sábado, 11 de diciembre de 2010

Fernando Butazzoni: Luces oscuras, Lautréamont y las artes plásticas.*

Fernando Butazzoni







 
          
“En el cine todo es luz”, escribió hace casi medio siglo el tan poco británico John Berger.[1] Y enseguida apuntaba, con esa rara vanidad que tanto agrada a los británicos: “en el caso de la pintura, el silencio es luz”.
La luz del silencio abarca en ocasiones algunos textos que, contrariando una opinión muy extendida, no pueden ser leídos en voz alta. Diríase, casi, que no pueden ser leídos. Se trata de textos que me abordan desde una premisa que, si la reflexiono con detenimiento, me resulta insoportable: son textos que no puedo leer porque son ellos los que me leen a mí.
Esta subversión, en tanto idea e imagen, aparece reiteradamente en Los Cantos de Maldoror. En la imagen del higo comiéndose a un asno, por ejemplo. Y de manera explícita en el Canto V, cuando el poeta se lamenta de no poder “mirar, a través de estas páginas seráficas, el rostro del que me lee”. (‘Que ne puis-je regarder à travers ces pages séraphiques le visage de celui qui me lit’).
Hay una conexión entre el fluir de algunos textos y esa entidad tan esquiva a la que de forma deliberada llamaré alma. Hay un fluir del texto al alma y del alma al texto que me sitúa en una frontera entre el intelecto y el arquetipo, entre lo individual y lo colectivo. Cuando eso ocurre y creo que ocurre de manera excepcionalísima yo, lector, me enfrento a un texto que me lee y me desborda porque es más que yo: es una representación de mí.
Eso asusta.
De ahí viene la protesta de Marcelin Pleynet sobre los críticos maldororianos. Escribía él: “No podemos hacerles decir [a Los Cantos] lo que no dicen”.[2] Pleynet señalaba así su convicción de que Los Cantos rechazan cualquier interpretación. Esta afirmación tan poco francesa tiene como justificativo y antecedente los ríos de tinta que corrieron a partir de los análisis psicoanalíticos o psiquiatrizantes en muchos casos sobre el creador de Maldoror. Sin embargo, si modifico el punto de vista del observador, y parto de la premisa nada absurda de que ese libro me está leyendo, entonces debería parafrasear a Pleynet y señalar: “No podemos hacerle decir lo que dice”.
Eso también asusta.
Pero hay algo más inquietante aún: todo texto que nos lee, además de leernos nos mira, nos observa, nos estudia. Digamos que nos juzga de una manera kantiana y también de una manera pre-kantiana o, para decirlo mejor, de una manera platónica.
Esas miradas, esa observación y ese estudio, son parte del texto y son, a la vez, parte de nosotros mismos. Aunque son más que nosotros mismos.
Cuando Gastón Bachelard describe en su libro sobre el conde lo que él categoriza como un “infierno del psiquismo”, lo hace con un sentido de la redundancia que no deja de tener humor negro pero humor al fin. El psiquismo siempre es infernal. Y el propio Bachelard lo explicita en su reflexión sobre la metamorfosis y la “representación animalizada de la vida” la “vie animalisée”  llamaba él a ese fenómeno.
El psiquismo es infernal porque es humano, y el infierno es humano porque es psíquico. Representaciones, arquetipos, fantasmagorías, deidades. No importa el nombre. La denominación depende de marcos culturales, referencias y textos de la historia. Aquí, a gusto del consumidor, podría citar con igual propiedad a Jung, a Einstein o a Santo Tomás. Pero voy a terminar este párrafo de forma menos grave, con una frase de esa especie de Groucho Marx de la ciencia que fue el gran Ernst Haeckel, quien afirmó: “Dios es un vertebrado gaseoso”.
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En Los Cantos de Maldoror hay un sesgo inequívoco que pertenece al mundo visual. Podría decirse que hay un deslizamiento del texto a la imagen que resulta, en su esencia, contradictorio.[3] De la plástica rotunda de esas escrituras surge una apelación a nuestro psiquismo que es conceptualmente infernal, sí, pero que es sobre todo visualmente plástica: superficies rodeadas que a cada instante tienden a evadirse como figuras.
O sea: una percepción de las formas que se rebela contra esos “modos de ver” institucionalizados a los que se refirió Berger en su célebre libro el cual, por cierto, fue escrito un siglo después de la muerte de Ducasse.
Mucho se ha insistido sobre esa cuestión ducassiana y, más aún, mucho se han aprovechado los plásticos surrealistas (digo, los de la primera horneada) de esa construcción polar y prácticamente ignota: el infierno re-visitado y dibujado por el señor conde. En lo personal, he sostenido la idea de que la obra entera de Salvador Dalí tiene su base más sólida en Los Cantos de Maldoror. No solamente las ilustraciones específicas realizadas por él para la edición de 1934 aportan luz sobre el asunto, sino muchos trabajos previos y posteriores del catalán.[4] Muchas de sus declaraciones. Muchos de los desplantes de Dalí remiten a Lautréamont o, mejor dicho, a esa construcción que por conveniencia todos llamamos Lautréamont. Dalí utilizó en su arte y en su vida el método de Maldoror: mostró a los higos comiéndose a los asnos.
Dijo Dalí:
“Toda mi ambición en el terreno pictórico consiste en materializar, con la precisión más imperialista, imágenes de la irracionalidad concreta… que no se puede explicar provisoriamente ni deducir por los sistemas de la intuición lógica, ni por los mecanismos racionales. La actividad paranoico-crítica es un método espontáneo de conocimiento irracional, basado en la asociación interpretativo-crítica de los fenómenos delirantes.”[5]
Dejemos que le responda el propio Conde: “Déguisements supérieurs si je parle en artiste!”
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En Los Cantos de Maldoror, aquí y allá se hace evidente la voluntad por capturar una representación visual que podríamos llamar plástica. Literalmente el libro está saturado de esa voluntad. Más aún, puede afirmarse que esa voluntad construye la escritura. Aunque, por supuesto, nadie podría señalar un afán consciente del autor. Esto de la voluntad y el inconsciente me remitiría según algunos a Schopenhauer, según otros a Freud, o quizá a Schopenhauer y a Freud a la vez…[6] Mejor vuelvo a Los Cantos de Maldoror.
Ya en la primera estrofa el libro se abre con un paisaje. Se muestra un sendero dibujado entre ciénagas desoladas. Y enseguida se esbozan el horizonte y unas aves. Son las famosas y tan esculcadas grullas del canto primero, las que están dirigidas, à l’avant garde, por una grulla vieja y sola, “la plus vieille” según el texto.
Detengámonos en las grullas. No en lo significado, no en lo connotado, sino en lo que allí se muestra: las grullas del canto primero son formas que, a cada palabra, tienden a ser figuras recortadas contra un cierto “fondo”, más fluido y desorganizado:
“un angle à perte de vue de grues frileuses méditant beaucoup, qui, pendant l'hiver, vole puissamment à travers le silence, toutes voiles tendues, vers un point déterminé de l'horizon, d'où tout à coup part un vent étrange et fort, précurseur de la tempête.”
Hay una notable escultura que parece ser la ilustre heredera de esa vieja grulla que comanda la bandada ducassiana. Es un animal metálico y pintarrajeado, algo maltrecho, maravilloso. En el esperpento de bronce se trasmite una cierta nobleza. Su autor es Pablo Picasso, y la obra es del año 1953. Se titula “La grue”.
En este objeto, con cierto modo de mirar o de ser mirados podemos encontrar varios detalles significativos: sus alas, desproporcionadamente pequeñas, “no parecen mayores que las de un gorrión”; su pescuezo, quizá por un efecto de la torsión de los materiales que sostienen el bronce, da la vívida impresión de agitarse en “ondulations irritées”; sus ojos, por último, fabricados con tuercas, diríase que “renferment l’expérience”. En cuanto al título de la obra, el mismo es lo suficientemente ambiguo como para ser incluido en el nomenclátor maldororiano: “La grue”. Palabra que en francés tiene varias acepciones, desde la fauna animal a la social, pasando por la industrial. En efecto, grue es grulla, es grúa y es, también, si nos atenemos al “Lexicón Lunfa” de Chiappara y a los trabajos académicos de Casadevall, algo bastante parecido a una percanta o aún a una yira.
El periplo de esa obra de Picasso también parece pertenecer al universo del Conde: en realidad Picasso realizó una serie de cuatro grullas, o cuatro yiras. ¡Toda una bandada! La serie, en general, permaneció olvidada, arrumbada entre materiales de desecho durante décadas. Finalmente una de ellas fue a parar a un museo de Berlín, otra quedó en poder de su nieta, otra nadie sabe bien dónde está. La última en rigor la primera, la plus vieille hace unos años fue rescatada para ir a un remate en el que se vendió por muchos millones de dólares. Aunque, por motivos que no he logrado entender, el monto exacto de la venta nunca aparece con exactitud en la gran prensa: el diario El País de Madrid, por ejemplo, informó que fueron 19 millones de dólares; Clarín, en Buenos Aires, habló de “unos 16 millones de dólares”, y así. Lo curioso es que el acto del remate está filmado y a disposición de todos en youtube. Ahí está la filmación: la grulla N° 1 de Picasso, el rematador de Sotheby, los tres señores que pujan, un señor morocho que hace de escolta del valioso objeto, el sonido ambiente, la puja millón a millón. El monto real, lo digo para no seguir sumando equívocos, fue de 17 millones cien mil dólares.
Podríamos agregar muchos otros ilustrísimos ejemplos a la lista plástica del Conde, desde Magritte a Julian Schnabel. Animales, paisajes, personajes, objetos, sucesos. La máquina de coser, el paraguas, los estorninos, las dos torres del Canto IV… La exposición de homenaje a Isidoro Ducasse realizada en el Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo, en 1993, fue una cierta expresión del fenómeno. No es mi intención y estaría más allá de mis fuerzas relevar algún tipo de catálogo al respecto. Lo que deseo es señalar que ese vínculo, al parecer, tiende a fortalecerse con el transcurso del tiempo, como si fuera su destino. Un destino que, según Ángel Kalemberg, subraya en la escritura aquellos materiales “muy primitivos”, como las imágenes visuales.[7]
Acaso lo que se subraye sea también la apelación al psiquismo de quienes pretendemos, de forma vana, “leer” ese libro maldito. Y, por qué no, una cierta evolución de la sociedad humana hacia esas formas primitivas, visuales e infernales. Una mano sucia de carbón sobre la pared de una cueva, una línea que ondula y se curva hasta completar el dibujo de un bisonte. En fin, una historia en imágenes que, tras innumerables giros, tiene en el encandilamiento televisivo contemporáneo su más primitivo y eficaz relato.
Quizá importa menos lo que nos dice el texto que aquello que el texto muestra de nosotros y que, por lo tanto, nosotros mostramos. En esa revelación está el secreto de la incesante inspiración plástica que ha suscitado durante casi un siglo el señor conde de Lautréamont, alias Isidoro Ducasse, en cualquier caso nuestra sombra poética.
Hasta aquí llego por ahora con mi higuera y con mis asnos. Sé que no he sido claro. Espero, por lo menos, haber sido oscuro.





[1]J. Berger. Modos de verGilli, 2002.
[2] M. Pleynet. Lautréamont par lui- même. Seuil, 1967.
[3]K. Mikkonen. Theories of metamorphosis: from metatrope to textual revision. Style, U.N. Illinois, Summer, 1996.
[4] F. Butazzoni. Alabanza…  Seix Barral, 2004.
[5] S. Dalí. La conquista de lo irracional. Siruela, 1994.
[6] I. Barreira. Schopenhauer y Freud. Del Signo, 2009.
[7] A. Kalemberg. “L’autre/a/Mont/ ahora”. En L’autre à Montevideo. MNAV, 1993.

*Texto leído por su autor en el homenaje tributado  a Isidore Ducasse en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de la República, al conmemorarse el 140 aniversario de su muerte. Montevideo, noviembre de 2010. 




Un recorrido por el castillo del conde de Lautréamont



Fernando Butazzoni (Montevideo, 1953). Narrador, ensayista, poeta, guionista y periodista.  A partir de 1972 por las condiciones políticas uruguayas comenzó su periplo por distintos países. Ha vivido en Chile, Cuba, Nicaragua y Suecia. En 1978 se trasladó a Nicaragua donde se  integró a las fuerzas del Frente Sandinista, siendo destinado al Frente Sur donde combatió como oficial de una unidad de artillería de montaña.  Luego de la liberación de Managua regresó a Cuba, donde ingresó  en Casa de las Américas  desempeñándose allí como investigador del Centro de Estudios Literarios y posteriormente como secretario de redacción de la revista CASA.
En 1983 regresaría a América Central como corresponsal de guerra, para cubrir los combates de la Contra,   viviría en ese período largas y agotadoras estadías en la selva. Finalmente en 1985, luego de las elecciones, puede retornar al Uruguay, donde desarrollaría una intensa actividad periodística y literaria. Fue encargado de páginas culturales del semanario “Brecha”, director de la Revista de la Universidad de la República, secretario de redacción del matutino “La República”, corresponsal del diario “Clarín” de Buenos Aires y director y conductor de programas de radio y TV.
En narrativa ha publicado: Los días de nuestra sangre (cuentos, Cuba, 1979),La noche abierta (novela, Costa Rica, 1982), El tigre y la nieve (novela, Montevideo, 1986),La danza de los perdidos (novela, Montevideo, 1988), La noche en que Gardel lloró en mi alcoba (novela, Montevideo, 1996), Príncipe de la muerte (novela, Montevideo 1997),Mendoza miente (nouvelle, Montevideo, 1998), Libro de brujas novela, (novela, Montevideo, 2002), El tigre y la nieve (novela, Montevideo, 2006),El profeta imperfecto (novela, Montevideo,2007), Un lugar lejano (novela, Montevideo, 2009). Asimismo ha dado a conocer en crónica Nicaragua: noticias de la guerra (Montevideo, 1986),  el volumen de reportajes Seregni-Rosencof Mano a mano (Montevideo, 2002) y los ensayos Los ensayos del Orobon (Montevideo, 1998) y Alabanza de los reinos imaginarios, un recorrido por el castillo del conde de Lautréamont (Montevideo 2004).
Por su obra ha recibido diversas distinciones entre ellas los premios Casa de las Américas (Cuba, 1979), EDUCA de narrativa (Costa Rica, 1981),  Bartolomé Hidalgo (Uruguay, 2008) y fue finalista del Planeta-Casa de América (2007) y el Rómulo Gallegos(2009)y ha recibido una mención especial en el premio de poesía Rubén Darío,(Nicaragua, 1980).