Billy |
“La palabra negro
como la última risa
parida de la inocencia
entre los colmillos del
tigre”
Aimé Cesaire
La
pertinaz presencia del Negro Billy ha
subrayado la oscuridad de Medellín: la de sus noches y la de su racismo. A la
arisca y etílica sombra de la noche medellinense Billy agrega su sombra
delgada, y sería casi invisible si su voz de asombro ante el arte verdadero o
de imprecación contra la mediocridad y el fascismo no delataran su presencia.
Billy es sinónimo de noche y durante el día la prolonga en su piel. Cambió su
nombre bautismal y se quitó el apellido porque los consideraba una imposición
blanca y nada negros. “Han robado nuestros nombres y sólo África podría volver
a encontrar nuestros apellidos”.[1]
Casi no
se habla de los negros antes de su esclavitud. Casi no se habla de las culturas
negras ancestrales. Es más necesario y fundamental hablar de la diversidad de
culturas que de la pluralidad de razas. Las culturas negras constituyen una historia
oscura que el blanco no tiene el menor interés de iluminar. La Historia Oficial
es, aún hoy, exclusivamente blanca. Con gran ostentación de presunta
magnanimidad se deslegalizó la esclavitud, pero somos prisioneros de un racismo
vergonzante que es prolongación eufemística de la esclavitud misma. El blanco
sólo acabó con la esclavitud cuando sus cuentas no le resultaron ventajosas,
cuando la manutención del hombre encadenado costaba más de lo que producía.
Entonces se abandonó al esclavo en una pobreza atestada de necesidades
primarias, para que este nuevo hombre aceptara, en ejercicio de su precaria
novata libertad, un trabajo esclavizante y barato que le urgía para su
sobrevivencia.
Pero,
indefectiblemente, a cada promesa hecha le ha seguido una amenaza. Tendrás
trabajo si te humillas. Tendrás comida si te sientas aparte. Tendrás casa si la
construyes lejos. Tendrás costumbres si imitas toscamente, y sólo toscamente,
las nuestras. Tendrás dios si apostatas de tantos tuyos y aceptas al nuestro,
al único, al verdadero, al dios blanco.
De
manera reiterada los blancos hablan de humanidad… mientras tranquilizan el
pulso para no errar el tiro. Había que deshumanizar al negro para poder
atacarlo despiadadamente sin atentar contra la humanidad.
Occidente
ha creído en su criminal misión: “helenizar a los asiáticos, crear una especie
nueva, los negros grecolatinos”, los negros blanqueados. Les han quitado las
cadenas de hierro y se las han cambiado por otras peores: las cadenas del
miedo. El blanco está convencido de que el miedo ya ha quedado impreso en su
información genética y que todo negro saldrá corriendo si lo asustamos
debidamente. (Una inmensa mayoría de los cuatro millones de desplazados
colombianos es negra, la más alta población de desplazados de la tierra). En el
Congo les cortaban las manos, en Angola les sellaban las bocas, cosiéndolas, en
Colombia les amputamos sus posibilidades, arrinconándolos.
El miedo
los hace productivos. La vergüenza los vuelve silenciosos. Pero cada vez que la
presión del silencio acumulado encontró una válvula, su dolor y anhelo de
venganza estalló en música, en prodigiosa música. Los blancos arrinconan a los
negros y de cada rincón brota una canción que ilumina su hermosa piel. “Pues
¿quién, si no, habría de enseñar el ritmo a un mundo muerto entre máquinas y
cañones? ¿Quién, si no, proferiría el grito de los muertos y los huérfanos
despertados en el nuevo crepúsculo? Decidme ¿quién, si no, devolvería a los
hombres con la esperanza desgarrada el gusto de la vida? Nos llaman hombres del
algodón, hombres del café, hombres aceitosos, hombres de la muerte. Pero
nosotros somos los hombres de la danza cuyos pies sólo adquieren fuerza cuando
golpean el duro suelo.”[2] Si no hubiesen llegado a América con su ritmo
y sus tambores, la música nuestra sería una lamentosa y mísera queja. Sin su
influencia no existirían músicas tan ricas e importantes como la gozosa y
variada música del Caribe, ni el inmenso jazz, ni la música brasilera, ni
expresiones como las de Elvis Presley y Janis Joplin.
Con su
música y su baile las amenazas y las prohibiciones palidecen. Si los negros no
hubiesen hecho la gran música que han hecho y no hubiesen bailado todo lo que
han bailado, ya habrían cobrado con un mar de sangre todas las vejaciones que
les han infligido. Un verdadero mar rojo tendrían que atravesar los blancos en
el camino a su tierra prometida que, según manifiestan, es toda tierra
productiva. A nadie se ha obligado a odiar desde niños como a ellos. A nadie se
ha obligado a temer tanto como a ellos. A nadie se ha obligado a desconfiar
tanto como a ellos. Y este recelo se manifiesta “cuando personas de color y
blancos sienten que no pueden confiar los unos en los otros a un nivel
profundo, no porque sus experiencias hayan sido diferentes, sino porque las
presuposiciones basadas en estereotipos harán que esas experiencias resulten
incomprensibles y amenazadoras para el otro”.[3]
Las
iglesias con su poder de enajenación de una justicia oportuna, han convertido
toda esa rabia legítima en resignación, resignación que los negros han
sublimado en hermosos “gospels”. Los mismos opresores que les impusieron la
violencia para someterlos son los que
después han querido imponerles su no-violencia, precisamente cuando a los
oprimidos les tocaba mover su ficha. A los negros americanos se les prohibió
tocar sus tambores porque los blancos los consideraban un arma de liberación, y
entonces crearon bellas y dolorosas canciones a capella. “Golpearemos el suelo
con el pie desnudo de nuestras voces”[4]
Los árboles del sur producen una
extraña fruta
Sangre en las hojas y sangre en la raíz
Cuerpos negros se balancean en la brisa del sur
Extraña fruta pende de los álamos
Escena idílica del sur valiente
Los ojos abollados y la boca retorcida
Sangre en las hojas y sangre en la raíz
Cuerpos negros se balancean en la brisa del sur
Extraña fruta pende de los álamos
Escena idílica del sur valiente
Los ojos abollados y la boca retorcida
Aroma de magnolias, dulce y fresca
De repente el pequeño olor de carne quemada
He aquí la fruta para que los cuervos arranquen,
Para que la lluvia recoja, para que el viento chupe,
Para que el sol pudra, para los árboles goteen
He aquí una extraña y amarga cosecha.
De repente el pequeño olor de carne quemada
He aquí la fruta para que los cuervos arranquen,
Para que la lluvia recoja, para que el viento chupe,
Para que el sol pudra, para los árboles goteen
He aquí una extraña y amarga cosecha.
canta
Billy Holliday. El otro Billy, el cantor de Medellín, a quien se le ha negado
todo lo que necesita y merece, canta:
Aunque mi amo me mate a la mina no
voy.
Yo no quiero morirme en un socavón.
Y no fue
a una mina ni a un estadio ni a una cocina, que son los escasos espacios que se
les permiten a los negros que no renuncian a seguir siendo negros. Pero su
talento musical, su privilegiada voz de bajo profundo, su cultura musical han
sido menospreciadas, ayer y hoy. Es que un negro culto e inteligente es una
afrenta para una sociedad blanca platera, ignorante e insensible. Una sociedad
cuyo racismo se ha evidenciado, además, en el constante rechazo a la
maravillosa música negra del Atlántico y del Pacífico, a pesar de la numerosa
mano de obra que venía del Chocó y de que las mejores orquestas del Caribe
colombiano[5]
vivían, creaban y se presentaban simultáneamente en Medellín todas las semanas
del año durante el nacimiento de la radio[6]
y la industria fonográfica[7],
y sin embargo los músicos antioqueños y la gente de Medellín prefirieron
adoptar como su más importante influencia el blanco “chucu-chucu” venezolano
para repetir y propagar una perniciosa plaga musical con toda su pobreza
rítmica, armónica y orquestal. Mientras el sonsonete y la penuria de la música
de Los Ocho de Colombia, Los Golden Boys, Los Graduados, Los Éxitos, Los Black
Star (que no incluían ninguna estrella negra), gozaban de enorme éxito en sus
discos y presentaciones, Crescencio Salcedo, abandonado de todo y de todos,
vendía flautas baratas en las calles de Medellín y moría en injusta soledad.
Conocí a
Billy a causa de un comportamiento suyo que, con el tiempo, ha llegado a ser
parte indisoluble de su carácter. Teresita Gómez hacía un concierto en el
Paraninfo de la Universidad de Antioquia, como requisito para optar por su
grado de pianista acompañante. Ella había elegido acompañar unas canciones
negras que Billy, con su singular voz de bajo profundo, cantaría. A la hora en
que debía empezar el concierto, Billy no se hacía presente. Con el Paraninfo
repleto de un público que empezaba a ponerse nervioso por el retardo todavía
leve, doña Margoth Arango de Henao, directora del Conservatorio por aquella
época, me pidió que fuera por Billy al Conservatorio que quedaba tres cuadras arriba
del Paraninfo. Le advertí que yo no conocía a Billy e inmediatamente me
respondió, que no me preocupara, que cuando lo viera lo distinguiría. Troté las
tres cuadras, y encontré a Billy haciéndose acomodar el corbatín de su smoking,
con el que no acababa de sentirse cómodo. Lo apresuré, le aprobé la pertinencia
y estética del notable corbatín. Pero,
la elegancia e impecable presentación de su smoking le estaba haciendo una mala
jugada a sus zapatos, delatando su falta de limpieza. Apremié a un embolador
que estaba cerca para que lustrara sus zapatos, y casi lo llevé a rastras las
tres cuadras de vuelta al Paraninfo. El bello concierto comenzó con un asombro
general ante la excelsa calidad de estos dos jóvenes músicos negros que
empezaban su vida de artistas. En la mitad de la primera canción, Billy se
arrancó el corbatín que había causado la demora del concierto. Desde mi butaca
sonreía porque la causa de tanta demora había resistido apenas media canción.
Desde entonces Billy no usa smoking, ni corbatín. Desde entonces Billy nunca ha
llegado a tiempo a ninguna cita, y jamás
si esa cita es con la vejez, o con la natural pérdida de potencia en su voz, y
menos aún si es con la muerte, como cuando aquella puñalada que recibió en el
costado afectando sus pulmones mientras tocaba a media noche la puerta del
Taller de Artes: sólo su perfeccionada técnica de respiración pudo salvarle la
vida, tal como me lo dijo Juan Bernardo Penagos, el médico que lo atendió en
urgencias de Policlínica.
Desde
aquel concierto con corbatín en el bolsillo, Billy me ha regalado su amistad de
carbón que esconde un diamante de lealtad.
A
Billy apenas se le ha concedido la
atención de la curiosidad, la gracia del desgraciado, la simpatía de lo
extraño. Todo este entorno sordo agrega valentía al valor de su decisión
artística. Hace treinta años un icono de la literatura antioqueña me advirtió,
con cierto aire de tango, que la voz de Billy ya se había apagado. Un cuentero
de nadas afirmó categóricamente, en una revista de confundidas lenguas, que
Billy nunca ha sabido cantar, y que el que sabía cantar era él mismo, el
entrevistado de marras. Los pianistas que buscaba para acompañar sus canciones
incumplían sus deberes: no ensayaban con esmero y cumplimiento: consideraban
que estaban haciéndole un favor, una obra de caridad, otra despreciable manera
de desdén a su talento.
En un
concierto de Negro Spirituals que Billy realizaba en la Universidad Autónoma
Latinoamericana en 1971, los estudiantes de esa universidad, creada para
albergar a los estudiantes de izquierda perseguidos en otras universidades,
sabotearon la presentación porque aquellas eran “canciones en el idioma del
imperio”. Furiosas, dos personas, entre toda la masa de espectadores que
colmaban la sala, se pararon desde dos extremos del teatro para defender voz en
cuello esa música y a ese cantor, para explicar a gritos quiénes y en qué
circunstancias se había creado aquella música, y qué sentido tenía que Billy
las cantara: uno era Juan Manuel Roca, el otro era yo. Apenas nos miraban con
la conmiseración que se concede a los orates. (Sólo en otra ocasión, cuando con
el artista puertorriqueño Rafael Ferrer reclamé en vano la solidaridad de los
escritores de Medellín ante la censura que la Bienal de Medellín le imponía a
la obra de Leonel Góngora, me he sentido tan despreciado). Ese día nos
conocimos, Juan Manuel y yo, en el camerino donde Billy había tenido que
esconder su potente y sensible voz de los gritos analfabetas de ese público
universitario. Luego salimos los tres a tomarnos unos tragos francos y
sabrosos, para pasar ese otro amargo que nos habían hecho tragar aquellos
estudiantes tan “conscientes” y tan celosos de su nacionalidad y de su
situación colonial.
De esta
manera le debo a Billy haber propiciado mi primer encuentro con el amigo con
quien más risas he compartido, con el que he concelebrado la generosidad y la
lealtad, con el que he logrado abrir espacios ciertos para otros, con el que he resistido al miedo que esparce
el terror oficial y mafioso que nos acecha, con el que me he burlado de la
seriedad académica y defendido de la vanidad de presuntuosos escritores y
artistas, con el que he podido conspirar alegremente contra la mediocridad
intelectual y contra el fascismo y el estalinismo políticos. Porque, tanto como
Oteiza, “amo las circunstancias que me incitan a conspirar”.
Ante el
agresivo menosprecio por su expresión, por su personal técnica de bajo
profundo, y la dificultad de comprensión y compromiso de sus ocasionales
músicos acompañantes, el Taller de Artes de Medellín conformó, hace doce años
el BILLY TALLER 7, para asegurar la continuidad e investigación de su trabajo,
y una puesta en concierto creativa. Por todo ello la investigación que hace el
BILLY TALLER 7 sobre las músicas negras
no es una investigación arqueológica, no se hace a manera de una disección de
un cadáver notable, ni se causa, en lo que sería un comprensible complejo de
culpa, para reconstruir o restaurar de manera exacta y mimética la música
original de culturas maltratadas por el poder económico, político y cultural.
Estas músicas son tomadas, en un acto amoroso, como un legado que ha sido
desestimado, como una legítima herencia que nos enriquece sin necesidad de
autorización expresa en testamento alguno. Una herencia que pervive, se
manifiesta y enaltece en la enduendada voz de Billy.
[1] A.
Cesaire
[2]
Leopold Sedar-Senghor
[3] Adrian Piper
[4]
Aimé Cesaire
[5] En Medellín vivían músicos y
orquestas como Lucho Bermúdez, Edmundo Arias, Los Hermanos Martelo, Crescencio
Salcedo, al mismo tiempo que otros muchos venían a grabar sus discos como
Clímaco Sarmiento, José Barros y Pedro Laza. Así mismo grandes músicos del
Caribe venían a presentarse en los radioteatros de la ciudad: Bola de Nieve,
José Antonio Méndez, Rolando La Serie, Celia Cruz, mientras la iglesia católica
prohibía el mambo de Pérez Prado bajo la gravedad del pecado. Pero los músicos
y el público de Medellín se mantuvieron impermeables y refractarios, y con sus
ponchos y sombreros se regodeaban en las zonzas letras y músicas lacrimógenas
de agrupaciones mediocres como el Dueto de Antaño.
[6] Caracol y RCN nacieron y se
desarrollaron en Medellín
[7] Discos Fuentes se vino de la
costa y se sumó a Sonolux, Codiscos, Discos Victoria y otros.
Samuel
Vásquez (Medellín, Colombia, 1949). Poeta, dramaturgo,
músico, pintor, crítico de arte y profesor de diseño, pintura, estética e
historia comparada del arte contemporáneo en varias universidades. Fue curador
de las bienales de arte de Medellín. Es fundador y director del Taller de Artes
de Medellín, que congrega teatro, música y artes plásticas. Como director del
grupo de Teatro del taller, ha puesto en escena quince obras, entre ellas, de
Kafka, Beckett, Genet, Arrabal y de su propia autoría, como Técnica Mixta y El
Bar de la Calle Luna. En 1992 le fue otorgado el Premio Nacional de
Dramaturgia. Es autor de los libros: El sol negro (Teatro); Raquel, historia de
un grito silencioso (Teatro); El abrazo de la mirada (Ensayo); Las palabras son
puentes que nos separan (Poesía).