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viernes, 17 de septiembre de 2010

Olmer Ricardo Cordero Morales: La ciudad de los afectos

Olmer Ricardo Cordero Morales, Medellín, 2010.

 


                                            “Mientras menos huellas dejes...”
                                               Greta


 

El Niche, el Loco, y Yo, fuimos el combo del vuelo lunar; por aquella época nuestras jóvenes mentes compartían la ambrosía de la vida delirante, al momento del encuentro cada cual traía consigo su toque personal de locura, de mística y de genialidad. Al conocernos cada uno de nosotros acarreaba su propia historia,  enfrentaba sus propios fantasmas, sus propias manías y sus propias aberraciones. En común cultivábamos la pasión por la noche, nuestro lema era: —“¡La noche es joven y bonita!”—. Nuestras actividades más frecuentes fueron ir tras las tres ‘ías’, es decir, la ‘bohemía’, la poesía, y la filosofía.
De la reina “Sofía”: debo decir que como neófitos fuimos partidarios deslumbrados del celebre filósofo Federico Nietzche. Nos declaramos amantes del mito, y concebimos la historia como un sinónimo del espíritu trágico en el devenir humano, todo esto complementado con el cuento del libre albedrío y el deseo como  representación de la voluntad. En fin, éramos una carreta de ideas bien densas, éramos eso que el común de las gentes cultas tanto aborrece, éramos una especie de especuladores filosóficos. Todo esto nos tenía que gustar demasiado, porque hasta el momento ninguno se ha suicidado, y por aquella época que yo he mencionado: uniéndose a la filosofía, también le metíamos a  la poesía, al teatro, a la ‘filmanía’.
Todo este cóctel mezclado con tremendos tragos de ron, uno que otro ‘cachito pa güeler’, agreguémosle una o dos saliditas mensuales a las cascadas, —“pa’tirar clavados”—, y siempre con nosotros como buenos latinos de tez morena, tremenda descarga de son, cuero, y ‘bugalú’.  Con esta patología intrínseca fue como el Niche, el Loco y Yo, nos conocimos y nos juntamos, así fue como nuestras amistades se conjugaron y se fortalecieron.

En aquel momento de nuestras vidas, la vida nos debía cuadras, eso sentíamos, cómo lo sentimos todos cuando estamos muy jóvenes y creemos que el mundo sólo es una pista de aterrizaje para que los demás observen: —“lo único que es nuestro vuelo”—…, eso creemos cuando estamos muy jóvenes. Como no os dolía una muela, el postre que representaba el mundo fue engullido vorazmente. Aunque tengo la firme impresión de que aun contamos con la fuerza suficiente, creo que por aquellos días, sí que era cierto que nuestros corazones altivos y libres estaban dispuestos para sacar adelante cualquier empresa, hasta la empresa más formal, pero lo nuestro no eran precisamente las empresas formales, de eso si que estoy seguro.

Los días del viaje lunar comenzaron a las afueras del bloque de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional, en el suave calor de las diez de la mañana, allí nos encontrábamos… el Niche nos recibía con sus recuerdos de los sueños de la noche inmediatamente anterior, dándonos señas de la indescriptible polución nocturna, detallando además lo tierno y blandito que se sentía entre las sabanas y las cobijas; el Loco y yo nos mirábamos, en nuestras caras las sonrisas maliciosas, el Loco entonces decía: —¡Éste si es bien pajizo!— Lo único que podía añadirse al comentario del Loco eran nuestras rizas desaforadas, el Niche con una risotada ponía cara de satisfacción y como no se puede negar la masturbación, pues ello sería algo innoble, no le quedaba otra opción, sólo seguir riendo y decirnos: —“¡muchachos estoy más turbado con ustedes!”—. Cansados de tanta chanza, el Loco sacaba de sus alforjas las últimas adquisiciones literarias, entre las lecturas, aprovechábamos el estar en las mangas del campus universitario, allí calentábamos y estirábamos nuestros cuerpos, corríamos un poco, hacíamos unas cuantas flexiones, luego un poco de baile al aire libre, mientras cantábamos con nuestras voces ‘guapachosas’ alguna que otra canción del repertorio afrocaribeño; momento propicio para prender un cigarrillo, tomar un tinto, lo que nos obligaba adentrarnos por los corredores asépticos de los bloques de humanidades o de ciencias exactas, aquella excursión llegaba hasta el silencio de los claustros del cuarto piso, donde están las oficinas de los profesores, aprovechábamos ese silencio y esa soledad para apropiarnos del rico café que preparaban en las grecas de aquellos cafetines, de esta manera subsanábamos nuestras deprimentes finanzas estudiantiles.     

Mi papel y mi aptitud para con los camaradas del vuelo lunar fue la de un monje loco, no sé  sí he sido un nihilista, hasta el momento no tengo el menor indicio, pero mi carácter misógino me ha favorecido para convertirme en esa especie de crítico exasperante, yo era un constructor de castillos mentales sin impostar las laceraciones  que produjesen mis palabras mordaces y mis modos excluyentes. Cuando mis amigos necesitaban una palabra certera recurrían a mí, lo único que yo hacía era mirarlos, ellos conocían mis miradas.

La tarde del vuelo lunar la pasábamos en el poso seco, aquello es un pequeño estanque con una fuente en el medio que está rodeado de árboles de pan y de flores silvestres;  este pequeño estanque está a unos cuantos metros del edificio de la antigua biblioteca, allí, en el centro del estanque hay un gran bloque de mármol extraído de una de las canteras más importantes de nuestra región, símbolo de la técnica y la precisión ingenieril impartida en la Universidad.

En aquellas tardes; en el poso seco, la parla era buena, el yantar era rebuscado, fumábamos ‘peches’ , y bebíamos chicha fermentada por el Niche, chicha que manaba de nuestras cantimploras directo a nuestras gargantas resecas,   Allí alucinábamos con los “Mitos y los símbolos de Oriente”, leíamos al Leo Legris, Alberto Caeiro, y  todos sus otros alter egos; como lo consignó Jorge Luis Borges: —“Multánimes animas habitan en mí”—.

El atardecer en el estanque era el disfrute del sol, el disfrute de la alegría juvenil, y de la esperanza que la misma alegría juvenil refleja; acompañados por la presencia de los siriríes,  pájaros de gran pico y plumaje amarillo, los que dando brinquitos iban en busca de las migajas de pan que los estudiantes dejaban en el pasto, desde el cielo se proyectaba el canto algaras de las bandas de cotorras que cruzaban por el centro del campus; entre las flores danzando se veían las multicolores mariposas bebiendo el néctar, mientras como pequeños cohetes con su rápido aleteo por los ojos pasaban los colibríes con su brillante verde. Allí en el estanque, nosotros sentados debajo del árbol de pan, así fue como se nos fueron las horas sin preocupación alguna, siendo los viajeros lunares de manera sutil, de manera imperceptible. 

Como no éramos obreros y dudo mucho que fuésemos buenos estudiantes, no importando el día de la semana, salíamos del campus para andar por la ciudad, el Loco que era “ricacho” gastaba las ‘polas’, que no eran pocas, yo acostumbrado a caminar desde que llegué por primera vez a esta ciudad, caminaba más que un carretillero, lo que mis padres  enviaban para mis gastos lo gastaba en vino y cigarrillos, así estaba yo, flaco y barbado, alegre, y profundamente enamorado de la vida, —(la vida que se me escapa y que se va conmigo a través de cada palabra, de cada idea, de cada pensamiento, simplemente la vida es un milagro, más allá de cualquier concepto, simplemente vivir el milagro de la vida)—, y así íbamos y veníamos los viajeros lunares, vivitos entrelazados por los hombros como buenos amigos, caminando por la inmensidad de la Avenida Barranquilla, fuese con vino o cerveza subíamos por el puente de Barranquilla para llegar al barrio Prado, nuestro barrio idílico, nuestro barrio preferido.

Llegando al barrio entrábamos  en las tiendas de antigüedades, los dueños ya nos conocían, sabían que nunca compraríamos algo, sin embargo, se alegraban de nuestras visitas recurrentes, quizá de esa manera la tarde se les hacía algo traviesa, menos somnolienta.

Cuando caminábamos por las calles de Prado en la época en que los  Arboles de pera y los Guayacanes están en flor; era algo así como una bendición, pues allí encontrábamos los viajeros lunares un cielo azul con el matiz del índigo, los destellos del sol que anunciaban el ocaso tornasolaban las lilas y las margaritas amarillas en los antejardines de las casas,  el suelo de estas calles parece un tapiz de colores lila y amarillo, para nosotros los viajeros lunares esto significaba un manifiesto, el mejor regalo que los dioses nos hacían, nadie tenía que decirlo, ninguno lo mencionaba, sólo caminábamos en silencio… una y otra vez recorrimos aquellas calles, veíamos la arquitectura del barrio e imaginábamos sus amores, sus grandes fiestas, todas las historias y vivencias  que en aquellas calles, en aquellas mansiones una generación tras otra habían  atestiguado; imaginábamos aquellos días en que los primeros dueños construyeron todas esa casas que hoy son patrimonio arquitectónico, la preocupación por los estiletes, las columnas, los balcones, la piedra bogotana, las galerías, el color de cada pared, esos techos y grandes ventanales en madera o vitral.

Algunas casas eran emulaciones nostálgicas de las mansiones  árabes, otras casas estaban construidas con el fin de acoger las grandes familias de los hijos de David, aquellas casas se distinguían por sus inmensas fachadas en blanco; otras casas alargadas en forma de crucero, otras casas influenciadas por el estilo republicano o colonial, cada una de las casas eran pertenecientes a los magnates criollos, a aquellas familias que hacen gala de su casta y su tradición conservadora; lo que para nosotros era lo de menos, nosotros despreocupados seguíamos  caminando por aquellas calles, y cuando pasábamos particularmente por cierto caserón abandonado de estilo oriental de emulación musulmana, ese era mi preferido. Años más tarde fue destruido para construir una moderna urbanización de estilo sintético a bajo costo, con gran número de apartamentos por cada piso. 

Las ventanas de aquel caserón musulmán por muchos años estuvieron cerradas, las paredes moribundas se veían rancias, la humedad había deteriorado las maderas; siempre que pasaba por aquella esquina yo y los muchachos hablábamos de cómo viviríamos juntos allí, en aquel caserón abandonado, mientras lo hablábamos, en silencio yo amaba esa vieja casa moribunda, anhelaba poder entrar y hacer parte de esa poética que sugería el mutismo de aquella construcción abandonada, deseaba vivir allí con los viajeros lunares, los cuales viviríamos sumergidos en nosotros mismos, hasta desaparecer como los antiguos dueños, con la posibilidad de perdernos sin el temor de ser encontrados ni aún por nosotros  mismos.                                                                                                                      

II

Ya se cernía la noche sobre nuestras cabezas, nuestros ojos rojos, nuestras mentes enardecidas, y la luna fue testigo de la manera como descendíamos por aquellas calles empinadas del barrio Prado; nosotros bajábamos al acecho como un trío de gatos malvados, nuestros pasos eran fuertes zancadas, todo era aceleración, gambeteábamos la turbamulta sudorosa de paisanos y paisanas que iban y venían disgregados en sus cotidianidades por la Avenida Oriental, nosotros entrábamos por Villa Nueva a un paso del Parque de Bolívar, dándonos un trago de vino para brindar la buena camaradería, porque una copa de vino siempre es buena y más si es con amigos, las escalinatas de la Basílica Metropolitana eran nuestras preferidas para improvisar nuestra juglaría, hacíamos de la gente del parque nuestro público, jugábamos al mimo, al trovador, al serénatero, nos gustaba la vida pública, el foro, atravesar la vida cotidiana con nuestra bufonada que nacía del corazón y era sincera,  como ya lo mencioné el mundo nos debía cuadras y la calle era nuestra pista para que la gente observara lo único que era nuestro vuelo.

Y así en nuestras veladas fue como nos hicimos amigos de Greta la delicada mujer de ojos verdes, la niña que con una sonrisa de hada nos decía ser vampiro, mis amigos encantados con Greta pues bailaba  e improvisaba con nosotros nuestras rimas cojas, además nos enmudecía con sus sátiras de goliardo que salían con tal frescura; en aquella noche del primer encuentro, como yo era el misógino, el monje loco, simplemente seguí el juego, esa noche por parte nuestra le brindamos nuestra musa dedicándole nuestros poemas efímeros, nacidos de la chispa de sus ojos, excitados con  su suave alegría, en el fervor del momento le dí gracias por la compaña amplía y descomplicada que nos brindaba, le dije que su compañía era tan grata como las estrellas en el cielo, ella se reía de mí, se reía de todo, pues todo lo recibía con gracia, presintiendo su partida le ofrecí que la acompañaríamos hasta su casa, cosa que a mis camaradas apoyaron, —(aunque yo traicioné a mi clan porque caminé a solas con Greta).

Ella rehusando mi propuesta dijo que no era necesario, que le gustaba caminar sola y que no temía andar de noche por las calles desiertas y oscuras, que vivía a unas cuantas cuadras de allí en un apartamento en Prado. Ese aspecto de su residencia acrecentó nuestro interés por nuestra nueva amiga, le propuse que nos diera su número telefónico para invitarle a un café, que aquella invitación podía ser en el Café Versalles, Greta impávida no accedió, se opuso argumentando: —“Mientras menos huellas dejes, más maravilloso aún, será nuestro próximo encuentro”—.

No se sí por bondad o cortesía se despidió de mí con un beso, luego vi su silueta alejándose como si volará la muy golondrina; miré a los muchachos, ellos se miraron, me miraron, el Loco me dijo: —“¡Colgó los hábitos el monje loco!”—, yo le respondí: —“¡Loco: el que menos corre, vuela!”  

La verdad es que después de aquello fueron muchas las noches que pasamos juntos los viajeros lunares, y fueron muchos los encuentros con Greta que nunca me dio su número telefónico, su respuesta siempre fue la misma: —“¡mientras menos huellas dejes!...”—. Yo no puedo colgar aún los hábitos, tampoco abandonaré las manías que cultivé con tanto esmero en el ambiente del combo del vuelo lunar, por que las buenas costumbres no se pueden perder; sin embargo, desde aquel día en que conocí a Greta, cuando pienso en ella sí que me cuesta llevar estos hábitos.  
 ciudad de los afectos.


Olmer Ricardo Cordero Morales (Medellín, 1975) Videoasta, investigador teatral y narrador. Fundó el grupo de poesía Luna Poema Encuentro y participó en el XIX Festival de teatro de Manizales, adaptando  para una lectura dramática; El dialogo de los fugitivos de Bertold Brecht. Realizó el  documental ¡Qué me suban el telón!;  prepara una investigación sobre el teatro contemporáneo en la ciudad de Medellín y  ha adaptado y dirigido “ El mar” de Andrés Caicedo”.