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miércoles, 4 de agosto de 2010

Santiago Espel; poemas.




















NI UNA COSA NI LA OTRA

Miento si digo que intenté la revolución.
No es verdad que puse una mesa patas arriba.
Tampoco le dije mire váyase a mi ex suegra.
No mordí la mano que me dio de comer.
Menos cierto es que estuve preparado
para rechazar los honores que nunca me dieron.
Y además, debo confesarlo, me costó
diferenciarme de los conspiradores.
En fin, que como multitud, fui un adicto del deseo.
Que como no pocos, transgredí con permiso.
Fui un tentado. Un idiota revulsivo. Un asco.
Eso sí: no vengan a decirme que todo esto me resbala.
No me vengan con el cuento
de que estoy grande para prender la mecha.
Menos que menos ustedes, jóvenes, viejos peripatéticos.


TEMA PARA UNA DES-COMPOSICIÓN

Peor que el olor, que las moscas, peor que la carne roja y plateada
en un cuadro de Bacon, peor, mucho más duro es el ojo de la vaca.
No es la mirada bovina que conocemos.
Ajena la vaca a la tragedia del matadero, a los camiones enrejados,
a la tipificación mitológica, ajena inclusive a sus múltiples metáforas literarias,
a su donaire de bestia pacífica, a la infame bucólica agraria;
…no…no, es peor, porque es una mirada que va por afuera de lo bovino,
por afuera de la desgracia o la suerte misma del animal.
La vaca está echada a un costado de la ruta, un bulto informe
y sanguinolento en una banquina en declive.
En lo que queda de piel, de pelo crespo, fue casi enteramente negra,
con geometrías blancas y manchas de grises irrelevantes.
A un costado, tumbada, igual que un mueble sin uso, como una mesa,
o un vehículo que hubiera desbarrancado, cuadrado y pesado,
torpe y guarango, con las patas aparatosamente estiradas hacia el cielo.
La vaca mueve el ojo como la traslación lenta de un planeta en su órbita.
Una mirada agresiva y blasfema, escrutadora;
a veces el ojo queda inerte en el paso lerdo de las nubes.
¿Hace cuánto que está ahí la vaca? ¿Cómo llegó ahí? ¿Tiene dueño esa vaca?
¿Estaba sana o estaba enferma al caer allí? ¿Ya no da leche esa pobre vaca?
El bicherío que le anda por el despojo del cuerpo se ha empezado a extender
entre las otras vacas; algunas ya pobladas de ese verde dorado de la mosca.
Muchas se sacuden la corta cola en el lomo ancho
para espantar el ir y venir zumbón de los bichos.
La vaca gira despacio su ojo y ve el desastre en ciernes.
De a poco van llegando veterinarios, lugareños, los primeros fotógrafos,
los cronistas acreditados y los esbirros de la gobernación.
El rumor de la vaca se extiende como la misma peste de la vaca.
Se cancelan rápidamente las inversiones, cae la cosecha, tiembla el mercado,
la bolsa retrocede, se ve amenazada la liquidez, cae el cambio por culpa de la vaca.
Raro…mientras…se mueren otras vacas, pero no la vaca del ojo aprensivo.
Consecuente, el ojo sigue la propagación del caos con lenta rotación.
Hay que hacer algo con la vaca que se nos muere, se nos está muriendo don,
dicen cabizbajos, algunos que llegan en fila con velas y cachimbas.
Otros discuten el límite del desastre, previsores, miden las consecuencias,
pesan la peste, suman y restan la muerte, calculan la indemnización,
miran de costado a la vaca y firman documentos extensos de letra chica.
Vienen luego los intendentes de signo opuesto a dirimir el litigio,
se reclaman airadamente las pérdidas millonarias, tiran la taba, se van a las manos,
y la vaca en tanto gira su ojo en torno y parece empecinada en no morirse.
Entonces, las moscas verde doradas se empiezan a animar con el gentío.
Llegan por fin los exegetas de la vaca y declaran un milagro;
un grupo de notables recaba información y delibera en círculo;
se componen odas y se instalan atriles para pintar a la vaca;
entonces pronto se llena de curiosos que se arriesgan al bicherío,
familias con barbijos y carteles de cartón en favor de la vaca;
otros de signo exaltado que vienen decididos a terminar con la vaca.
Se levantan unas carpas en la zona y se desvía la ruta en forma de herradura.
La prensa extranjera consigue acreditaciones sin garantías sanitarias.
El papa menciona a la vaca moribunda en su homilía.
Se multiplican las peregrinaciones espontáneas y el turismo prospera.
Crece la mortandad del ganado aledaño y muchos vecinos se apestan.
Algunos candidatos improvisan tarimas y exponen sus plataformas.
Y la vaca mientras tanto sigue sin morirse, mirando hondo y desde lejos.
El alboroto de la heterogénea aldea se hace más y más ruidoso.
El grupo más radical quiere sacrificar sin más demora a la vaca.;
algunos expresan en defensa razones humanitarias; otros hablan
del futuro de los hijos, de la tradición de la tierra y el respeto por los difuntos.
En algún sector se desata una gresca que levanta polvareda y represión.
El ojo de la vaca se agita, preso en ese cuerpo corrupto y tieso.
Hasta que en un momento, por encima de la disidencia generalizada,
la vaca suelta un mugido tan prolongado y agónico, tan único,
como sólo puede ser el que provoca el silencio más absoluto.
Y como todos creen que la vaca se muere, o que se está muriendo,
o que por fin acaba de reventar, de irse en ese mugido bestial,
se acercan y estrechan el multitudinario cerco en torno al animal
y comprueban con asombro que la vaca aún mueve ese ojo lento y aprensivo,
para clavarlo en ese otro ojo que ahora lee desaprensivamente este poema.


GANCHOS

La última mujer con la que estuve
me dejó la casa llena de ganchos
de carnicería.
Me fui dando cuenta de a poco,
a los días de quedarme solo.
Ganchos ahora vacíos
y oscilantes como horcas.
De esos ganchos, mi última mujer
colgaba toallas, corpiños, bufandas
y grandes pañuelos de seda.
De la seda emanaban
perfumes oscilantes como horcas.
Cuando me quedé solo,
de a poco fui escuchando
el tenue balanceo de los ganchos:
un acero sinuoso
cortando el aire.
Al fin, no me quedó otra
que descolgar los ganchos,
uno por uno, meterlos en una
bolsa y tirarlos al río.
Si un día de estos vuelve
por los ganchos
le voy a decir que vaya a dragar el río.
Me acuerdo que el último gancho
que descolgué era realmente grande;
tan grande como para resistir
el peso de un viejo caballo sangrante.