En el prólogo a su obra reunida de la que existen dos ediciones Hugo Di Florio destaca la importancia de la poesía de Hugo Caamaño (1923-2015) en el panorama de la literatura argentina contemporánea. Hecho que me lleva a preguntarme el por qué de su ‘invisibilidad’ pasada y presente. Si bien él disfrutaba de cierto alejamiento de lo que consideraba el mundillo literario -lecturas de poemas, presentaciones de libros- ; participaba religiosamente en la mesa de café del poeta Joaquín Giannuzzi, la que reunía a destacados poetas e intelectuales argentinos, los viernes en La Paz, y posteriormente en La Ópera, ambos establecimientos ubicados sobre la avenida Corrientes.
Hacia principios de los 2000 comenzó a participar en la mesa que convocaba Jorge Rivelli, director de la revista de poesía Omero, que en el hoy desaparecido café Argos -Federico Lacroze y Álvarez Thomas,barrio de la Chacarita- reunía los miércoles por la mañana a colaboradores y amigos de la publicación. La mayoría de ellos nacidos hacia fines de la década de los 40 y principios de la de los 50 quienes siendo más jóvenes tenían un recorrido como lectores de la poesía argentina que difería del de Caamaño, quién en su biblioteca personal disponía de textos que aquellos no habían leído o a los que no se les había brindado la atención que se merecían. Siempre tenía algo que proponer, como la relectura de la poesía gauchesca que consideraba central a nuestra tradición y su importancia en el desarrollo del tono y la prosodia de nuestro lenguaje. En esto no difería, a pesar de sus profundas diferencias políticas, con ciertas opiniones acerca de nuestro habla realizadas por Jorge Luis Borges:
“Mejor lo hicieron nuestros mayores. El tono de su escritura fue el de su voz; su boca no fue la contradicción de su mano. Fueron argentinos con dignidad: su decirse criollos no fue una arrogancia orillera ni un malhumor. Escribieron el dialecto usual de sus días: ni recaer en españoles ni degenerar en malevos fue su apetencia. […] Dijeron bien en argentino: cosa en desuso. No precisaron disfrazarse de otros ni dragonear de recién venidos.”
Señalé aquellas actividades del poeta para apuntar que su marginalidad no respondía a las características de un ser antisocial y sus actos no estaban gobernados por el resentimiento; su decidido rechazo a los medios masivos de comunicación, a la figuración social del poeta, respondían a una actitud ética, a una ascesis de vida. En el juego de egos, aunque tenía el suyo, él no participaba. Apelando a su vena satírica y humorística parodia el ‘mundillo’ que él rechaza en su poema «Un poeta menor de antología»
Abrumadora circulación de nuevos libros.
El lector de novelas,
el novelista en boga,
la novela.
En cambio está el poeta
entre el librero y el editor
igual que la lengua maldita entre los dientes.
-Pero si no se lee poesía.
No se vende.
Es el metalenguaje.
Novela, sociología, psicoanálisis
es el asunto, viejito
¿Se da cuenta?
¿De qué grupo es usted?
¿simbolista?
¿modernista?
¿postmodernista?
¿ultraísta?
¿neoclasicista?
¿creacionista?
¿invencionista?
¿dadaísta?
¿surealista?
-Se pudren en el alma los grandes libros,
carne sin magia las palabras
se disuelven al sol.
-Vamos, vamos. No gima, no exagere.
Más importante que la inspiración
es la generación, la promoción, la distribución,
la navegación en la correntada (y el teléfono)
porque si no los barquitos de papel
se van a pique.
Entonces sí no hay ruiseñor de Teócrito
que valga.
Además cuando tenía tanto que decir
no sabía escribir;
cuando aprendió a escribir
ya no tenía que decir.
¿Lo comentan los diarios, las revistas?
Salude, hágase ver
camine usted,
(organismos sin música)
sombrero del mal humor
traje neurótico
zapatos ablandados
por la humedad de Buenos Aires.
Sea orgulloso, pida humildemente;
pida orgullosamente, sea humilde.
En cuanto a lo que refiere a su propia marginalidad en el campo intelectual, ésta era relativa y optativa, -----elegía cuidadosamente con quién reunirse y conversar de autores y poemas y de las dificultades que proponía la escritura. Entre los autores a los que sabía recurrir en sus charlas en el café Argos se hallaban, entre otros: Joaquín Giannuzzi, Raúl González Tuñon, César Fernández Moreno (aunque no se consideraba un morenista, condición reclamada para si por Jorge Rivelli), Alberto Girri, H.A. Murena y hasta grandes olvidados como José Portogalo. Existe un caso en particular, el de Ricardo Zelarayán, pues tenía fuertes diferencias y enojos de variada índole con él, sin embargo insistió en que se publicara en la revista su poema «La gran salina» que consideraba junto a «Argentino hasta la muerte» de Fernández Moreno fundamentales en un cambio de actitud frente a nuestra lengua coloquial. Esto pone de manifiesto su apertura y generosidad. En una ocasión se declaró como perteneciente al “malón lingüístico” y extrajo del bolsillo de su camisa un papel en el que había anotado la siguiente frase, que fue considerada y hecha propia por el indudable sentido humorístico que había cobrado con el paso del tiempo, en la actualidad solo produce risa:
“Los idiomólogos invocan la tutela nacional de Gutiérrez, de Alberdi, de Sarmiento; acogen el plebeyismo con un pretexto de autonomía criolla; reciben los barbarismos con generosidad cosmopolita de país de inmigración; rompen con la tradición histórica de su lengua universal en nombre de una celosa autoctonía; descoyuntan la sintaxis como si demoliesen un fortín y abren el campo al malón lingüístico para que se reduzca a jerga de toldería el idioma que introdujo la civilización europea en nuestra América… Los dos últimos decenios del siglo fueron el cauce de esa corriente cenagosa; en 1900 se la embotella y ofrece como elixir patriótico: Idioma Nacional de los Argentinos.”
Habiéndome referido a ciertos aspectos de la vida cotidiana e inclinaciones de Caamaño, regreso a la pregunta del comienzo aquella de la’ no visibilidad’ o presencia de su obra en el presente, pongamos por caso su ausencia de las antologías en un país donde éstas, al igual que los poetas, se multiplican. Aunque la gran mayoría de ellas alientan el debate acerca de su génesis y función, esto es los motivos u objetivos de su origen y si una antología es una colección de textos dignos de ser conservados que den cuenta de la producción de una generación o releven el contexto de una tradición poética, sus transformaciones y rupturas o son recopilaciones guiadas por las modas circunstanciales y el amiguismo. No son pocas las que resultan ser nada más que el engendro de una sociedad de socorros mutuos. Hecho que manifiesta ciertas tendencias en una sociedad fragmentada en la cual los integrantes de las diversas tribus proponen periódicamente, en los suplementos y revistas culturales, la reorganización, con sus altas y bajas, del canon literario. Operaciones funcionales a la constitución de su propia cabeza de playa en la tradición literaria, intervención que incluye la negación del otro u de lo otro. Esta estrategia proviene de cierta crítica que realiza sus propios recortes de la realidad y que indudablemente ha contagiado el campo poético. Wilfrido H. Corral señala la existencia de una crítica domesticada que trabaja:
“con un corpus muy limitado, sin tener idea de otros corpus que han existido en el pasado relativamente reciente y con los cuales está involucrada otra crítica actual. Sus interpretaciones, por tanto, son deficitarias y los resultados de sus investigaciones no alcanzan a ser pertinentes y exhaustivos.”
Este comportamiento se ha extendido al campo de la producción poética y deriva en posturas que niegan aspectos de nuestra tradición literaria, entendida esta como un prolongado proceso dialogal en el que participan un conjunto de voces, propias y ajenas, las que a través de la lectura y la traducción, actividades que constituyen un indudable acto de interpretación y apropiación, se amalgaman en una voz posterior; adquiriendo en la fusión nuevo sentido. Se suma a ello el hecho de que en los últimos tiempos se ha acentuado el “prejuicio antiliterario”, ya señalado por Alfredo Hlito hacia finales de la década de los 50, que nace del hábito de considerar los aspectos visuales de nuestra cultura desvinculados de los procesos verbales del pensamiento y de la expresión estética. Esta tendencia limita los fines del discurso poético: nominar lo innominable, brindarnos renovadas miradas del mundo y las cosas.
En estas circunstancias Hugo Caamaño desarrolla en solitario su obra, la que está permeada por un humor acido y una corrosiva ironía. Pero, quizás la particularidad distintiva de su trabajo, en estos tiempos de la autoexpresión anecdótica del ego, sea su profundo escepticismo que lo lleva incluso a dudar de su oficio:
“La poesía —la gran poesía— la que exige respuestas absolutas y por eso las busca, sería un modo subordinado del conocimiento, al lado o por debajo del pensamiento puro como tal y de l a ciencia. A no ser que las más afinadas especulaciones sobre el Universo y el hombre, con documentos a la vista, sea la verdadera poesía de la cual, ¡oh cruel ironía! el poeta por lo general se sabe excluido”
Su escepticismo lo obliga a replantearse el procedimiento creativo, rechazar la idea de originalidad, “las ideas (originales) y yo somos cosas distintas” coincidiendo con T.S. Eliot quien nos dice que el poema:
“que es absolutamente original es absolutamente malo; es, en un mal sentido, ‘subjetivo’ sin ninguna relación al mundo al que apela.”
La máscara que adopta el yo poético de Caamaño, recurre de continuo al mundo en el que nos ha tocado vivir. Su temática, amplia y variada recorre las cuestiones que han preocupado al hombre en el siglo XX y no han perdido vigencia en el actual: la pequeñez humana ante la vastedad del universo, el enfrentamiento de la fe y la razón especulativa, la poesía como una forma del conocimiento, el paso del tiempo, la conciencia de la muerte, la barbarie como respuesta ante lo desconocido, el peligro nuclear, la destrucción de los bosques y la muerte de los aves, la historia, la transformación social, el subdesarrollo latinoamericano, los productos culturales y el consumismo, la relación causa y efecto de la imbecilidad humana.
En el prólogo a su obra completa Hugo Di Florio nos informa que el poeta, cordobés de nacimiento, llega a de Buenos Aires procedente de San Miguel de Tucumán en la década de los 40, donde se afincará en un suburbio al norte de la ciudad. Nada nos dice del motivo de tal decisión, quizá simplemente venía en busca de un destino. Aquí se apropiaría de la ciudad, puede también que haya sido a la inversa. Lo cierto es que adoptaría su prosodia, su eufonía, su modo conversacional, elementos distintivos de su poética.
Aquí en la gran urbe hallaría esos elementos que le servirían para instrumentar su voz, una retórica propia que no excluye al otro. La que exhibe registros diversos, notas graves y agudas; en las dos variantes que eligió para expresarse: el verso libre y la prosa. En la primera de estas formas hace gala de un lirismo sombrío, el que no obstante arroja luz sobre las miserias de la experiencia humana en nuestro tiempo. En la segunda, se inclina en su prosa por la precisión de sus enunciados lo que le brinda como a toda prosa bien escrita intensidad poética.
Hugo Caamaño, fue un poeta que luchó con sus propias contradicciones, las paradojas de su pensamiento, sus impulsos conflictivos , las convulsiones políticas de su país y que tuvo el valor de sostener en referencia al subdesarrollo que “nuestro complejo de inferioridad nacional brota como la mala hierba y paraliza” . De todo ello nos deja testimonio sincero en su obra.
Fue un poeta que tenía bien leídos a los clásicos universales y a sus queridos, Homero, Virgilio, Dante, Quevedo y Cervantes. No obstante ello, advirtió que no tendríamos lengua ni historia sin recurrir a nuestros propios orígenes, a sus amados Hernández, Sarmiento, Martínez Estrada.
Si alguien le preguntara (en términos poéticos se entiende) si amó la rosa. Estoy convencido que él respondería: Sí, sí, la amé, no por su color y aroma, ni por la suavidad de sus pétalos, sino por sus espinas.