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lunes, 2 de noviembre de 2020

Rafael Felipe Oteriño: Apostillas sobre el lenguaje de los poetas

 

Rafael Felipe Oteriño









El poeta escribe con las palabras de todos los días algo que solo de manera refleja expone el horizonte de “todos los días”. Porque la suya es una palabra impregnada por la transfiguración: dice esto para significar aquello, dice aquello porque no puede comunicar esto. En ambos casos violenta el “esto” y el “aquello” al sacarlos de su dimensión natural para darles otra vida en el lenguaje. 

Comúnmente, el poeta deja de lado el adverbio “como” en su definición de las cosas, revalidando el rimbaudiano recurso de aunar lo uno en lo otro (aplicación del conocido “Je est un autre” del poeta francés), con lo cual devuelve al lenguaje su función originaria de dar nombre a las cosas. En su lenguaje esto es aquello, tal como lo fue en el orden primitivo.

Esto relaciona la poesía con el regalo de la musa (o don o inspiración o precipitado psíquico o tropel de palabras o mera voluntad de crear algo donde no hay nada: como quiera llamársele al acto creador), que lleva al poeta a expresarse, primero, por la percepción intuitiva; luego, a través de figuras de la imaginación; y al cabo, mediante la pieza verbal con la que corona la pulsión de ir más allá de sí mismo.

Un poema de amor, por ejemplo, no requiere la referencia al autor ni la descripción del ser amado. Tiende a valerse de hechos aparentemente extraños al autor y al ser amado (el poema de Macedonio Fernández dice: “Amor se fue. / Mientras duró de todo hizo placer. / Cuando se fue/ nada dejó que no doliera.”). Lo que expresa, en primer lugar, es el amor que el poeta siente por las palabras.

La poesía pone al descubierto el hiato existente entre la vida diaria, donde las cosas ocurren como una sucesión de hechos físicos, temporales y fugitivos, y la vida presentida, intuida e ideada del escritor (o meta-vida), donde la escritura suspende el tiempo lineal, enmarca una situación y confiere a esas mismas cosas un sentido complementario y revelador.

Alguna vez escribí que para tomar dimensión de la poesía hay que alejarla provisoriamente de las bellas letras. Me explico: evitar la exaltación de lo que es adorno, descripción, sujeción servil al motivo del poema. Esos extremos en los que de ordinario se tiende a ver lo poético, con olvido del misterio de eso que está ahí, ofreciéndose y negándose, y que es el verdadero tema del poema.

La poesía tiende a ir más allá del sujeto y del objeto, y eso pone de manifiesto una dimensión que no es tanto metafísica como inexpresada (latente, oscura, velada), hacia la que el poeta se asoma y de la que se aleja durante la escritura, como en un juego de aproximaciones. Ese renglón ulterior cuyo depositario es la forma poética, entendida como custodia, fuente y espacio de develamientos.

Refugiada casi con exclusividad entre quienes la cultivan –parlamento solo interrumpido por el diálogo con el lector-, la poesía pone en práctica su principal función que es decir lo otro. No definir ni pontificar ni sentenciar, sino decir lo otro. Lo que estaba llamado al olvido, lo que era refractario al discurso, lo deliberadamente callado. 

Con la plasticidad propia de su palabra, la poesía se constituye en una defensa de la interioridad. Perdida su incidencia en la Historia, abandonada su práctica como gracia nemotécnica, alejada de las costumbres mundanas, devuelve la atención sobre la vida privada, en una época entregada a la idolatría del mercado, con la consiguiente aniquilación de los lenguajes familiares, hechos de sobreentendidos, acentuados por la emotividad y atravesados por la discreción y el silencio.

La poesía aporta conocimiento. No conocimiento de lo patente y discernible, sino de los modos y de las relaciones, de los fragores y los matices de la persona individual. Adoptando los tres modos de conocimiento –el natural, el analítico y el revelado- se enfrenta a la realidad mediante la creación de una concordancia distinta de la ofrecida por los usos prácticos, utilitarios y convencionales de las palabras. 

Para alcanzar esa otra realidad (que no es abstracta, sino sensible y concreta), la poesía opera el lenguaje de conformidad a un uso alusivo, sometiéndolo a pruebas extremas, giros audaces, metáforas, retruécanos y sinonimias. “Ver en la muerte el sueño, en el ocaso / un triste oro” escribe Borges, instituyendo una existencia verbal que, por encanto de la sintaxis, escuchamos como perteneciente al mundo natural. 

La acción poética se traduce en una reflexión sobre la vida vivida y sobre la vida presentida, ya que los vínculos con el lugar y con el mundo de la conciencia resurgen en ella transfigurados. Esa variación emplaza una mirada nueva sobre los hechos y las cosas. Así ensanchado el horizonte, el primer efecto de la poesía es experimentar la propia vida en su temporalidad. 

Gottfried Benn apunta: “A menudo se piensa que con una pradera o un crepúsculo y un joven o una joven en estado de ánimo melancólico nace una poesía. No, así no nacen las poesías. Las poesías nacen, por lo contrario, muy rara vez. Las poesías se hacen. Si de una composición rimada extraen ustedes lo ligado al estado de ánimo, lo que queda, suponiendo que algo quede, eso es tal vez una poesía.” (…) “La lírica es un producto artístico”. 

De la experiencia de los sentidos se habrá pasado a la experiencia verbal. Del yo-biográfico al yo-literario. De una historia personal, a otra animación en la que el tiempo habitual se ve interrumpido. En el proceso, el sujeto real se desdibuja y pasa a ser otro: la voz poética (que ya no es la voz del autor, sino el fundido de muchas voces, entre las que se encuentra la lección dejada por los libros leídos y los escritores amados).

Se escribe, pues, desde imágenes proporcionadas por la vida, pero no para quedarse en ellas, sino para trascenderlas. Se remite lo desconocido a lo conocido, a fin de volverlo familiar. En un abrirse al mundo y frente un abrirse del mundo, el poeta va a través de las cosas (piedra, viento, río, lluvia) hacia lo aún no pronunciado, en procura de darle entidad verbal. 

El poema organiza todos esos elementos de manera sorprendente, dando lugar a una realidad verbal que se superpone a la realidad contingente. Los saltos del pasado al presente, la organización del recuerdo, la unificación de lo múltiple, la creación de futuro en muy pocas líneas, hablan de atributos que concentran una información que cualquier otro registro lingüístico demoraría muchas páginas en conseguir.

Por eso, no es la preceptiva y sus variantes –oda, himno, sextina, copla, canción, con sus metros, rimas y sílabas pautadas- la que revela la presencia de la poesía, sino las constantes que la acompañan desde el fondo de los tiempos: intensidad, concentración y velocidad, y que confluyen en otra más terminante: inevitabilidad (que lo dicho por el poema no pueda ser expresado de otro modo).

La distribución de las palabras en la página y la voz del intérprete durante la lectura son avisos de que nos hallamos en presencia de algo que excede la significación normativa. Que a partir de ello se ha de participar de un rito en el que los aspectos informativos del lenguaje serán traspasados, violentados, transfigurados. Una ceremonia en la que se oirá la otra voz, esa latencia que acompaña la penumbra de lo aún no pronunciado. 

El poema habrá instaurado una realidad distinta, de algún modo autónoma, en la que las referencias objetivas serán puentes para una significación anidada en los pliegues del lenguaje. Todos los matices de las palabras operan en ella, sin respetar otro orden que el de su conjugación feliz, lo cual es el primer paso hacia esa presencia todavía no mencionada: la belleza.

A su vez, las cosas de las que habla el poeta se convierten en disparadores de la imaginación antes que en corolarios de la conciencia. Y la realidad contada está más cerca de la ficción, parábola o leyenda, que de la naturaleza tal como la vemos, oímos y tocamos. El poema instaura una existencia verbal cuyo primer efecto es reinventar el perfil de personas y cosas.

Se trata de una experiencia en los límites del lenguaje. Lo que de ella se extrae es un acompañamiento, no certezas. La sensación de que ese algo más que nos excede tiene su aliado en las palabras. Que con ellas es posible evitar las aporías de lo inexpresable, reunir el aquí y el allá en pocas líneas, dar saltos temporales, y con imágenes que corren en paralelo con la realidad objetiva, entronizar la alteridad como escenario. 

Capacidad que nos enseña que las palabras, emisoras y receptoras de sentido, también obran de modo independiente, mediante una cierta magia técnica sostenida por sus componentes visuales, semánticos y sonoros. Esto es: como puesta en escena, simulacro, pequeño teatro, en los que se procura comunicar lo inexpresado, y en los que se expone la difícil tarea de comunicarlo.

Al amparo de su irreductible subjetividad, la pregunta por la belleza es seguida de una respuesta solo atinente a la forma: excelencia de la composición y maestría en cuanto al lenguaje. Lejos de cualquier sobrecarga sobre el objeto y de toda idea concerniente a pompa o lujo –encaminada a enlazar el mundo y la lengua en una sola unidad-, lo bello se traduce en el goce de compartir su suficiencia. 

Excelencia de la composición: por la eficacia de la palabra aislada, el encabalgamiento feliz, la distribución afinada de los versos. Maestría en cuanto al lenguaje: por el manejo sin igual de las palabras (“Tornasolando el flanco a su sinuoso / paso va el tigre suave como un verso…”, escribe Enrique Banchs, replicando magistralmente el paso sigiloso del animal). Lo demás es adorno o idealización. 

En cualquier caso, la poesía aporta algo que es indispensable en la hechura del mundo: una positiva libertad, una cuota de imaginación asociativa y un afán constructivo que permiten elaborar la palabra que falta y encontrar en ella el horizonte reparador que nos conduce a buscar abrigo en las palabras. 

En suma: la creación de un objeto nuevo sobre la tierra, en el que se aúnan la revelación de un hecho puntual, el acto de darle cabida en el lenguaje, y la sintaxis que permite llevar a cabo dicha operación. El resultado no es otro que el de aparejar una visión refrescante, menos condicionada. Una “metáfora ascendente”, para decirlo con palabras de Matsuo Basho.

En esta dirección, Brodsky apunta que “El arte es un espíritu que busca carne, pero encuentra palabras”. Agamben estira auspiciosamente la idea: “el hecho poético no nos devuelve la vida, (pero) nos deja la literatura”. Wallace Stevens lo había anticipado en términos realistas: “Todo poema es un poema dentro de un poema: el poema de la idea dentro del poema de las palabras”.

Bajo estas condiciones, la poesía crea un espacio de fe. La confianza en lo que apareja el lenguaje, la fascinación por los puertos que toca, la bruma que despeja en el recorrido de la lectura, son conquistas en el continente de lo decible. Esa otra victoria de las palabras que es natural y extraordinaria a la vez. 

Ello muestra a la poesía como una invitación a creer más que como un escalón de la certidumbre. Y de su mano, a la confianza de que ella es la experiencia. Lo múltiple le gana a lo único, las vísperas al orden, la novedad a lo desconocido, mientras la perplejidad adquiere la categoría de un valor y el extrañamiento el de un norte.

Se le ha llamado revelación, podríamos denominarlo descubrimiento. Es una experiencia que se cumple en el corazón del autor y que es revivida por el lector. Versos que no se llegan a entender, seducen por su musicalidad; palabras que conforman imágenes, transportan a una realidad viva, inmediata, distinta. 

Controvirtiendo la enigmática frase de Mallarmé “Un golpe de dados jamás abolirá el azar”, el poema suspende momentáneamente el azar, dando paso a un testimonio no lógico ni discursivo (“efecto de verdad”, se le ha denominado) directamente emparentado con la forma poética, convertida, de este modo, en la primera articulación del pensamiento.

(Inédito)


Rafael Felipe Oteriño (La Plata, Buenos Aires, 1945) Poeta, ensayista, crítico y  docente universitario. En poesía ha publicado: Altas lluvias, 1966; Campo visual, 1976; Rara materia, 1980; El príncipe de la fiesta, 1983; El invierno lúcido, 1987; La colina, 1992; Lengua madre, 1995; El orden de las olas, 2000; Ágora, 2005; Todas las mañanas, 2010; Viento extranjero, 2014; Y el mundo está ahí, 2019. En 2016 reunió una serie de ensayos sobre poesía: Una conversación infinita (2016).

Entre otras distinciones a su obra poética se cuentan: Premio Fondo Nacional de las Artes (1966); Primer Premio Regional de Poesía de la Secretaría de la Nación (1988);  Premio Konex de Poesía (1993); Consagración, Legislatura de la provincia de Buenos Aires (1996);  Premio Nacional Esteban Echeverría (2007); Gran Premio de Honor, Fundación Argentina para la Poesía (2014); Premio Rosa de Cobre, Biblioteca Nacional (2014).  Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras. En 2020 fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura por la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.