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Carlos Aldazábal |
Empiezo por los ravioles:
entonces se hacían los pactos de familia,
los acertijos de mortero
que luego sazonarían las salsas.
La pimienta significaba un estornudo,
y estornudar una plataforma de lanzamiento.
Pero no hace falta llegar a la estratósfera
para saber cuándo empieza otra esperanza,
parecida al ayer pero en futuro.
Es que evoco de nuevo esa molienda,
aquel acto de fe, aquel almuerzo,
cuando los pactos cruzaban Orinocos
ríos de salsa.
Pronto volverás, abuela,
a preparar los ravioles,
moliendo el mismo trigo
en el mortero.
Ahí estaré, carne de tus huesos,
cayendo en tobogán al precipicio
donde estarán tus manos para arroparme:
harina entre tus dedos,
satisfecho y feliz de ser servido
en la mesa final donde todo es memoria.
Kandinsky
La cuestión aquí es la
despedida:
un pañuelito que se agita
despacio
y una acequia por las
mejillas.
Toda despedida es un
pequeño luto,
como el negro de tu falda
o aquella tarde de domingo
a la luz de la lluvia.
Algo de nostalgia también
hay:
no por el pasado, sino por
el futuro,
camino perdido entre
malezas,
profecía que nunca ha de
cumplirse.
Luego está la canción,
sea grillo, vals o chacarera,
candombe, acordeón o
pajarito:
ruido impertinente que
suena en el cerebro
sin que nadie lo llame,
justo cuando el pañuelo se
agita
y las acequias desbordan
la lluvia, tu falda y el
domingo.
La canción:
línea de fuga a lo
Kandinsky
que pretende elaborar sus
teorías
trazando una espiral:
punto en expansión por
donde escapa el tiempo.
Tu máscara está pintada
como un guacamayo:
eso te hace hablar más de
la cuenta, y ese murmullo,
atrapado en la máscara,
suele ser encantador.
A veces tu máscara alucina
en la noche
como una balada
irresistible entonada por hadas.
Otras veces, la presión del
rojo la lleva a irradiar
un aire de vergüenza: es
cuando yo acepto taparme la cara
con una bolsita de cartón,
de ojos pintados y boca sonriente,
ideal para andar por una
avenida transitada
sin ser percibido.
Sé que querés, pero yo no
me atrevo a prestarte un espejo.
La ilusión es tan buena que
aterra lo real,
como bien lo señala el verde
de tu máscara.
Lo único que podría alterar
tu escondite
es que tu máscara deje de
ser máscara
para ser guacamayo. Y ahí
te quiero ver:
vos sin máscara con una
bolsita de cartón tapándote la cara,
paseando por la avenida con
un guacamayo al hombro:
un aterrador efecto de
realidad.
Pero por ahora tu guacamayo
sigue siendo máscara
y te protege, incluso
cuando caminás con ojos enamorados
y todas las bolsitas de
cartón de la avenida
se dan vuelta para señalarte.
Esto es cosa sabida:
no basta un arco iris para
tapar las nubes
ni una bolsita de cartón
para morir
con la sonrisa en la
boca.
Por ahora tu guacamayo es
tu máscara,
y basta esa
certeza.
Escuchando a Lou Reed
La canción de las cenizas
desgarra el aire con sus lamentos:
prédica de lo que será, de lo que fuimos.
Afino la sintonía
y la cortina que disimula la nitidez
se desvanece para sacarnos una foto:
vos con tu manía de lo verdadero,
yo con la imaginación de una vejez perfecta.
Cuando la canción de las cenizas se calle
todo volverá a su anestesia,
ilusión de eternidad, espejismo de lo durable.
Pero la canción de las cenizas volverá a sonar
para acunarnos.
Confundidos en sus notas,
esparcidos en un mar a cuya orilla
arderá la hoguera de unos huesos
parecidos a
nosotros.
Es que el misterio empieza con una sacudida,
un shock de sombra que estremece la escandalosa iluminación de la
escena.
Otra probabilidad es que se sostenga en un zarpazo,
pero para eso el animal interior no debe estar amaestrado.
Al menos, algo de rugido debe conservar,
algo de toro enfurecido por la sangre.
Cuando digo “misterio” no me refiero solamente a tus ojos
o a la obvia pregunta sobre lo invisible,
salvo que lo invisible sea yo para tus ojos,
y ahí no hablamos de misterio, sino de olvido.
No: por misterio me refiero al estremecimiento, al vaivén,
eso que puede ser vals, aunque no solamente,
eso que puede ser sueño para despertar abrupto,
despertar de sirena, por ejemplo,
pero más de Odiseo que de ambulancia,
aunque para Ulises también hubieran sido misteriosos
esos colores rápidos, desatados al vaivén de la marcha,
al ulular de la luz contra la sombra, de la sombra contra la luz
y viceversa.
¿Y si el misterio no empieza?
Eso es lo inexplicable.
Ni sombra, ni luz, ni animal interior, ni esperanza, ni sangre.
Sólo una calma chicha, sobradamente conocida por otros navegantes,
los que anhelaron el misterio antes que el olvido,
pero recibieron el
olvido,
los que esperaron la gotita de sombra en la luz centelleante,
pero fueron
encandilados por el sol:
atados a su mástil, aguardando sus sirenas sin la suerte del griego,
mientras el mar los ahogaba, sin hamacarlos nunca.
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Pablo Queralt, Esteban Moore, Carlos Aldazábal |
Carlos
J. Aldazábal (Salta, Argentina,1974). Publicó los
poemarios La soberbia del monje (1996), Por qué queremos ser Quevedo (1999), Nadie enduela su voz como plegaria (2003), El caserío (2007), Heredarás
la tierra (2007), El banco está
cerrado (2010), Hain, el mundo selknam en poesía e historieta (con
ilustraciones de Eleonora Kortsarz, 2012) y Piedra
al pecho (2013). Su poesía ha sido reconocida con numerosos premios,
incluida en diversas antologías, y traducida parcialmente al inglés y al
italiano.