M.C. Autoretrato |
A Amparo Correa
La pintura es tiempo congelado, es río de
Heráclito detenido en la frente, es la luz invocando el destino de los
elementos, la metáfora infinita bordeando los espejos: adentro hay un viento
dormido.
La pintura reclama su porción de miseria
y de esplendores para escribir la biografía del mundo, habita su casa de fuego
y su refugio es una pupila. A cada
instante un asombro nos acecha, un milagro. La belleza es fantasmal,
imprudente, peligrosa, y nos hace cómplices de una conspiración infinita. En su
libro Van Gogh, La Vida,
Steven Naifet y Gregory White Smith glosan en un fragmento memorable sobre la
vida del pintor:
“Nadie había vagado por senderos más
misteriosos que Vincent. Había empezado como marchante de arte con escaso
éxito, optó por el disparatado intento de hacerse sacerdote al sentir una
inconstante vocación de misionero, hizo una incursión en la ilustración de
revistas y, por último, tuvo una carrera de pintor tan brillante como
corta. En ninguna de estas actividades
se plasmaba de un modo tan espectacular el corazón volcánico y desafiante de
Vincent como en el ingente número de cuadros que se iban amontonando sin que
nadie los mirase, en los armarios, desvanes y habitaciones de sus parientes,
amigos y acreedores”.
Anocheció en el poema. Llovía el agua del
olvido, y en el sueño un duende de las cuatro estaciones templaba su arpa. A esta hora cargada de presagios, los sentidos eran taladrados por el sentido
común. La lluvia era un alma
iridiscente, salida del invierno, y que subrayaba con lápiz las frases
venidas de un paisaje donde ya los astros arrojaban sus barajas, sus monedas, sus arpones. El
aquel camino que iba hacia todos los azules de aquel invierno,
cada vez más viejo, cada vez más ajado por la escarcha y por el extravío,
junto al estanque donde naufragaron barcas e imperios, yo vi al pintor
de barba y sombrero: se llamaba Menandus Correa. Siempre se hallaba en franca discusión con su
ángel. Estaba envenenado de cosas del otro
mundo que le servían para dialogar con los colores. Era soberbio, tempestuoso, de mirada
penetrante detrás de los cristales de sus gafas, y acostumbraba a merodear por
las orillas de todas las cosas. Es más,
siempre vivió en la orilla, nunca entró de lleno en el mundo. Cojeaba
ligeramente por las aceras y miraba al cielo como quien consulta un mapa. Era
un ser prodigioso, perturbado por la belleza, acechado por el fantasma de Van
Gogh. Sus amarillos lo volvieron loco.
Cuando aún era un muchacho que estudiaba
artes en Cali, Menandus compartía un cuarto con William Ospina y vendía
alfombras en las calle. Yo lo conocí en Bogotá, donde fuimos los mejores amigos
del mundo. Fue aquí donde me presentó a William, que aún no era un escritor
importante, había publicado un poemario
que muy pocos habíamos leído, Hilo de
arena. Recuerdo esos poemas meticulosos, cargados de imágenes antiguas, de
episodios verbales bastantes memorables. Como este poema:
EL
ESPEJO
Una región del muro está
hechizada.
Sólo el ojo lo sabe.
Un cristal incansable paso a paso repite
las rectas sombras que la tarde desplaza.
Sólo el ojo lo sabe.
Un cristal incansable paso a paso repite
las rectas sombras que la tarde desplaza.
Terriblemente dócil, no desdeña
la vertical sinuosa de una hormiga extraviada
y al fondo de sus cámaras
también crecen las plantas.
la vertical sinuosa de una hormiga extraviada
y al fondo de sus cámaras
también crecen las plantas.
A veces miro ese país extraño
cuyos hombres no tienen más lenguaje que el gesto,
ese país sin música.
cuyos hombres no tienen más lenguaje que el gesto,
ese país sin música.
Sé que no puedo ser ese hombre
que me mira,
sé que a él no lo alcanzan el temor ni la idea.
sé que a él no lo alcanzan el temor ni la idea.
Cuando la noche apaga las letras
y los ángulos,
en su país de eclipses él no te ama.
en su país de eclipses él no te ama.
M.C. Eldulce jardín encantado de Charito |
Menandus admiraba tanto a Van Gogh, que aprendió su trazo y además su
idioma. Varias veces fue Holanda, a ver
sus obras al museo, con plata que ahorraba con la venta de sus cuadros.
Menandus era un tipo que venía de una época que no era la suya, pues vivía
alucinado, tenía una capacidad de asombro impresionante, recitaba poemas de Gaitán
Durán, recitaba poemas en francés de
Rimbaud y de Baudelaire. También le gustaba escribir ideas, hacer bocetos,
dibujos, viajar, aprender idiomas, era un gran conversador. Sobre todo un
peculiar conversador de cafetín, como en París. Alguna vez en el Café
Automático me dijo: “En París decían que Truman Capote era el terror de las cinco de la tarde”. Otra
día entró al mismo Café una muchacha que
parecía sacada de un cuadro de Dante Gabriel Rossetti. Le dije: “Menandus, mira
esa muchacha tan bonita”. Me respondió. “No es que sea bonita, es que parece de
verdad”. Menandus hablaba así, como si
el remedio para la vida cotidiana fuera inventarse una frase insospechada en
cada situación. Era realmente una deidad de la sociedad post moderna hecha de
palabras asombrosas. Lo distraía mucho el ritmo de la naturaleza, sus
espejismos, y miraba todo a su alrededor con una cordial severidad, como
acentuando los detalles, los gestos, los cambios, los matices del día y de la
noche. Al igual que Van Gogh, Menandus hubiera
sido un gran escritor. Era demasiado
expresivo. Demasiado elocuente. Tanto la vida como la muerte eran para él
conceptos que tenía que ver con el arte.
La vida de Manadus Correa estaba hecha de trazos, de líneas, de
atmósferas, de figuras, de climas, de objetos que otras veces eran palabras. El
trazo de sus dibujos estaba acentuado poir una inocencia fabulosa. hSé que vivió cada minuto de su vida más
intensamente que cualquier otra persona. Sus problemas eran verdaderas
catástrofes cósmicas. Incluso hasta el color más tenue le dolía. Y casi siempre
esas especulaciones dolorosas que conmovían su espíritu creativo, era borradas momentáneamente por la simple
sonrisa de una muchacha. Los gestos de una mujer los convertía en un mito.
Menandus perteneció a una civilización antigua, anterior a nuestro siglo XX, y
su alma era recorrida por el escalofrío de una selva oscura como la de Dante.
Amanecía en sus cuadros, en ellos dormía durante la noche. Aprendió a pintar
para albergar en su obra, para abrir su carpa en cada uno de sus trazos y allí
ponerse a leer sus libros, escribir sus cartas, corregir su diario. Su universo
personal era inagotable como impredecible.
Sus pasos recorrían pasadizos distintos al nuestro aunque lo viéramos
bajo el mismo sol. Laberintos,
escaleras, círculos, los trazos que se apaciguaban en su mente, o que la
confundían, pertenecían a una dimensión más exacta para el arte que para la
vida. Por eso su arte era superior a su vida, por eso vivía para la sed de los
colores, para llenar de sueños esas figuran que danzaban en sus lienzos, que
vivían en sus cuadros como una civilización de criaturas que vinieran de lejos
a visitarnos de vez en cuando. Lo movía la creación, la búsqueda de esa
originalidad que caracterizaba su esencia. Jugaba a la vida real pero no vivía
en ella. Sabía que en la historia del arte los actos no son gratuitos, y que
ocasionalmente era visitado para recibir la revelación. La musa, el ángel, los
fantasmas, el duende, los presagios, la demasiada lucidez. Cuando se reía yo sentía que se reía en el
siglo XIX de algún chiste contado por Gauguin.
Menandus era un visitante que vino a vernos desde un país donde los
colores son criaturas amables, vistosas y demasiado inteligentes. Y siempre
tuvo la misma edad, la edad del color. Su tiempo no se media por la cronología
de los seres humanos, se media por los cambios emocionales del color. La
biografía de Menandus Correa empieza y termina en la mirada. Ahora recuerdo las
palabras de Octavio Paz: “La perspectiva es un artificio destinado a darnos la
ilusión de la tercera dimensión. Euclides estableció el principio básico: el
campo de la visión es una pirámide cuyo cúspide es el ojos del
espectador”. El ojo de Menadus estaba en
su corazón hambriento, en esa sed interior que lo trabajó durante tantos años y
que lo empujó a esa incesante búsqueda de sí mismo a través de los misterios de
la imagen. Su genio, su lucha, la tenaz incomprensión que le tocó sufrir, y
pero también el legado de su obra serán testimonio para las generaciones
futuras, será la fantasía de mucha gente que no lo vio, será la metáfora de una
aparición que anduvo por estas calles dando tumbos hhentre los trazos
narrativos de su pintura y la
desesperada historia que ahora tiene voz entre sus amigos y sus colegas.
Menandus perdurará en nosotros como una gran marea, como un huracán impetuoso
que pasó por aquí cargado con colores imposibles.
Aquí está el poema que publiqué en mi libro La geometría del agua:
M.C. Autoretrato con sombrero |
MENANDUS
Hay un
recuerdo entregado a la fiebre, a la noche
entre sus negros
arbustos, y una bella arqueología de barro
emergiendo de tus
manos diáfanas.
Despacio, debajo del
siglo de Van Gogh, arde
el último girasol, el
más estimado color amarillo
sangrando junto a los
rotos zapatos de un campesino de Arles.
Y poco a poco,
emergiendo del aire enfermo,
una oxidada luna va
devorando las orillas del autorretrato,
y él murmura en la
sombra
que entre el lápiz y
el papel
hay un sendero que
conduce al pozo donde el azul piensa
en el violeta,
donde la que dibuja
en los espejos
esconde sus bodegones
y sus fantasmas.
Menandus Correa |