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, en Ficciones.
[4] Borges, J.L., Las ruinas circulares, en Ficciones.
[5] Borges, J. L., El Aleph, en El Aleph.-
[6] Borges, J. L., El encuentro en un sueño, en Nueve ensayos dantescos.-
[7] Borges, J. L., ob. cit.
[8] González Mateos, A. Borges y Escher, un doble recorrido por el laberinto.-
[9] Borges, J.L., El Aleph.-
[10] Borges, J.L., El sur, en Ficciones.-
[11] Borges, J.L., El evangelio según Marcos, en El informe de Brodie.-
[12] Borges, J.L., La postulación de la realidad en Discusión.-
[13] Borges, J.L., Parábola del palacio en El hacedor.-
[14] Giordano, A., Borges ensayista, avatares de la lectura en Modos del ensayo.-