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miércoles, 17 de agosto de 2016

Esteban Moore: Declan Kiberd, Inventando a Irlanda, La literatura de la nación moderna.[1]










En un breve ensayo, 'Nueva York: sonidos y voces',[2] dedicado al escritor norteamericano Louis Wolfson, Paul Auster nos recuerda que en el prólogo a su novela Le bleu du ciel, Georges Bataille realiza una importante distinción entre los libros escritos por el placer de la experimentación y, aquellos, cuya génesis está determinada por una profunda  necesidad. Si la comparación de Bataille respecto de la creación fuera trasladada al campo de la lectura, se podría establecer dos categorías de textos, aquellos cuya función no excede el entretenimiento (o las pulsiones de la industria editorial) y los que nos son verdaderamente imprescindibles.
En el caso de Inventando a Irlanda: la literatura de la nación moderna de Declan Kiberd, muchos comparten la opinión de Edward Said: “este estudio crítico de la cultura irlandesa durante el siglo XX resulta indispensable para comprender el creciente desarrollo social y económico alcanzado por la joven República en las últimas décadas del siglo XX”.  
 Es este un libro que puede ser considerado de necesaria lectura para nosotros y, en particular, para aquellos que han olvidado la ley de la causa y el efecto. Aristóteles, algo más sabio que el viejo Vizcacha,  afirma "que todo lo que sucede tiene lugar a partir de algo". En los últimos tiempos, políticos, empresarios,  intelectuales y periodistas sorprendidos por el crecimiento económico de Irlanda, se han referido a ella como un ejemplo a seguir o, al menos, un modelo para tener en cuenta. Su entusiasmo por las estadísticas parece apartarlos de cuestiones fundamentales: la construcción cultural que realizó Irlanda en los siglos XVIII y XIX, cuyos resultados están a la vista.
Este trabajo de Kiberd, documentado hasta la obsesión,  propone una serie de nuevas lecturas, y nos será de suma utilidad para corregir lo distorsivo de ciertos puntos de vista sostenidos por algunos sectores de nuestra sociedad que se sienten atraídos por diversos aspectos y arquetipos de la cultura irlandesa. En ocasiones guiados por un espíritu folklórico-turístico y mitos de factura casera,  en otras, por razones equivocadas.
La moda celta  que hizo pie en la Argentina en década de los 80 del siglo pasado, produjo una conducta imitativa entre los más jóvenes, quienes  los  17 de marzo, como viene sucediendo hace años, fecha en que se celebra el día de San Patricio, santo patrono de la isla esmeralda, se congregan masivamente en el barrio de Retiro. Allí, en las inmediaciones de  varias tabernas  -pubs- de dudosa procedencia irlandesa, beben cerveza y escuchan música celta hasta altas horas de la madrugada. Una mayoría luce distintivos y prendedores con el trébol -la flor nacional de Irlanda-, otros, cubren sus cabezas con grandes  sombreros verdes, similares a los que la leyenda les adjudica a los duendes. Este fenómeno de índole festiva no es relevante. Lo que sí debería llamarnos a la reflexión son algunos preconceptos acerca de la cultura irlandesa que se originan en una interpretación autoritaria de la vida.   
Debemos recordar que durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, las facciones del nacionalismo argentino que deseaban y creían en la victoria de Hitler, la conquista de Europa y el establecimiento de un nuevo orden en Occidente, vieron en la República de Irlanda, enfrentada históricamente con Inglaterra, una posible aliada. Rápidamente la pusieron en la lista de sus simpatías. Los nazis criollos infirieron que la neutralidad asumida en el conflicto significaba que Irlanda tomaba partido por Alemania. No se puede negar en aquella época la existencia de nazis en Irlanda, como tampoco en Inglaterra, sin embargo, Éamonn de Valera, cuyo espíritu democrático no puede ser obviado, tomó esta decisión debido a una compleja situación política y económica interna. No obstante los irlandeses colaboraron efectivamente con los aliados, proveyeron a Inglaterra de alimentos,  esenciales para el esfuerzo bélico, y muchos  de sus jóvenes se alistaron voluntariamente en el ejército británico. Asimismo, los incendios provocados por los bombardeos de la fuerza aérea alemana en Belfast, ciudad ubicada en el norte y, bajo control británico, eran combatidos por los bomberos neutrales del sur. En esos días los irlandeses hicieron popular la frase: ¿Neutrales? ¿Contra quién?
En el campo institucional, la iglesia católica argentina, que entre sus seguidores cuenta con un importante núcleo de descendientes de irlandeses, tiene grandes responsabilidades en la difusión de una imagen distorsionada del caso irlandés. No pocos sacerdotes y fieles se empeñan en considerar los problemas de aquel país y el proceso de descolonización como una cuestión religiosa: el enfrentamiento entre católicos y protestantes, entre los seguidores de Roma y aquellos que niegan la autoridad papal. Esta visión nunca se ha ajustado a la realidad. Irlanda fue una colonia y el parlamento británico ejerció, a partir de 1719, el derecho de legislar en todo su territorio.  No conformes con esta situación una minoría de irlandeses y anglo-irlandeses, católicos y no católicos, comenzaron una larga lucha por sus derechos y libertad. En 1938, amparado en la constitución de 1937, que reconoció a las iglesias anglicana, presbiteriana, metodista y a la comunidad judía, Éamonn de Valera, hizo uso de sus influencias para que Douglas Hyde, un ardiente nacionalista de confesión protestante, fuera elegido el primer presidente de la nueva República.
En Inventando a Irlanda: la literatura de la nación moderna, el autor nos introducirá en la complejidad cultural de este pueblo, proporcionándonos nuevos elementos que nos permitirán, si así lo decidimos, admirar a ese país por las razones adecuadas y a su vez poner en contexto su éxito económico, más allá de las crisis  circunstanciales,  que está estrechamente ligado al proceso cultural.
La lenta conquista de Irlanda, a partir del desembarco de Enrique II de Inglaterra en 1171, extendió los significados de 'cruel' y 'ruin'.  La ocupación militar del territorio fue  acompañada por la destrucción del orden gaélico y culmina en 1607 con el exilio de los nobles de origen celta en el continente. A partir  de entonces fueron despojados a sangre y fuego de su lengua.
Los invasores no previeron la resistencia cultural de este pueblo abnegado y decidido. En el siglo XVIII,  las ondas expansivas del iluminismo y la Revolución Francesa llegarían a estas tierras, entonces un grupo de presbiterianos y protestantes crearon un movimiento dedicado a unir a todos los ciudadanos de diferentes credos religiosos en la causa de la libertad. El movimiento por la independencia nacional que se generaría más tarde, influenciado por el ideal republicano,  imaginaba al pueblo irlandés  como una comunidad histórica, cuya imagen se constituyó mucho antes  de la era del nacionalismo moderno y de la concepción del estado-nación. Esto fue posible, pues  el pueblo irlandés ha demostrado a través del tiempo, una capacidad fuera de lo común para asimilar nuevos elementos, étnicos y culturales. Asimismo, sienten cierto placer en  pensar la identidad como una cualidad que rara vez es inmutable. Ésta, según Kiberd, no se recibe o  hereda, es una cuestión de negociación e intercambio constante que admite la  integración del otro, rechazando las doctrinas de pureza racial. 
Hacia mediados del siglo XIX se perdieron varias cosechas de papa, el alimento principal de la isla, debido a la  Phytophthora Infestans: tizón tardío. Se produjo entonces la denominada Gran Hambruna que afectó a una de cada cuatro familias, casi el 30% por ciento de la población se vió obligada a emigrar. En ese período la mente irlandesa estaba confundida, habían perdido su lengua nacional y aún no podían expresarse cómodamente en la lengua inglesa.
Hacia fines del siglo algunos protestantes, entre ellos, Standish James O' Grady y Douglas Hyde, inician lo que posteriormente se denominó el Renacimiento Gaélico, que se caracterizó  por el intento de recuperar la vieja lengua y en traducir el conjunto de los mitos y  leyendas de origen gaélico a la lengua inglesa. La primera de estas proposiciones fracasó, en la actualidad, la mayoría de los irlandeses habla la lengua inglesa. Pero, se lograron salvar la memoria y las tradiciones de la  antigua cultura celta, las que trasladadas a la nueva lengua alcanzaron una difusión nunca imaginada.
Walter Benjamin pensaba que la falla de la mayoría de las traducciones del siglo XIX, se debía al excesivo respeto del traductor por las convenciones de la lengua de destino y, el temor,  de que la lengua de origen perturbara su sintaxis. En el caso de los traductores irlandeses no existió ni respeto, mucho menos temor en el proceso de traslación. De esta manera no solo renovaron el inglés sino que ejercieron sobre él, al convertirlo en un mediador con su propia cultura,  un claro ejercicio de apropiación. No obstante, durante mucho tiempo persistieron ciertas dudas acerca de la efectividad de la lengua adquirida para expresar a la mente irlandesa.
Stephen Dedallus en A Portrait of the Artist as a Young Man (Retrato del artista adolescente) de James Joyce, luego de entrevistarse con el director del colegio jesuita en Dublín, un inglés converso, dice: “El lenguaje que hablamos le pertenece antes a él que a nosotros. Qué diferentes suenan las palabras, hogar, Cristo, cerveza, amo, en sus labios y en los míos. Su lengua, tan familiar y tan extranjera, es siempre para mí una lengua adquirida. Yo no he fabricado ni aceptado sus palabras. Mi voz las mantiene a distancia. Mi alma  se inquieta en la sombra de su lenguaje.”  
Esto quizás se debe en buena medida al temor que produce la actitud, tan extendida en la metrópoli, de considerar simplemente a la nación emergente y su cultura como un efecto de sus propios deseos. Los países centrales se constituyen en  guardianes celosos de su tradición y vigilan los usos que se les da. Ante cualquier atisbo de insurrección lingüística,  están preparados a lanzarle a la mente del rebelde  la biblioteca de sus clásicos, junto con las instrucciones acerca de cómo éstos deben ser interpretados. Durante siglos Londres se burló del modo de hablar de los irlandeses. Su dicción, su vocabulario extravagante y una sintaxis no apropiada, decían, les causaba gracia. A pesar de ello, los irlandeses continuaban ensimismados en su propia vida cotidiana, dados a la tarea de recuperar sus propias raíces, haciendo de la lengua inglesa algo propio. Este esfuerzo titánico, el de darse una nueva lengua y, al mismo tiempo, transferir a ella su herencia cultural, renovó el espíritu nacional. La reescritura  de las hazañas de los héroes épicos del lejano universo gaélico encendió la imaginación dormida y produjo una poderosa tradición literaria que ha sido reconocida con cuatro premios Nobel de literatura: W.B. Yeats, George B. Shaw, Samuel Beckett y Seamus Heaney.  
Uno de los aspectos relevantes del trabajo de Kiberd es que analiza, un hecho poco frecuente, el modo en que los líderes políticos de la independencia, entre ellos, Pearse, Connolly, de Valera y Collins, se inspiraron en las ideas de poetas y dramaturgos. El renacimiento cultural irlandés es fascinante en este aspecto, pues a  partir de él, se produce la revolución política posterior que culmina en la república democrática independiente del presente. Éste podría caracterizarse como la búsqueda  y reinstalación de las tradiciones ancestrales que los conquistadores pretendieron borrar de su memoria.  La reapropiación de una visión de la vida y las cosas, de un conjunto de bienes simbólicos que a partir de ese momento  serían compartidos por todos, sin distinción de clases.
Este es un punto de inflexión en sus vidas, no sólo habían recuperado su orgullo nacional, sino que a  partir de esta instancia, la recreación de "lo irlandés", los validaría internacionalmente, ya estaban en condiciones de exportar su cultura.  
La década de los 60 trajo profundos cambios en la sociedad irlandesa. En 1962, la televisión nacional inició sus transmisiones, las imágenes del mundo exterior, llegaban por primera vez a los hogares de una población  influenciada en gran medida por una cultura rural. Los sectores más conservadores vieron en esta apertura una amenaza, la que sería neutralizada con la creación de agencias gubernamentales, cuyo fin era promocionar la cultura irlandesa en el extranjero. Simultáneamente, las nuevas reformas fiscales establecían exenciones de impuestos a todos los artistas extranjeros (escritores, pensadores,  artistas plásticos, actores, directores de cine y teatro) que se domiciliaran en la isla y pasaran, al menos, sus vacaciones en ella.  Esta decisión pretendía abrir la mente irlandesa a las ideas que circulaban en el mundo. La apertura iniciada en los 60 fue el paso inicial del desarrollo científico e industrial de este país de escasos 70.273 km2, con  alrededor de cuatro millones y medio de habitantes,  cuyas exportaciones superan ampliamente a las de nuestro país.
Los escritores irlandeses que dieron comienzo a este proceso, estaban motivados por el deseo de que sus conciudadanos pudieran verse a sí mismos. Ellos comparten el mismo sentimiento que atormentó a Sarmiento respecto de nuestro continente, expuesto con claridad en  su introducción al Facundo: “En la Enciclopedia Nueva, he leído un brillante trabajo sobre el general Bolívar, en que se hace a aquel caudillo americano toda la justicia que merece por sus talentos, por su genio; pero en esta biografía, como en todas las otras que de él se han escrito, he visto al general europeo, los mariscales del Imperio, un Napoleón menos colosal; pero no he visto al caudillo americano, al jefe de un levantamiento de las masas; veo el remedo de la Europa y nada que me revele  la América.”
Es la inversión de la mirada a la que nos insta H.A. Murena,  observar la periferia desde la periferia misma, anular el centro imaginado.  Mirarnos en nuestro propio espejo y no a través de uno ajeno, en apariencia más elaborado, que invariablemente nos devolverá una imagen doblemente deformada de nuestra  realidad. Pero, nos hace la advertencia de que esta no puede ser protagonizada por una mente dividida. Una cuyos hemisferios se enfrentan constantemente en una danza macabra,  autodestructiva, augurando la cíclica  reinstalación del fracaso.  









[1] Declan Kiberd, Inventing Ireland: the Literature of the Modern Nation, Vintage ,719 pgs. Londres, 1996.     

[2] Paul Auster, Ground Work, Faber and Faber, London, 1990.