Raymond Carver (1938-1988) |
Desocupado
Los que
eran mejores que nosotros
vivían
cómodamente en casas recién pintadas
con
inodoros a botón en todos los baños.
Manejaban
autos de modelo y marca
reconocibles.
Los que
no tenían trabajo, estaban apenados,
no les
iba bien.
Sus
autos extraños estaban estacionados
sobre
cajones, ‘al fondo’ de casas polvorientas,
donde se
amontonaban infinidad de objetos inútiles.
Los años
pasan y todo y todos son reemplazados.
Existen
siempre, es lo que dicen, nuevas oportunidades.
Pero,
para decir la verdad,
a mí
nunca me gustó el trabajo.
Mi
objetivo era permanecer desocupado.
Ése era
mi mérito.
Me
gustaba la idea de sentarme en una silla,
hora
tras hora, frente a la casa, sin hacer nada
con un
sombrero sobre mi cabeza y tomando una gaseosa.
¿Qué hay
de malo en eso?
Fumar,
escupir de vez en cuando.
Tallar
madera con mi cuchillo.
¿Hay
daño o maldad en esto?
En
ocasiones salgo con mi perro a perseguir conejos.
Tenés
que hacerlo alguna vez.
A veces
levanto a un chico gordo y rubio como yo,
diciéndole:
‘‘¿de dónde te conozco?’’.
Nunca
digas: ‘‘¿Que querés ser cuando seas grande?’’
La lapicera
La
lapicera que no faltaba a la verdad,
por
todas sus preocupaciones
terminó
dentro del lavarropas.
Salió
una hora más tarde y la tiraron
al
secarropas junto con un par de ‘jeans’ viejos
y una
camisa a cuadros.
Los días
pasaron y ella permaneció
recostada
tranquilamente sobre el escritorio
que estaba frente a la ventana.
Ella
pensaba que estaba totalmente agotada.
Sin
convicciones. Sin voluntad.
Una
mañana, poco antes del amanecer,
recuperó
antiguas fuerzas
y
escribió:
‘‘Los
campos húmedos duermen
bañados
por la luz de la luna’’.
Después
de este esfuerzo
se quedó
muy quieta,
nuevamente
vacía, su utilidad
terminada.
Él la
sacudió,
la
golpeó sobre la tapa del escritorio.
La dejó a un lado.
Abandonó
las pretensiones de hacerla trabajar
o casi
todas.
Sin
embargo
ella
realizó un nuevo esfuerzo,
apeló a
sus últimas reservas.
Esto es lo que escribió:
‘‘Un
viento suave, y más allá del ventanal
los
árboles flotan en el dorado aire de la mañana’’.
Él trató
de hacerla escribir algo más,
pero eso fue todo. La lapicera
dejó de
escribir, definitivamente.
Él la
puso con otras cosas inservibles
en el
incinerador.
El
tiempo transcurrió, días o meses,
y fue
otra lapicera
una que
todavía no había demostrado nada
la que
con facilidad escribió:
‘‘La
oscuridad se posa en las ramas.
Quedate
quieto, no salgas de la casa,
quedate quieto,
/muy quieto...”
Los desnudos de Bonnard
Su
esposa.
Durante
cuarenta años su modelo.
Él la
pintó una y otra vez. El desnudo
de su
último cuadro, es el mismo desnudo joven
del
primer cuadro. Su esposa.
Él la
recordaba joven. Los tiempos
en que
ella era joven. Su esposa, en la bañadera,
en el
tocador frente al espejo. Sin ropas.
Su
esposa cubriéndose con las manos
los
pechos duros, mirando hacia el jardín,
donde
los rayos del sol desparraman
tibieza
y color.
Todas
las especies vivientes floreciendo.
Ella
joven y temerosa y excesivamente deseable
en su
desnudez. Cuando ella murió,
él
continuó pintando un poco más.
Fueron
algunos paisajes, luego se murió.
Lo
enterraron junto a ella.
Su joven
esposa.