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domingo, 5 de julio de 2020

Eduardo D’Anna: RECUERDOS DE JORGE RIVELLI


Jorge Rivelli, tinta Horacio Spinetto




Conocí a Jorge en el Festival de Poesía de Rosario. Ahí, en aquellos tiempos, había siempre un clima de joda connatural, y su presencia en los grupos que nos íbamos a chupar algo a Pasaporte después de las lecturas no me sorprendió. Lo que sí me sorprendió es que la primera noche, cuando emprendíamos el regreso a nuestras casas y hoteles, había desaparecido. Y me sorprendió mucho más cuando, camino al hotel donde él se hospedaba, nos lo encontráramos sentado en un umbral, un poco enajenado por la bebida, un poco también esperándonos.
Jorge amaba una bohemia desmedida, bien distinta a la controlada onda dicharachera de otros poetas, medidos en su conducta y en su imaginación. Él concebía el acto creador a lo Rimbaud, como desorden de los sentidos, y no macaneaba. Necesitaba rearmar el mundo a su alrededor, sobre bases distintas a la mera conveniencia de las circunstancias que casi todo el mundo toma por lógicas.
Yo ya conocía la revista que dirigía, de desafiante título (“Omero”, sin hache), porque un día Javier Adúriz apareció en mi casa, junto a Carlos Pereiro, a hacerme una nota para ella, y a comerse las milanesas que preparó mi mujer para la ocasión. Cuando apareció ese reportaje, me la mandaron.
La revista y él. Me daban la impresión de haber salido del mismo corazón de mi adolescencia, con la misma pasión irresponsable que sirve de abono a la belleza. Ya harto de tanto intelectual razonable, me devolvían la confianza en las cosas que no se compran: la amistad, la crítica sincera, los proyectos absurdos con los que, sin embargo, había que animarse a soñar. Y eso que esos razonables fueron ocupando los lugares del poder, llenándolos con sus transgresiones rigurosamente calculadas para conseguir becas y prebendas.
Como antídoto contra ellos, también, Jorge me llamaba a casa, intentando tener largas conversaciones telefónicas que yo, alérgico a ellas, pretendía acotar. A mí me gustaba más ir a verlo personalmente a Buenos Aires, salir a tomar algo con él, con Alejandra y con mi mujer, y dejarme empapar por la porteña atmósfera que ellos generaban, que parecía salida de otra Buenos Aires, una anterior, sin autopistas y llena de poetas.
Y hubiera ido a verlo, si la pandemia de mierda no me lo hubiera impedido. Seguíamos su enfermedad por las noticias que nos daba Alejandra. Suponíamos que todo iba terminar bien, y así lo pensé una vez más cuando lo llamé, unos tres días antes de su partida. Sé que se alegró. Prometimos vernos en cuanto pasara la peste, acá en Rosario, donde siempre me prometía venir, pero donde nunca llegó a volver.
Hoy están, por supuesto, sus libros. Que irán más allá de nosotros, los que compartimos sus ideas y su pasión. Para enseñarle a la gente que la poesía no es para la cómoda lectura en una playa donde uno no puede ahogarse, sino para el azaroso deambular de un tipo que vuelve del boliche, y se instala a esperar a sus amigos en el umbral de la casa de una ciudad desconocida.


Eduardo D’Anna (poeta, narrador, ensayista, traductor y docente.
Jorge Rivelli, Eduardo D'Anna