| Santiago Espel |
Y que mis cenizas vayan al agua, dulce o salada.
Nada, nada más me importa; y menos tu billetera.
La carne se dora en el fuego; y el vino en la boca.
Primero risa. Chismes, encono, y chisporroteos.
La palabra disco encierra un círculo: cero, la forma
misma en la que el parásito se nutre de sus liendres.
*
Ahora bien: puedo enumerar de a uno los crímenes
cometidos en estas baldosas; y señalar los cadáveres.
Esto que llamamos idilio, y no es más que el deseo
de doblegarnos. O la pasión secreta de los indignos.
Después de años de actuar, muñeco al fin, nudo al fin,
tiembla mi yo maniatado. Y gesticula, finge, y escribe.
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Avisos clasificados: complejo escatológico de civilización.
Banquete y recepción de ruiseñores; y la elegía del perdón.
Tengo primera fila. Papel picado. Un revólver de plástico.
Me siento en la penumbra de un teatro. Se levanta el telón.
Hay unos cachivaches que cantan y se ríen; pero es cierto.
Subo al escenario de un salto. Me detienen, y me esposan.
*
Vea: yo también me corté una oreja: no por una puta,
pero sí para ponerme a salvo de su magnético silbido.
*
Antes, la anfeta se usaba para estudiar; ahora para matar.
*
Piazzolla y Mulligan: cumbre que trae a mi padre muerto.
Las luces de mi casa: bajas y amarillas como luciérnagas.
En el bar: el amor tiene que ser más firme que el dolor.
Un mismo animal de carga con dos esbeltas cabezas.
Ese que era yo, casi un predicador, entre las miserias del
perdón y el escándalo de la prepotencia; pero un cobarde.
*
En la calle un despojo que alguna vez fue un hombre.
La ciudad lo abriga en su desamparo; luego desinfecta.
Prohibir los circos, para montar este burdo espectáculo.
Un gesto obsceno y meditado por los mismos actores.
*
Llevo mi corazón al médico; y me muestra el suyo, roto.
*
Lo prescribe la ley, lo unge la moral, y lo ejecuta el instinto.
Lo que está en ciernes ya tiene propietario: el erario público.
*
En el rulo de la cáscara de naranja, el cero; pelusa, ombligo.
Ni Humpty Dumpty ni Gregor Samsa; una uva con chaleco.
*
No siempre el río devuelve el cuerpo de los ahogados…;
y menos sus datos. Nuestro río es una lápida sin nombre.
*
Mi vecina espera al mesías. Otro vecino espera a su novia.
Y el de la esquina espera al repartidor de pizza. Esperan.
Ellos esperan. Yo no espero a nadie. Ni nadie me espera.
Pero me mantengo anhelante a la espera de mis vecinos.
Mi vecina espera al mesías, pero llega su novio; barbudo.
Yo no espero a nadie. Pero llega el repartidor de pizzas.
*
Ahora es de noche y la lámpara se apaga sobre el libro,
como una mariposa nocturna y desfalleciente, moribunda.
El libro es un residuo del día, un halo de luz palpitante.
Mi mano alcanza tu orilla húmeda; tus límites del sueño.
Mañana despertaremos sin cordón; tenues en el desvelo.
*
Mis camisas del trabajo cuelgan en fila secándose al sol.
Los brazos laxos y vacíos flamean, saludan; sin puños.
La espalda encorvada por el viento; los broches grilletes.
Las gotas sobre las baldosas escriben el morse del lunes.
*
Secas, de noche, parecen fantasmas de un museo de cera.
Se destiñen bajo la luna; y sufren las poluciones del rocío.
*
Mediante una cobarde emboscada, detuvieron a la locura.
Le sacaron uñas y dientes. Y le extendieron una solicitud.
Le dieron con manguera y fármacos de última generación.
La encerraron en el patio; sin la compañía de los pájaros.
Por último, la despojaron de sus bienes; también de la risa.
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No cicatrizan los muertos; se los apila de noche en un cajón
de mudanzas. Propios y ajenos, enteros. Nos dan consuelo.
Los muertos traspasan la aduana de la noche sin permiso.
Se van como llegaron; como músicos después de un ensayo.
Un anillo de alcanfor en el pecho menudea esa contabilidad.
Un proverbio latino nos pone en evidencia; y las cien ovejas.
*
La asepsia de la carnicería; y la mala conciencia del carnicero.
Los ganchos cuelgan de los rieles como signos de pregunta.
*
Ahora bien: no sólo en Dinamarca el pescado; también acá.
*
¿Qué pensarán mis hijos de este padre que recuenta sílabas
en el aire, que toma su sopa en la cocina? ¿Qué dirán, señor?
*
En el hospital, espero el alta como si se tratase de un indulto.
Luego del suplicio dodecafónico del resonador magnético.
*
En casa, libero la mariposa del miedo bajo el sol de la terraza.
*
Es cierto que llevé a mis hijos de la mano a la orilla del mar.
En ese corto ida y vuelta quedó la enseñanza del horizonte.
Y en el respetuoso silencio del paso, la libertad de la mirada.
Si hago un esfuerzo, todavía vamos; y de la mano volvemos.
Santiago Espel, nació en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina, en 1960. Publicó en poesía rapé, 1988 (Faja de Honor de la S.A.D.E); Pavesas & Muelles, 1990; Misas en Harlem, 1993 (1er Premio de Poesía Nacional Ramón Plaza); Cantos Bizarros, 1998; La clari¬dad meridiana, 2001; La víspera sí, 2002; Isoca, 2004; Vulgata, 2006; 100 haikus, 2008, Cuaderno acústico, 2010; La penitencia, 2012; Notas sobre poesía, 2013; Mesa de entradas, 2015; Breviario exótico de accidentes poéticos, 2016, Photo Carné 2018, y El Pan de la rabia & El Vals, 2019, Su señoría, 2020, Nuevas notas sobre poesía, 2021, Esto que a secas llamamos Patria, 2023, y Hándicap, 2025.
En 1995 publicó la novela La Santa Mugre o El País de Cucaña, en Grupo Editor Latinoamericano.
Su poesía fue traducida al inglés, alemán y portugués. Tradujo a Philip Larkin, Paul Blackburn, Kenneth Patchen, Patrick Kavanagh, Alice Oswald, Robert Graves, John Ashbery, Patti Smith, Don Parterson, Peter Hammill, Gary Snyder, Mario Quintana, Wilson Bueno y Mario de Sà Carneiro, entre otros.
Coordina talleres de escritura en Vicente López, lugar donde reside.
Su poesía fue musicalizada, documentalizada, y puesta en escena teatral y artística en más de una ocasión.
Es editor del sello de poesía, narrativa y ensayo, La Carta de Oliver, desde 1990, en el que lleva editados de manera independiente alrededor de 100 títulos.