jueves, 6 de septiembre de 2018

Rubén Tizziani: Historia mítica de Buenos Aires














 
Zoología-híbridos y musarañas


Están los que se van lejos y extrañan, se ponen nostálgicos, sentimentales, coquetos; toman mate amargo, escuchan a Gardel y repiten fuerte golpeándose el pecho: buenosaires, buenosaires. Escribe nombrando a esta ciudad rioplatense como si fuera el centro de la tierra. Los cronistas —gente que escribe acerca de los que escriben— acostumbran entonces a hablar de inocultable amor, voluntario e inexplicable destierro, desarraigo: el hombre que se fue hace mucho pero no olvida la ciudad y le amontona cosas,  glosa las calles, las casas bajas de los barrios, los colores mierdosos de un lugar que trata por todos los medios de nivelar hacia abajo. Hasta ahora ha conseguido hacérselas pagar a todos los que se negaron a tener la vaca atada y nunca pusieron guita para el hogar policial, defendieron la democracia ni participaron de una campaña pro silla de ruedas para los paralíticos.

Están también las mayorías —llamadas genéricamente porteños—, única especie condicionada para vivir casi con indiferencia en una región cruel, inhóspita, inhabitable. Un hábito la distingue: protestar en voz baja, aunque se alegra cuando meten en cana a un melenudo, un tipo que fuma mariguana en la plaza San Martín, le afeitan las patillas a la gente o cierran una boite en la que una mina mostró el culo al subir una escalera. Acostumbra llamársele también clase media y muestra una extraña predilección por las flores de plástico, las estampitas, los chistes verdes y los escapularios de Ceferino Namuncurá. Grosera, reprimida, orgullosa de su mediocridad, de su miedo, ha dejado el ámbito de la ciudad en poder de policías y colectiveros. Odia a los militares, pero no se sabe qué raro mecanismo los empuja los 9 de julio a los desfiles desde hace muchos años; sin embargo, al cruzarse con un uniforme en la calle, gira un poco la cabeza hacia el lado contrario, mira de costado y dice muy bajito: hum, hum; aunque no precisamente hum. hum como se lee  sino un sonido más seco, más nasal, irrepetible salvo para otro porteño y con la boca, nunca con la máquina de escribir. Desde hace por lo menos ciento sesenta años merodea la Plaza de Mayo tratando de saber de qué se trata sin que hasta ahora se haya animado a preguntarlo. Para disimular su presencia da de comer a las palomas y ya que está , cuando ve llegar por Florida y Diagonal a los granaderos a caballo del Libertador marchando hacia la plaza, la casa de gobierno y el histórico cabildo, aplaude; entonces los caballos levantan la cola recortada y cagan con un largo pedorreo.

………

Están por último las sombras innombrables. Algunas guías de turismo registran las más ilustres y puede encontrárselas  en lugares predeterminados a los que acuden a abrevar, porque  hasta la hacienda baguala cae al jagüel con la seca: en la esquina de Charcas y Maipú, por ejemplo, bajando de un taxi cerca de la medianoche. Cuando se abre la puerta asoma, antes que nada, la punta de un bastón oscuro; explora el aire hasta que al aparecer la mano y el brazo, la caña toca el suelo.  Después un pie, otro, la sombra entera erguida, solitaria, parada en la calle como símbolo de la desolación, dando frente a donde debe  suponer (o sabe con certeza) que está la vereda. Tantea el pavimento, da un paso y se detiene observado   por el cana de la esquina que lo confunde, seguramente, con un animal de existencia real.
Se detiene, mete la mano en algún bolsillo, revuelve y saca una pequeña caja; la sacude cerca de la cabeza, lucha con ella en silencio, la abre y extrae un objeto que la oscuridad y su premura en ocultarlo no dejan siquiera adivinar de qué se trata. Después deja caer la caja de cartón, abierta, en el suelo, ajeno a la curiosidad del milico que no interviene, disuadido, tal vez, por su engañoso aspecto inopfensivo. Acabada la ceremonia, arranca buscando con la sensible punta del bastón el cordón de la vereda; se detiene al llegar, gira un poco la cabeza sonriendo y sube; amenaza tomar hacia la derecha, por Charcas, pero se decide finalmente por la izquierda, cruzando la vereda en diagonal hasta encontrar la tranquilizadora referencia de la pared.
A esta altura del rito ha conseguido que hasta el tira se olvide de su presencia y un inocultable regocijo le recorre el cuerpo: si se lo mira desde atrás, es fácil percibir que una risa silenciosa lo conmueve. Camina hacia Paraguay aunque no alzanza a llegar: la ciudad lo devora, pero las sombras son indigeribles y lo vomita al amanecer del día siguiente.

(de Los Borrachos en el cementerio, Buenos Aires, 1974)


Rubén Tizziani (Vera, Santa Fe, 1937). Narrador, periodista y guionista. Ha publicado las novelas: Las galerías (1969),  Los borrachos en el cementerio (1974), Noches sin lunas ni soles (1975), El desquite (1978), Todo es triste al volver (1983), Mar de olvido (1992) y  Un tiburón de ojos tristes (2001). Asimismo publicó una biografía de Alberto Olmedo, Un poco menos pobre (1992).