viernes, 26 de mayo de 2023

Samuel Vásquez: Conferencia de clausura de la muestra de Fabián Rendón, Medellín-Colombia

 





Esta es una exposición incorrecta políticamente. Y es incorrecta porque es una exposición no comercial. Incorrecta porque el grabado es una obra manual sin intervención de medios virtuales electrónicos ni de inteligencias artificiales. Incorrecta porque no le interesa a los medios de comunicación ni a la farándula cultural de esta ciudad. Incorrecta porque es de grabados al linóleo, una técnica que es menospreciada por la cultura de mercado. Y, como dicen los neoliberales, el mercado con sus tendencias dominantes diseña y regula la realidad. Incorrecta, sobre todo, porque aquí la belleza es asunto primordial, y en arte y poesía la belleza hace parte de la verdad. Entonces cada verdad debe ser bella para que consiga ser amada.
   
La estética es la carga ideológica que agregamos a la obra de arte. Aun si en la concepción original de la obra no se haya incluido, adrede, ningún aspecto ideológico. Pero casi siempre, sin distinguir el tipo de obra, han sido los teóricos quienes han introducido, a posteriori, aspectos ideológicos en la práctica artística.

Los procesos de la práctica artística muchas veces desencadenan resultados no forzosamente determinados por una circunstancia social determinada, como sucedió con el paso de la monodia a la polifonía, que fue más bien resultado de la vivencia, evolución e investigación de la propia práctica musical. Pero esto poco parece importarles a los teóricos.

Tampoco se trataba de crear un lenguaje autorreferencial, un meta-lenguaje que nadie recibía ni participaba. No se trataba de volver autista al arte. Pero con sus métodos y su falta de amor, son los teóricos quienes más han contribuido a convertir lo transgresor del arte en actividad institucional. Han forzado al hecho poético, libérrimo en esencia, a convertirse en objeto cultural, más manipulable y funcional. Han constreñido la poesía para encajonarla en estética, más social y política.

El teórico convierte los actos poéticos y artísticos en hechos estéticos, dándoles lugar en un contexto de realidad histórica, otorgándoles vigencia cultural duradera. Al crearle memoria al acto artístico, se asigna coherencia a unos hechos imprevisibles que tal vez fueron engendrados en un estado de efervescente caos, sin advertir que su grado de autonomía respecto al contexto histórico social es muy variable de un artista a otro. 

Y al volver histórico un acto artístico, el teórico salva del olvido esa obra.

A menudo se nos olvida que la crítica ya ha sido incluida por el artista en la obra misma. 

                           Pero quizás podríamos aventurarnos a decir que fue Pietro Aretino, nacido en Arezzo, 1492, el primer crítico de arte en Occidente. Era conocido que Aretino destrozaba con sus escritos a sus enjuiciados. Como también que sus elogios a Tiziano le brindaron prestigio y difusión al pintor véneto. En 1525 Aretino tuvo que huir de Roma porque un sicario lo apuñaló en una esquina, por orden de uno de los muchos enemigos que se había ganado con sus duros escritos. En este ataque perdió dos dedos de una mano. Miguel Ángel lo pintó en la Capilla Sixtina agarrando un cuchillo con la mano derecha, y la mano izquierda sosteniendo al propio Miguel Ángel, despellejado.  

                            O, tal vez, podríamos señalar a Giorgio Vasari, también nacido en Arezzo en 1511, como el primer historiador de Arte y crítico, por sus biografías y leyendas recogidas en su libro “LAS VIDAS DE LOS MÁS EXCELENTES ARQUITECTOS, PINTORES Y ESCULTORES ITALIANOS”, cuya primera edición de 1550 es ampliada y reescrita en 1568. Al él se debe haber acuñado el nombre de Renacimiento a aquella época. Vasari inicia el libro con un capítulo técnico sobre arquitectura, escultura y pintura donde trata sobre las técnicas empleadas en las distintas artes. Vasari no acudía a archivos para investigar y comprobar las fechas exactas de los acontecimientos que refería, como harían los modernos historiadores del arte, y consecuentemente sus biografías son más exactas cuando trata a los artistas de su propia generación. 

La crítica no tiene por objeto señalar faltas, descubrir errores. Aunque su labor es juiciosa, tampoco es su función primordial emitir juicios. La crítica es un distanciamiento reflexivo de la práctica artística, para llegar a una práctica teórica. Sólo cuando se entra en crisis, la crítica se hace necesaria: sin crisis no hay crítica precisa e imperiosa, sin embargo, la crítica no llega para consolar a nadie.

La crítica se ejerce siempre sobre una realidad que no satisface, sobre una institucionalidad que no llena, sobre unas normas que no nos acogen: la crítica anhela correr los linderos de la norma, transformar esa realidad, cambiar esas instituciones. Pero el crítico no tiene por qué llegar al jardín del arte con flores en la mano. 

La verdadera crítica no dicta comportamientos, no impone una moral, no busca una dependencia del artista a sus conceptos.

El artista es, por excelencia, el hombre que quiere no ser gobernado. El arte es el resultado de la vivencia de una libertad ontológica, originaria, primordial. Por ello la libertad del artista es incoartable, pero el derecho a la crítica no prescribe.

Cuando la obra de arte se institucionaliza, cuando el artista se institucionaliza, la crítica nos llama a la desobediencia. Cuando la crítica se institucionaliza, el arte es el único espacio de libertad que nos queda.

El arte es una oposición a una realidad no satisfactoria, por ello se opone a una crítica institucionalizada. La crítica, a su vez, es oposición a un arte fosilizado e institucionalizado. La crítica es un necesario ejercicio de libertad cuando el arte la ha perdido, o ha renunciado a ella. 

Si es cierto, como lo es, que el artista es el ser ético por excelencia, la crítica se hace necesaria cuando éste entra en crisis. Lo que trata de hacer la crítica, entonces, es asumir el papel ético abandonado por el artista.

Entre nosotros el grabado carece de prestigio: su pianíssima voz sólo es escuchada por oídos finos. (“Por fortuna tengo fino el oído. ¿Cómo podría distinguir un astro de otro?” dice René Char). Para una comunidad como la nuestra, arriada por censores ideológicos y arribistas sociales, el grabado es excesivamente modesto y poco visible. No sospechan que el buril del grabador ara una trinchera contra el facilismo y el relumbrón.  La fuerza cognitiva y el valor sensible del arte han sido siempre una resistencia contra toda ilusión (de illusio, engañar), contra todo hecho visual incapaz de generar una presencia.

Aquí lo que vende es ese tratamiento homeopático que tantos dan a su obra: si el mundo está lleno de mal gusto, pues démosle más de lo mismo, lo más naive posible; si el mundo está lleno de prostitución, démosle más rameras, y además hiperrealistas para que la ilusión (masturbación) sea más fuerte.  El ansia ignorante de perseguir el parecido siempre está acompañada de la “horrible vacuidad de reproducir”: con su ojo parásito de lo real y su mano vegetativa, reemplazan imagen por remedo, imaginación por reproducción.

El arte no copia: el arte crea, imagina, descubre.
El parecido sólo es importante porque nos enseña a apreciar no únicamente la justicia del objeto hacia su función, su existencia real en la realidad dada, sino lo que lo hace existir por medio de lo que no lo conforma, de lo que no se le parece: manchas de color, gestualidad, técnica, relaciones plásticas. 

El objeto provoca la aventura del ojo y su cómplice la mano. El ojo es la puerta primigenia del deseo. 

El pintor transgrede lo real para provocar la mirada: la línea rompe el cerco de la forma, la mancha destruye las apariencias, el ojo multiplica los puntos de visión, la paleta cambia el color local para construir una armonía colorística, la herramienta borra las texturas del objeto y crea nuevos acabados exclusivamente plásticos, el espacio es demolido y reestructurado, los volúmenes son rotos para que aparezca el vacío, y al final lo que importa es poesía, atmósfera, ritmo.

La “verdad” del arte no es comparable. No depende de su fidelidad de copiar lo real dado, de su capacidad de representar lo visto, sino de su aptitud de revelación del ver, de la mirada. 
La mirada se impone a la vista, el ojo al objeto, el hombre a la cosa. Más que la verdad de lo visible, el arte es la verdad de la mirada.  

La naturaleza (realidad) es un diccionario, el arte es una sintaxis.
“Si yo tuviese que pintar batallas, tendría que mirar flores constantemente: para que una batalla sea buena tiene que parecerse a un cuadro de flores”, decía Delacroix. Cézanne llevaba su naturaleza muerta dibujada en el taller para encontrarle los colores en el campo. Corot terminaba en el taller sus pinturas empezadas en el campo.
         

   Estilo refiere a modo, a manera.
Modo de hacer una cosa, manera de manifestar algo.
Y manera viene de mano. Es la mano quien genera la manera.
Pero estilo es algo más que esto.  Estilo refiere, además, a constantes, a costumbres. En la repetición se origina la costumbre. Sin embargo, es la calidad de la repetición la que hace factible la gestación del estilo. No es una forma que se repite como un tic, sino la repetición como constante de relaciones estructurales y expresivas, repetición sistemática de rasgos que revelan un carácter. Es preciso recordar aquí que carácter viene del griego kharassein  que significa  grabar.
 
              En el grabado al linóleo el gesto no existe. Cada talla del buril en la plancha, más que la huella de un gesto, es el registro de un acto. Aquí hay implícito un esfuerzo físico que conlleva, ineludiblemente, una voluntad de forma.La relación del buril con la plancha es seca y dura: es el momento en que la herramienta despierta la forma en la materia. La impresión sobre el papel es un éxtasis blando y húmedo: más allá de la «histeria técnica» la poética del color alcanza su posibilidad.

             Realizando un trabajo esencialmente escultórico (de sculpiere, quitar) se logra una obra eminentemente plástica (de plasticus, dar forma agregando). Al tallar la plancha con el buril se “esculpe”, al estampar el color sobre el papel se “pinta”. De un proceso háptico se obtiene una obra óptica. Aquí la técnica rechaza su atavismo utilitario y se vuelve existencial. Un grabador sabe realmente lo que quiso hacer, después de haberlo hecho.

  La técnica de impresión al linóleo fue utilizada por primera vez por los artistas de Die Brücke (El Puente), grupo de pintores expresionistas alemanes reunidos entre 1905 y 1913, en Dresde, Alemania, que constituyó la primera vanguardia artística del siglo XX. Este material se distingue porque al ser tallado no tiene dirección determinada, porque no tiene fibra que pudiese tender a astillarse; es más fácil obtener determinados efectos artísticos con linóleo que con la mayoría de las maderas, aunque las impresiones resultantes carecen de la textura que da la madera. El linóleo es mucho más fácil de tallar, pero la presión del proceso de impresión degrada la placa más pronto, lo que dificulta grandes tirajes de cada plancha.

                   El linóleo en color se puede hacer mediante el uso de una plancha distinta para cada color como en un grabado en madera. Picasso demostró que tales impresiones también se pueden lograr con la misma plancha de linóleo, en lo que se denomina el método "reduccionista" de impresión, o “a la plancha perdida”, como lo hace Fabián Rendón: En esencia, después de imprimir el primer color en varios papeles, el artista limpia la placa, y talla lo que no se estampará con el color aplicado posteriormente. Así cada color se imprime en forma sucesiva sobre el papel con una sola plancha.
 
                 Fabián Rendón encuentra en el grabado al linóleo su técnica, su estilo, a sí mismo. Es que el verdadero estilo es encontrarse a sí mismo. Aquí, por una feliz cita, una técnica específica posibilita la aparición de un estilo personal, da aliento vital a una expresión.


                Son legión entre nosotros los barítonos que cantan como tenores. En cambio Rendón encuentra en el grabado su registro natural, su tesitura, su extensión, su forma. Decía un poeta que “un hombre sin estilo es sólo un peatón”.

              El estilo no es una habilidad, es una voluntad de ser. Porque el auténtico estilo es la ética del artista.

              De la relación forma-composición, color-atmósfera, materia-tratamiento, tema-sintaxis, Rendón cosecha el sentido y la expresión de su estilo. Hay aquí una refinada y rica y sintética tipología. Y es esta capacidad sintética de la forma uno de sus mayores aciertos: hacer que cinco rayas sean un tigre no es una actividad economicista, es un logro de concreción maravilloso porque el tigre está aquí en su totalidad y en su unidad.

 
             El estilo informa la materia de contenidos que distinguen un carácter; carga la forma de rasgos peculiares que develan una identidad. El verdadero estilo encierra una unidad profunda. Cada parte contiene una relación cerrada con la totalidad, revelando un principio indisoluble de unidad composicional. Aún en el trozo está claro el espíritu de la totalidad: un pedazo es completo en sí mismo. (Esto nos ha permitido admirar en los fragmentos de un arte antiguo la totalidad de su estética).  Los expertos tratan de determinar si una obra procede efectivamente de la mano de un artista. El estilo permite descubrir del artista, su mano.

 
           Las manualidades han sido menospreciadas por la inteligencia. «¡Qué siglo de manos!».  Sólo al arrancarse los ojos, Edipo descubre sus manos:

«Déjame que las toque con mis manos
y que con ellas mis desgracias llore…
Que al poderlas tocar las imagine
mías aún, como si mis ojos vieran». 

             La mano es una prolongación del ojo, así como el ojo es una prolongación de la mano. Porque la forma es la única cosa accesible a dos sentidos diferentes: al tacto y a la vista. Y la forma es la carne de la imagen. El ojo crea el deseo, pero la mano está más dispuesta a realizarlo. Por eso hablamos del abrazo de la mirada.

Con el libro nace la era industrial-mecánica: él es, sin duda, el primer artículo repetido, uniforme, y producido en masa. La máquina inventada por Gutenberg buscaba una producción más barata y más numerosa que la que permitía el libro manuscrito, para alcanzar una más amplia difusión. Se hacía preciso, claro está, el cambio de la vitela por el papel.

La imprenta, que tomó su nombre y su tecnología de las prensas de lagar que estrujan la uva para sacar el mosto, obtiene su vino más espirituoso en el libro: El libro que es silencio que canta, milagro de la memoria.  El mundo se asila en la palabra, y la palabra se asila en el libro. Los griegos dicen asulon (asilo), “sitio inviolable”.  

La deuda que tiene la pintura con el libro no es sólo histórica.  El grabado nace en el libro, allí crece, y cuando alcanza vida independiente sigue alimentándose allí, en ese espacio sagrado.  Más que la palabra en la intimidad el libro es recogimiento callado de la palabra, blanca herida de la memoria que se niega a cicatrizar.

Ese insistente interés de Fabián Rendón por devolver el grabado al libro, es pues, más que el regreso de un hijo prodigo, una querencia natural del retorno río arriba, hacia las fuentes más puras, a los orígenes.

En un momento en que las artes plásticas padecen, como nunca, del equívoco del soporte, del despiste de la puesta en escena, de la conceptualización sobreactuada, de la sobrevaloración del espacio público como el auténtico marco democrático de la obra, sus exégetas hacen aparecer como si lo más importante de la obra plástica sucediera fuera de la obra misma.

En cambio, elegir como hogar de la obra plástica al libro es decidirse a otorgarle un espacio sagrado. De esta manera se le somete al misterio interior del sagrario, y se evita la errancia de la obra plástica, siempre exhibida en un afuera cotidiano o museístico. Es en el libro donde el poeta sacrifica su voz, donde el grabador inmola su color.
 
Para Fabián Rendón “simplificar la belleza no le resultaba una economía atroz”. Porque no se trataba de una operación precisamente economicista, sino de un acto de concreción sintética de las formas en favor de la imagen, de la esencia de la imagen. Pero para ello había que poner de acuerdo la mano con el ojo. (Los ojos son poetas). Y así alcanzó el mejor de sus encuentros.  Pero encontrar no bastaba, había que hacer propio el encuentro. Y lo hizo suyo.

               
Fabián Rendón

                                                                            
Samuel Vásquez