José Watanabe |
EL ENVÍO
Una delgada columna de
sangre desciende desde una bolsa de polietileno hasta la vena mayor de mi mano.
¿Qué otro corazón la impulsaba antes, qué otro corazón más vigoroso y
espléndido que el mío, lento y trémulo? Esta sangre que me reconforta es
anónima. Puede ser de cualquiera. Yo voy (o iba) para misántropo y no quiero
una deuda sospechada en todos los hombres. ¿Cuál es el nombre de mi dador? A
ese solo y preciso hombre le debo agradecimiento. Sin embargo, la sangre que
está entrando en mi cuerpo me corrige. Habla, sin retórica, de una fraternidad
más vasta. Dice que viene de parte de todos, que la reciba como un envío de la
especie.
POEMA TRÁGICO CON DUDOSOS
LOGROS CÓMICOS
Mi familia no tiene médico
ni sacerdote ni
visitas
y todos se tienden en la
playa
saludables bajo el sol del
verano.
Algunas yerbas nos curan
los males del estómago
y la religión sólo entra
con las campanas alborotando los canarios.
Aquí todos se han muerto
con una modestia conmovedora,
mi padre, por ejemplo, el
lamentable Prometeo
silenciosamente picado por
el cáncer más bravo que las águilas.
Ahora nosotros
ninguno doctor o notable
en el corazón de modestas
tribus,
la tribu de los
relojeros
la más triste de
los empleados públicos
la de los
taxistas
la de los dueños
de fonda
de vez en cuando nos
ponemos trágicos y nos preguntamos por la muerte.
Pero hoy estamos aquí
saludables escuchando el murmullo
de
la mar que es el morir.
Y este murmullo nos
reconcilia con el otro murmullo del río
por cuya ribera anduvimos
matando sapos sin misericordia,
reventándolos con un palo
sobre las piedras del río tan metafórico
que da risa.
Y nadie había en la ribera
contemplando nuestras vidas hace años
sino solamente nosotros
los que ahora descansamos
colorados bajo el verano
como esperando el vuelo del
garrote
sobre nuestra barriga
sobre nuestra cabeza
nada
notable
nada
notable.
LOS VERSOS QUE TARJO
Las palabras no nos
reflejan como los espejos, así exactamente,
pero quisiera.
Escribo con una pregunta
obsesiva en las orejas:
¿Es ésta la palabra exacta
o es el amague de otra
que viene
no más bella sino más
especular?
Por esta inseguridad
tarjo,
toda la noche tarjo, y en
el espejo que aún porfío
sólo queda una figura
borrosa, mutilada, malograda.
Es como si cumpliera la
amenaza de la madre
sibilina
al niño que estaba
descubriéndose, curioso,
en
su imagen:
“Tanto te miras en el
espejo
que algún día terminarás
por no verte”.
Los versos que
irreprimiblemente tarjo
se llevarán siempre mi poema.
LA MANTIS RELIGIOSA
Mi mirada cansada
retrocedió desde el bosque azulado por el sol
hasta la mantis religiosa
que permanecía inmóvil a 50 cm.
de mis ojos.
Yo estaba tendido sobre las
piedras calientes de la orilla del Chanchamayo
y ella seguía allí,
inclinada, las manos contritas,
confiando excesivamente en
su imitación de ramita o palito seco.
Quise atraparla,
demostrarle que un ojo siempre nos descubre,
pero se desintegró entre
mis dedos como una fina y quebradiza cáscara.
Una enciclopedia casual me
explica ahora que yo había destruido
a un macho
vacío.
La enciclopedia refiere sin
asombro que la historia fue así:
el macho, en su pequeña
piedra, cantando y meneándose, llamando
hembra
y la hembra ya estaba
aparecida a su lado,
acaso demasiado presta
y
dispuesta.
Duradero es el coito de las
mantis.
En el beso
ella desliza una larga
lengua tubular hasta el estómago de él
y por la lengua le gotea
una saliva cáustica, un ácido,
que va licuándole los
órganos
y el tejido del más distante
vericueto interno, mientras le hace gozo,
y mientras le hace gozo la
lengua lo absorbe, repasando
la extrema gota de
sustancia del pie o del seso, y el macho
se continúa así de la
suprema esquizofrenia de la cópula
a
la muerte.
Y ya viéndolo cáscara, ella
vuela, su lengua otra vez lengüita.
Las enciclopedias no
conjeturan. Ésta tampoco supone qué última palabra
queda fijada para siempre
en la boca abierta y muerta
del
macho.
Nosotros no debemos negar
la posibilidad de una palabra
de
agradecimiento.
EL PAN
Perdonen que lo diga sin
pudor,
pero mi madre y yo vivíamos
en un pueblo
de hambrunas.
Las carencias
nos llevaban a todos a una
especie de inocencia,
a un vivir
en el centro puro de
nosotros mismos.
Así es cuando ya no queda
nada, salvo
la postura orgullosa de mi
madre
que
dormía como saciada.
Cada cierto tiempo pasaban
profetas
que repetían monsergas en
nombre de un dios
prometedor,
pero cruel.
Ninguno trajo lluvia sobre
los campos yermos
ni hizo el
milagro de una simple lechuga.
Una tarde se asomó a
nuestra puerta
un extranjero de mirada
llameante, otro agorero,
pero no supimos quién ardía
en él, si su dios
o
su demonio.
Dijo llamarse Elías y tenía
gran hambre como nosotros.
Se quedó mirando
a mi madre
que en la artesa mezclaba
un puñado de harina Santa Rosa
con una
cucharada de manteca sin nombre.
Estoy haciendo un pan para
mi hijo y yo. Lo comeremos
y después, con la dignidad
de los pobres satisfechos,
nos moriremos de hambre,
dijo mi madre
en
Reyes 17:12.
José
Watanabe (Laredo, Trujillo, 1946 – Lima, 2007) Publicó su primer libro, Álbum de
familia, en 1971 que mereció el premio Poeta Joven del Perú. Su segundo libro,
El huso de la palabra (1989), fue considerado por la crítica nacional como el
poemario más importante de la década de los ochenta. Además publicó los
poemarios Historia natural en 1994, Cosas del cuerpo en 1999, Habitó entre
nosotros en 2002, La piedra alada en 2005 y Banderas detrás de la niebla en
2006. Antígona, reescritura del clásico griego de Sófocles, "lo muestra
como un dramaturgo de mucha potencia", y fue llevado a las tablas
Yuyashkani.
También escribió guiones de
cine para varias películas como Maruja en el infierno, La ciudad y los perros,
basada en la novela de Mario Vargas Llosa, y Alias La Gringa.
*Selección Martín Zúñiga Chávez