EXILIO
De tus aguas tan verdes
nunca más me olvidaré.
Mis labios muertos de sed
a las olas acerqué.
Se rompieron en tus rocas:
sólo bebí de lo que lloré.
Se perdieron mis suspiros
desanimados, en el viento.
¡Recuerdo tanto el martirio
en que anduvo mi pensamiento!
Y giran, aún, mis sueños
como en ese momento.
Los marineros cantaban
¡Ah, noche del mar nacida!
De luz inestable, estrellas
salían del agua perdida.
Quedaban como asustadas
alrededor de mi vida.
De tus horizontes quietos
nunca más me olvidaré.
Por lejos que ande, estoy cerca.
Toda en tí me encontraré.
Fuiste el campo más funesto
por donde me disipé.
Remos de sueño pasaban
por mi melancolía.
Náufrago entre los salvados,
mi corazón se volvía.
-Pero ni sombra de palabras
tuve en mi boca fría.
No rogaba. No lloraba.
Únicamente moría.
ECO
Alta noche, el pobre animal aparece en el morro, en silencio.
El césped se inclina entre las errantes luciérnagas;
pequeñas alas de perfume salen de cosas invisibles:
en el piso, blanco de luna, él recoge y extiende las patas con sombra.
Recoge y extiende, y para.
Debe ser agua, lo que brilla como estrella, en la tierra plácida.
¿Serán alegrías perdidas, que la luna captura en su mano?
¡Ah…! No es eso…
Y en la alta noche, por el morro en silencio, baja el pobre animal solo.
Allá arriba, va quedando el cielo. Tan grande. Claro. Liso.
A lo lejos, despunta el mar, después de las arenas espesas.
Las casas cerradas se enfrían, se enfrían las hojas de los árboles.
Las piedras están como muchos muertos: al lado uno del otro, pero extraños.
Y él se para, da vuelta la cabeza. Y mira con sus ojos de hombre.
No es nada de eso, sin embargo…
Alta noche, delante del océano, se sienta el animal en silencio.
Se mecen las negras olas. Los colores del faro se alternan.
No existe horizonte. El agua se acaba en tenue espuma.
¡No es eso! ¡No es eso!
No es el agua perdida, la luna andante, la arena expuesta…
Y el animal se levanta y yergue la cabeza, y late...late…
Y el eco responde.
Su oreja se estremece. Su corazón se derrama en la noche.
¡Ah! Para aquel lado apura el paso, en busca del eco.
CONOZCO LA RESIDENCIA DEL DOLOR
Conozco la residencia del dolor.
Está en un lugar apartado,
sin vecinos, sin conversación, casi sin lágrimas,
con unas inmensas vigilias, delante del cielo.
El dolor no tiene nombre,
no se lo llama, no atiende.
Él mismo es soledad:
nada muestra, nada pide, nada precisa.
Viene cuando quiere.
El rostro del dolor está dado vuelta sobre un espejo,
pero no es rostro de cuerpo,
ni su espejo es del mundo.
Conozco personalmente al dolor.
Su residencia, lejos,
en caminos inesperados.
A veces me siento a su puerta, a la sombra de sus árboles.
Y oigo decir:
“Quien viese, como ves, al dolor, ya no sufriría.”
Y lo miro, inmensamente.
Conozco hace mucho tiempo al dolor.
Lo conozco de cerca.
Personalmente.
26 de agosto de 1954
DIÁLOGOS DEL JARDÍN
Debajo de tanto calor,
el pájaro se consiguió una rama verde y fresca,
y se puso a hablar.
El pájaro me preguntaba:
“¿Te acordás de los grandes árboles,
con lágrimas doradas de resina?”
Le contesté que sí, que me acordaba,
que en aquel tiempo escuchábamos hablar del ámbar,
y queríamos hacer collares de resina:
pero en nuestras manos ella perdía la transparencia.
“¿Te acordás de las castañas de cajú maduras,
cayendo blandamente en la hojarasca muerta del piso?”
Le contesté que sí, que todavía las veía,
muy lejos, amarillas y túrgidas,
a veces reventadas en su caída,
despidiendo, olorosas, jugo dulce.
“¿Te acordás de las bolitas doradas
que el follaje y el sol balanceaban por encima de los libros?”
Le contesté que sí, y que eran libros de historias,
y que después fueron novelas, y un día poemas,
y más tarde pensamientos difíciles…
Y el pajarito preguntaba:
“¿Te acordás de tu voz devuelta por el eco?”
Y yo me acordaba, pero no de las palabras,
solamente que las respuestas eran siempre incompletas.
“Y el filo de la montaña, en el horizonte,
¿te acordás cómo era azul y negro? ¿Y las palmeras?
¿Y los arbustos de flores encarnadas?”
Y yo me acordaba de todo, y sentía el aroma de la tarde,
y el canto de las cigarras, y el lamento de los zorzales
y de las tórtolas,
y veía brillar la bola azul del techo, que tanto amé,
y sentía, tan dulce, mi soledad perpetua.
Y le pregunté al pájaro: “¿Dónde estabas,
para que me preguntes todo eso?
¿Vos también viviste tanto?”
Y él me respondió: “No, todo eso está en el fondo de tus ojos.
Yo solamente voy preguntando lo que leo…
Y porque lo leo, canto.”
Abril, 1956
ÉSTA ES LA CASA
Ésta es la casa
menos que de aire
imponderable,
blanca de camelia
con perfume de cal.
Con sus corredores
Sus escaleras
El porche
Las ventanas una a una
Se ve el mar. Las montañas. El tren pasando. El gasómetro
Se ven los árboles por encima con sus flores
La casa imponderable
pero de cimiento madera ladrillos hierro vidrio
La pintura plateada de los escalones huele a aceite a fruta a luz
El agua que gotea huele a musgo,
suena metálica, trémula
insectos pájaros líquidos
pequeñas estrellas
clarines muy lejanos
Alféizares gastados por brazos antiguos
Sombras de mariposas
Yo soy la que compró la tierra
que pensó los dibujos
la que cargó las telas
Pasan legiones de hormigas por los rellanos
Yo sé de quién era la casa
quién vivió en la casa
quién murió
Yo sé quién no puede vivir en la casa
Es una casa
con sus pisos
sus escaleras
sus corredores
balcones
aposentos
albañilería
paredes
imponderable.
Una casa cualquiera.
Cruz que se carga.
Imponderablemente, para siempre, a la espalda.
1961
CALLE
Busco la calle
que aún me falta:
es larga, es alta,
no es ésta.
Olvido el nombre,
por apuro o por sueño:
es alta, es clara,
pero no es ésta.
En cada esquina
había una fiesta:
es clara, es vasta,
no es ésta.
Nunca me acuerdo
donde empieza:
es vasta, es larga,
pero no es ésta.
Calle que no
se manifiesta:
larga, alta,
no es ésta.
DIBUJOS DEL SUEÑO
Yo, mujer dormida, en la líquida noche
ensancho el ramaje de mis cabellos verdes.
Sigo dentro de ese cristal ondulante,
contenida como el sonido en los signos inmóviles.
Sorda es la transparencia del mundo que ocupo,
donde vago, vigilando lo eterno,
libre de lo efímero visible y tranquila,
y, aunque incomunicable, en soledad feliz.
Yo, mujer dormida, de ojos cerrados
estoy viendo esas paredes fluidas que caminan
conmigo misma, en la cristalina arquitectura:
muralla de sucesivos niveles, sin luz de ningún sol.
Espejos de cuarzo verde, en que me reconozco admirada,
de ojos abiertos desde siempre, para siempre,
dibujándome involuntaria, buscándome exacta,
huyendo de mí en esta caligrafía que no alcanzo.
¡Ah! De mis verdes cabellos suben ahora ramos de rosas,
alta corona del retrato sumergido, frágil y melancólica,
y ya me olvido de que estoy soñando. Y ni suspiro
si las flores se deshojan en este planeta de silencio.
1963
(Traducción Eduardo D’Anna, poeta, ensayista y traductor)
Cecília Meireles (Rio de Janeiro, 1901-1964, estudió lenguas, literatura, música, folklore y teoría educacional, y a los 18 años publicó su primer libro de poemas. Se casó en 1922. A lo largo de su vida sufrió una sucesión importante de pérdidas antes de llegar a adulta: padre, madre, tres hermanitos más grandes; fue criada por la abuela materna. Su primer marido, el artista plástico portugués Fernando Correia Dias se mató en una crisis de depresión aguda en 1935; ella crió sola a sus tres hijas -una de ellas sería después la actriz María Fernanda Meireles-, dando clases en la Universidad del Distrito Federal, y colaborando en periódicos. Se casó nuevamente, con Heitor Vinicius de Silveira Grillo, profesor e ingeniero agrónomo. Fue periodista, publicando notas sobre temas educativos, y escribió numerosos libros de literatura infantil. Dio conferencias sobre Literatura Brasileña en Lisboa y Coimbra y, en 1936, fue contratada por la Universidad Federal de Rio de Janeiro. A lo largo de su carrera pronunció muchas otras conferencias alrededor del mundo. En 1938 recibió el premio de poesía Olavo Bilac, de la Academia Brasileña de Letras. Viajó por varios países, cuyas impresiones llegaron a varios de sus poemas.
Su obra es numerosa: Espectros (1919), Criança, meu amor (1923), Nunca mais..., (1923), Poema dos Poemas, (1923), Baladas para El-Rei, (1925), Saudação à menina de Portugal (1930), Batuque, samba e Macumba (1933), O Espírito Vitorioso (1935), A Festa das Letras (1937), Viagem (1939), Vaga Música (1942), Poetas Novos de Portugal (1944), Mar Absoluto (1945), Rute e Alberto (1945), Rui — Pequena História de uma Grande Vida (1948), Retrato Natural (1949), Problemas de Literatura Infantil (1950), Amor em Leonoreta (1952), Doze Noturnos de Holanda e o Aeronauta (1952), Romanceiro da Inconfidência (1953), Poemas Escritos na Índia (1953), Batuque (1953), Pequeno Oratório de Santa Clara (1955), Pistóia, Cemitério Militar Brasileiro (1955), Panorama Folclórico de Açores (1955), Canções (1956), Giroflê, Giroflá (1956), Romance de Santa Cecília (1957), A Bíblia na Literatura Brasileira (1957), A Rosa (1957), Metal Rosicler (1960), Poemas de Israel (1963), Solombra (1963), Ou Isto ou Aquilo (1964), y Escolha o Seu Sonho (1964).
Tras de su fallecimiento se publicaron Crônica Trovada da Cidade de San Sebastian do Rio de Janeiro (1965), O Menino Atra (1966), Poemas Italianos (1968), Elegias (1974), Flores e Canções (1979), Canção da Tarde no Campo (2001), y Episódio Humano (2007); así como diversas antologías de sus poemas y los poemas completos.