Omar Castillo |
Desde siempre, el espejo ha tenido el efecto de sobrecoger e
inquietar al ser humano, y en gran medida le ha sido útil para determinar los
distintos períodos de su historia visible. También aquella invisible, cuando se
afirma que fue creado a imagen y semejanza, ¿de Dios?, ¿del cosmos? Lo humano
ha perseguido su reflejo y desde él ha dado origen a sus nociones del mundo y
el universo, tanto que se podría desenredar la madeja de las creencias de su fe
siguiendo los laberintos por los espejos en donde se ha reflejado. Lo mismo con
el canon donde su civilidad y su belleza se establecen y, con estas, la ética y
la estética de su cultura y su arte.
Lo anterior no es novedad, pero no sobra recordarlo. En el
siglo XIX se hace evidente el malestar acumulado por cuanto, hasta entonces, se
entendía como cultura, y ante todo, como imposición y norma para las formas y
disciplinas del arte que la representaban. Se podría sospechar que hasta ese
momento la cultura, en sus diversas experiencias y expresiones, era concebida y
aplicada como una realidad proyectándose en un espejo único. Un espejo que la
recogía del natural y en su presumida unidad de ideas y condicionamientos
sagrados, necesarios para ajustar al ser humano al destino que lo usurpaba en
su presente, convirtiéndolo, de paso, para su gloria y alivio eterno. De las
crisis movilizadas por este malestar se encuentran ejemplos en los escándalos y
desconciertos causados por las obras de pintores, poetas, novelistas, músicos,
dramaturgos, filósofos y demás personalidades de la cultura de entonces.
Es así como el siglo XX se inaugura con la eclosión de todas
las formas de pensar y concebir la cultura y, por lo mismo, el arte. Nada debía
permanecer en su canónico lugar, ese parecía ser el oxígeno respirado en esos
años. Al inicio de ese siglo las palabras se convierten en lava de espejos
festejando y asombrando el carnaval que anuncia el fin de una era, el principio
de una estampida. El aporte más radical de esos años se evidencia en el
comportamiento asumido por todos los idiomas y demás expresiones del arte y la
cultura. No quedó lengua que no fuera permeada en su decir por la candente lava
de signos interrogando e intentando descifrar el sentido ontológico que hace la
condición humana. Cada alfabeto fue forzado a expresar condiciones de lo humano
hasta ese momento no sospechadas, o no admitidas en los contenidos e
imaginarios de la realidad.
Los poetas y los artistas se lanzan al vacío donde se
revientan las formas y el carisma hasta entonces concebidos de la cultura. Sus
existencias mismas se remuerden en los filos de ese vacío, van hasta lo
inaudito en pos de la quebrazón de cuanto consideran modales caducos, forzando
su voz, sus colores, sus líneas y cuanta forma involucra el arte, a decir lo
que consideran una nueva verdad. Empero, y esa es una atroz ironía, sólo están
allanando las raíces del camino que enmascara la memoria y lleva al olvido
contemplado como una leve y eterna brizna en el museo de la historia.
A través del marco de la
llamada “bella época” es posible
entrever el humo de gigantescas chimeneas y objetos y vehículos poniendo en
acción la magia industrial, mientras los poetas y los artistas todos se rinden
ante estos nuevos íconos reveladores del mundo “moderno”. Poemas, pinturas y
demás formas del arte acompañan el girar de aeroplanos, de barcos semejando
ciudades flotantes y todo el esnob y el derroche estrafalario. Así hasta el
inevitable estallar de los obuses y las armas químicas produciendo las imágenes
en blanco y negro que recogen la carnicería y la sinrazón de una economía que inaugura
su festín, su arte moderno: la Primera Guerra.
Agregar que la Primera y la Segunda Guerra, nombradas
mundiales, contribuyeron para el ahondamiento de la crisis en la cultura de
Occidente y, por extensión bélica y económica, del resto del mundo, es confirmar
la malversación acumulada durante las interpretaciones culturales oficiadas por
las monarquías desfallecientes y las clases burguesas propiciadoras tanto de la
llamada Revolución Francesa, como de la llamada Revolución industrial, y por
extensión e ilusionismo del liberalismo. Lo cierto es que, desde entonces, la
cultura y el arte no son como hasta ese momento se concebían y explotaban para
la discriminación y el usufructo de lo humano. Y si es un hecho que quienes han
ganado las guerras e impuesto sus dogmas económicos presumen de implementar una
cultura y un arte de masas que los representa, la descomposición de las
realidades y el agotamiento en el cual viven quienes componen tales naciones
demuestran lo contrario.
En el escenario mundial previo a la Segunda Guerra, tanto
como en el mismo de su final, los intereses económicos vestidos de ideologías
antagónicas asumen el papel de controladores de las expresiones del arte, para
lo cual se sirven de voceros de impecable factura. Es así como el arte oficial,
tanto el de masas como el de elite, pasa a regir desde los medios masivos que
lo promueven e imponen. La propaganda conductista, tanto del llamado “arte
socialista” como del llamado “arte capitalista”, es inoculada, impuesta. El
pensamiento, la reflexión y la creación pasan a un último plano, dando total
dominio al arte de la obediencia y el sometimiento. Entonces, los retos del
arte, para sus creadores, se hacen cuestión de existencia o de muerte, de
silencio o de ruido, de caer en el agasajo condicionado o en la impotencia
absoluta. Algunos artistas lanzados al ostracismo social, pero sabedores de que
la marginalidad no es algo que les puedan imponer sino una decisión propia,
opusieron la desfiguración de dichos contenidos y de los dogmas que los imponían,
como retos de creación y de vida. A la figura depredadora y acumulativa
manejada por el poder de quienes decían mantener e implementar una cultura y un
arte, oponen la desfiguración posible a través de un arte hecho para confrontar
los reflejos del ser humano amordazado por “feroces consignas” económicas y de
consumo.
Después, clausuradas las décadas de la llamada “Guerra
Fría”, la cultura pasa a ser aplicada por los intereses económicos y los
gobiernos que los representan, como una herramienta social, es decir, una
herramienta útil para estrategias, ya de privatización, ya electorales. Es así
como hoy, en nombre de la diversidad, la inclusión, el reconocimiento de
género, la protección de la biodiversidad del planeta, etcétera, las naciones
del mundo son gobernadas. Mientras, en las rasgaduras de los espejos se
reflejan despojos humanos apilados por el hambre, o hacinados por el
desplazamiento o la migración forzosa en medio de las guerras y la
conmiseración de quienes siempre sonríen en nombre de la lástima humana.
Para la cultura de Occidente, y es probable también para la
del resto del mundo, en el siglo XIX se inicia una ruptura entre quienes
gobiernan en nombre de los derechos del hombre entendidos como códigos sociales
implementados para mejorar el progreso laboral y una civilidad de consumo
doméstico, y los artistas que ven en el establecimiento de tales códigos una
herramienta que permite a las políticas de estado oficializar unas formas y maneras de
sometimiento. Empero, si no se contextualiza el antagonismo producido por esta
ruptura, no será posible aprehender el porqué
del comportamiento de los artistas y su arte en el siglo XX, sus
radicales propuestas y sus frustraciones.
Finalizando el siglo XX e iniciándose el XXI, se hace inevitable
reflexionar sobre el comportamiento y la conservación del planeta y, por ende,
del ser humano. Esto permite que muchos pretendan convertir la realidad en un
museo-zoológico donde nada distinto a la domesticidad resulte posible, un mundo
suspendido en una conservación infinita, en un nido de espejos donde todo se
refleja igual. Otros pretenden hacer tabla rasa y presumen que el tiempo en el
mundo se inicia con ellos, sin importarles cuántas veces su olvido los lleve a
repetir las tramas de siempre, las de nunca acabar. Unos y otros, anclados en
las máximas de sus dogmas fundamentalistas, justifican sus acciones en nombre
del bien, en contra del mal. Sin darse cuenta de cómo sus actos se vuelven
coartadas para quienes pretenden proseguir con el control de los réditos
producidos por la miseria y la usura. En la práctica neoliberal de estos días
no debe resultar extraño que el interés de
las políticas de estado, cuando implementan una cultura y un arte
nacional o globalizado, no sea otro que el de propiciar un ser humano anulado
en sus condiciones para pensar y contextualizar las realidades donde es
fundado. Lograr un ser óptimo para lo
laboral y el consumo irreflexivo son los réditos en los cuales se establecen
tales políticas. La uniformidad como expresión del arte, de la cultura.
El ser humano, en sus distintos periodos históricos y
culturas, ha vivido agazapado a la sombra del bien, sacrificándose para alejar
e ignorar el mal. El mayor reconocimiento que le ha otorgado al mal ha sido el
de hacerlo demonio para usarlo como correlato de la maldad, hasta terminar
confundiendo la maldad con el mal. Al mismo tiempo se ha impuesto la
conmiseración como don del bien. Algo así como cuando se confunde el sentido
del humor con los lugares comunes que dan pie para un chiste. Esto es de gran
utilidad para quienes alcanzaron y se mantienen en capacidad de dirimir y
controlar los asuntos humanos. Empero, si algo resulta necesario para el
conocimiento y el restablecimiento de la condición humana, es el poder explorar
qué es el bien y qué es el mal, raíces donde se funda la condición liberadora
del ser humano, también aquella que lo hace presa posible de ser sometido. Este
es uno de los retos más poderosos para los artistas y el arte de nuestros días.
En el tránsito comprendido como modernidad, y más
estrictamente para el de la posmodernidad, las patentes de propiedad
intelectual se han convertido en un impuesto para manipular y controlar el tema
de la originalidad, del origen como un eje desde donde los intereses políticos
y de consumo imparten condiciones para la existencia. Los monopolios económicos
no sólo quieren apropiarse de la biodiversidad de la tierra para controlar sus
usos y beneficios, también de la diversidad en la cultura y en el pensamiento.
Los lenguajes que la expresan corren el riesgo de dejar de ser públicos y
convertirse en insumos con patente de propiedad privada. En este punto es
pertinente no confundir derechos de autor con ese esperpento producto del
mercado global.
La capacidad de ser creador está siendo anulada, puesta en el olvido de los museos-zoológicos, y en su lugar se está imponiendo la producción de un arte recreativo, un arte respetuoso de las reglas de mercado, es decir, paga el impuesto por el uso de la materia intelectual transgénica. Dichas prácticas se han ido estableciendo como hitos de civilización. Ejercida y amputada así una tradición, una cultura, ¿cómo no sospecharse víctima de un laberinto de espejos plantados como un no tiempo creativo desde donde es propuesta una inmortalidad? Es evidente que las influencias tramadas desde las patentes de propiedad intelectual, son una artimaña maquinada para afectar el ego creador en un mundo sistematizado, privatizado. Todo esto propicia el suicidio de una tradición cultural, o, peor aún, el sometimiento de esta a quienes dicen saber regir sus causas y efectos, transformando al ser humano en una propiedad explotable.
La capacidad de ser creador está siendo anulada, puesta en el olvido de los museos-zoológicos, y en su lugar se está imponiendo la producción de un arte recreativo, un arte respetuoso de las reglas de mercado, es decir, paga el impuesto por el uso de la materia intelectual transgénica. Dichas prácticas se han ido estableciendo como hitos de civilización. Ejercida y amputada así una tradición, una cultura, ¿cómo no sospecharse víctima de un laberinto de espejos plantados como un no tiempo creativo desde donde es propuesta una inmortalidad? Es evidente que las influencias tramadas desde las patentes de propiedad intelectual, son una artimaña maquinada para afectar el ego creador en un mundo sistematizado, privatizado. Todo esto propicia el suicidio de una tradición cultural, o, peor aún, el sometimiento de esta a quienes dicen saber regir sus causas y efectos, transformando al ser humano en una propiedad explotable.
Como otra línea para el tránsito de la posmodernidad,
aparece el perplejo vértigo de las tecnologías virtuales e informáticas retando
las condiciones comunicativas humanas. Retándolas hasta una capacidad rayana
con el despilfarro de una inmediatez antes inconcebible, casi de ficción.
También como el sutil filo de un “oscurantismo” sin límite. Los formatos
anteriores de comunicación quedan obsoletos ante los avances de tales
tecnologías. Esto replantea todo el espectro comunicativo y hace necesaria una
reflexión sin tapujos conservacionistas y sin el delirio de quienes ven en
estas el “ábrete sésamo” del conocimiento sin esfuerzos ni responsabilidad.
Para las respuestas de dichas reflexiones no debemos faltar los artistas, pues
muchos de los próximos perfiles de lo entendido como humano se cuecen desde
ahí.
Ante tal laberinto en espejos cruzados por una cultura con
evidentes definiciones de estado, es difícil no perder el aliento necesario
para mantenerse alerta y no ser atomizados por los réditos que tales políticas
culturales brindan. La red está echada y el escenario dispuesto para el circo
del entretenimiento y la obediencia. En perspectiva pareciera no quedar nada
distinto a esta oferta, quienes la ofrecen dicen que las utopías han muerto y,
sin ningún reparo, todos parecen aceptar tal acta de defunción. La máxima
preocupación es lo laboral, estar enganchados a un salario. Al grueso de la
población del planeta pareciera no importarle estas prácticas de sometimiento,
este posmoderno ejercicio de esclavitud.
Ante escenarios así, los artistas nos vemos en la necesidad
de sacudirnos de todos los logros y esquemas aprehendidos por el arte, y con la
necesidad de mudar de la desfiguración iniciada en el siglo XIX y consolidada
en gran medida por el arte del siglo XX, a un arte deconstructor que fortalezca
nuestra capacidad de confrontación. Intuimos cómo desde el arte es imperativo
deconstruir esos actos impuestos como únicas formas de ver y representar la
realidad. Por lo mismo el nuestro es un arte informe, si se entiende por
informe aquello que no es reflejo de las tendencias culturales propuestas por
los estados. Pues es un arte necesitado de sopesar cada una de las herramientas
empleadas para su crear, para sus prácticas y diálogos con un público por
seducir.
Un público por convocar y sensibilizar para un arte fundamentado en la desobediencia civil. Los retos son complejos, máxime si se tiene en cuenta que los sistemas de educación son monopolio de los estados y lo privado. Y ante todo, de la presumible comodidad humana. Los artistas, todo cuanto esta palabra pueda involucrar, debemos prepararnos para estos tiempos de fascinantes políticas globales y depredadoras de cultura. La dignidad humana no es una marca propiedad de ninguna religión, ni de ninguna ideología. Ni la utopía algo a lo que se le pueda decretar una prematura muerte. La dignidad y una utopía por construir son atributos del ser humano, son su responsabilidad y su patrimonio, y es preciso que los artistas no ignoremos estas fortalezas, claves para nuestro arte.
Un público por convocar y sensibilizar para un arte fundamentado en la desobediencia civil. Los retos son complejos, máxime si se tiene en cuenta que los sistemas de educación son monopolio de los estados y lo privado. Y ante todo, de la presumible comodidad humana. Los artistas, todo cuanto esta palabra pueda involucrar, debemos prepararnos para estos tiempos de fascinantes políticas globales y depredadoras de cultura. La dignidad humana no es una marca propiedad de ninguna religión, ni de ninguna ideología. Ni la utopía algo a lo que se le pueda decretar una prematura muerte. La dignidad y una utopía por construir son atributos del ser humano, son su responsabilidad y su patrimonio, y es preciso que los artistas no ignoremos estas fortalezas, claves para nuestro arte.
Omar
Castillo (Medellín, Colombia 1958). Poeta, ensayista y narrador.
Algunos de sus libros publicados son: Huella estampida, obra poética 2012-1980,
el cual abre con el inédito Imposible poema posible, y se adentra sobre los
otros libros publicados por Omar Castillo en sus más de 30 años de creación
poética, Ambrosía Editores (2012), los libros de ensayos: En la escritura de
otros, ensayos sobre poesía hispanoamericana, Editorial Pi (2014) y Al filo del
ojo, Fondo Editorial Ateneo, (2018) y el libro de narraciones cortas Relatos
instantáneos, Ediciones otras palabras (2010). De 1984 a 1988 dirigió la
revista de poesía, cuento y ensayo Otras palabras, de la que se publicaron 12
números. Y de 1991 a 2010, dirigió la revista de poesía Interregno, de la que
se publicaron 20 números. En 1985 fundó y dirigió, hasta 2010, Ediciones otras
palabras. Ha sido incluido en antologías de poesía colombiana e
hispanoamericana. Poemas, ensayos, narraciones y artículos suyos son publicados
en revistas y periódicos de Colombia y de otros países.