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domingo, 29 de diciembre de 2013

Nadezda Ivanova: 2 Cuentos.







Nadezda Ivanova



 


Arte anatómico
  
Creo que tenía once o doce años aquel verano. Estaba sola en nuestro apartamento de Moscú ese caluroso día del mes de julio. El aire se percibía pesado y polvoriento, y las cortinas estaban cerradas para atajar el sol de mediodía. No exactamente dónde se habían ido todos, o porqué me habían dejado sola; muy rara vez me quedaba sola en casa, y recuerdo que me paseé de habitación en habitación, a esperas de que llegasen los adultos de la casa.
Mientras deambulaba de lugar en lugar pasé frente a un gran espejo en el pasillo y mi propio reflejo me llamó la atención. Me acerqué al plateado vidrio para verme desde más cerca. Cosa rara, puesto que nunca he sido ese tipo de niña que se pasa horas frente al espejo. ¿Quién sabe? quizá no tenía esa costumbre porque era el único espejo grande en mi casa y siempre había gente caminando de un lado al otro; la palabra ‘privacidad’ no figuraba en el diccionario familiar.
Pero ese día estaba sola y podía darme el lujo de mirarme en el espejo. Lo que descubrí en primera instancia me sorprendió: mi cuerpo se veía diferente; me resultaba familiar, pero a la vez había algo nuevo en él. Mi curiosidad me llevó a deshacer el cinturón que ceñía el vestido alrededor de mi cuerpo, desabroché el frente, con ambas manos descorrí el escote y dejé que la ropa descendiera lentamente y revelara mi cuerpo desnudo. Ese cuerpito desnudo era lo que se reflejaba en el espejo ahora, y lo observé con renovado interés.
Mi pecho ya no era plano, lo observé brevemente y de repente tomé entre los dedos el lápiz labial de mi madre que estaba al alcance de mis manos. Comencé a pintarme los pechos salientes y muy pronto mi piel se hallaba cubierta de figuras en forma de flor, y los pezones se convirtieron en corazones, también en forma de flor. Me resultaba tan divertido todo eso que ni me di cuenta del correr de los minutos; no por cuánto tiempo pasé frente al espejo jugando con mis pechos.
Pero el juego se vio interrumpido por el sonido del ascensor que subía; el temor de ser descubierta por mis padres hizo que corriera hacia el baño para quitarme la pintura de labios de mis pechos. Para mi sorpresa, me tomó bastante tiempo deshacerme del color rojo. Me restregué los senos repetidas veces con jabón y con una esponja; mi piel hasta llegó a irritarse. Me sequé con una toalla, rápidamente dejé que el vestido volviera a cubrir mi cuerpito desnudo, corrí hacia la sala de estar, me senté en el sillón, y traté de asumir mi apariencia normal, como si mi mente estuviese vacía.
Al rato llegaron mis padres, el apartamento retomó su ritmo normal, y con orgullo me di cuenta de que nadie había notado el cambio que en había tenido lugar ese mediodía. Había dejado de ser una niña. Tenía mi primer secreto de adulto.




Pintura fresca

De niña casi nunca me gustaba la ropa que tenía: era incómoda, de colores apagados, y me hacía sentir horrenda. Hay que tener en cuenta que en aquella época en la Unión Soviética la ropa para niños era difícil de conseguir (bueno, en realidad lo mismo ocurría con la ropa para adultos) y los padres se consolaban con la idea de que la ropa prolija y abrigada era más importante que la de estilo o la que proporcionaba cierta comodidad.
No era fuera de lo común que en una familia los niños más jóvenes heredaran la ropa de
los mayorcitos cuando éstos crecían, y de esa manera más de un niño se veía beneficiado. Cada prenda se cuidaba sobremanera, a fin de que durase por mucho tiempo, y al cumplir mis seis añitos me convertí en la heredera de un abrigo a cuadros verdes y marrones, con capucha y cinturón de cuero. A pesar de que el abrigo no era muy cómodo, puesto que las sisas eran demasiado ajustadas, me gustaba cómo lucía en mí.
Una tarde de sábado, en un día de noviembre, algunos parientes vinieron a visitarnos y como la temperatura era agradable mi madre sugirió que todos diésemos un paseo de a pié. Con entusiasmo me puse mi abrigo a cuadros, alguien me ayudó a ajustarme el cinturón, y nos fuimos de caminata. Al salir de nuestro apartamento noté que uno de los bancos de afuera había sido recién pintado, y advertí a todos de que el banco tenía pintura fresca y que debían evitar sentarse en él. El paseo habrá durado más o menos una hora, y durante ese tiempo pude disfrutar de algunas de mis actividades favoritas al aire libre, como las hamacas y el hacer equilibrio sobre las vigas, pero esa diversión fue breve porque a los adultos de golpe les entró hambre y decidieron regresar al apartamento.
A medida que nos acercábamos a casa cada vez más me sobrecogía el cansancio y más y más me venían los deseos de tirarme en algún lugar y descansar; así fue que ni bien vi el banco recién pintado corrí hacia él y mi senté sin siquiera pensarlo dos veces. Pero una vez sentada me invadió ese típico sentimiento de que algo no estaba del todo bien de pronto me hallé pegada como con cola sobre el bendito banco. Mi madre, al ver la expresión en mi rostro, corrió en mi ayuda y me despegó del banco mientras yo comenzaba a sollozar para finalmente descollar en pleno llanto en el ascensor.
¿Qué puede ser más irónico que no seguir mis propios consejos? ¿Por qué ninguno de los adultos presentes me advirtió en cuanto a la pintura fresca de la misma manera que yo les advirtiera a ellos una hora antes? ¿Qué habría de ser de mi abrigo favorito? ¿Podría pasárselo a otro niño de la familia una vez que me quedara chico a mí? me sentí totalmente desolada al no poder responder a ninguno de mis interrogantes.
Afortunadamente mi abuela pudo quitarle todas las manchas de pintura a mi abrigo, y éste quedó sin rastro alguno que atestiguara en cuanto a mi infortunio, pero no por ello dejé de sentirme molesta con todo el mundo durante el resto de ese día. Estaba absolutamente convencida de que los adultos no me advirtieron respecto a la pintura fresca a propósito, para luego reírse de mí. ¿Quién sabe? quizá este incidente me sirvió para darme cuenta de que jamás habré de pensar que los demás me protegerán de nada. En cuanto al abrigo, al llegar la siguiente primavera ya no me cabía, y otro niño de la familia lo heredó quizá ese niño también podrá contar algún día su propio cuento sobre su abrigo.

( traducciones del inglés Jorge R. Sagastume)



Nadezda Ivanova nació en Moscú, donde se crió y estudió música, literatura, e ingeniería química. Pasó luego a los EE.UU. para realizar sus estudios de posgrado, donde vive desde el 2004. Es además poeta y cuentista y escribe tanto en ruso como en inglés.

Jorge R. Sagastume nació en Buenos Aires en 1963. Se doctoró en filosofía y letras en la Vanderbilt
Jorge R. Sagastume
University, y además de dictar clases universitarias de literatura hispanoamericana en los EE.UU. se dedica a la escritura y la traducción.