(900 páginas, Caracas, Venezuela |
“Toda existencia parece en sí redonda”
Jaspers
1.-
Un libro, toda la vida, esa extensión que
alguien dejó correr conesta frase que una mano olvidada trazó en alguna página,
“la verdad del hombre íntimo”, en este caso, la de una mujer íntima que se
agrega a cada nombre, a cado objeto, al clima, a un topografía tan interior, que
es afuera, porque hacer del paisaje revelación lo convierte en parte de esa
intimidad como lección de tránsito, de inventario de lo que los sentimientos
(los buenos y los malos) construyen y deconstruyen hasta hacerlos ver como
ficción, como una ensoñación, como recuerdos de una memoria que aún toca esas
cosas, se afecta con los seres que la rodearon y que aún la rodean.
Yolanda Pantin cierra un ciclo. Yolanda Pantin
con “Bellas Ficciones” (Eclepsidra, Caracas 2016) despide un largo instante
vital y lo coloca en un tiempo que no terminará mientras ella viva y mientras
los suyos sigan siendo esas ficciones estéticas retocadas por el tiempo que no
se detiene y por lo que ha quedado escrito para los lectores de ahora y
después.
¿Qué mejor manera que iniciar esta conclusión
con dos epígrafes en los que se avizoran los poemas que habrán de conmovernos?
Uno de Eliseo Diego, otro de Antonio Gamoneda. Ambos se complementan: “¿Y qué
va a ser de tus recuerdos, dime?”, pregunta el cubano. “Has dibujado el mundo
en una mentira luminosa”, afirma el español.
Entonces, recuerdos y mentira, como si los
primeros hayan sido sometidos a la obligación de la memoria, ese delgado hilo
sobre el cual se desplazan imágenes, voces, olores, sutilezas, asperezas,
sabores…recuerdos. Y la segunda, esa capa de imágenes recreadas, inventadas
gracias a la memoria acumulada, a los tantos tropiezos de los tantos eventos
amados y no amados. Las mentiras, las ficciones, la familia, esa fábrica de
historias, de sonidos ocultos durante la noche, de silencios prolongados cuando
la mañana se posa sobre los párpados.
Y no bastaron los dos poetas anteriores. Emily
Dickinson también llegó de visita conla “esperanza”, en un tono infantil que
tiene mucho que ver con este libro que hoy nos entrega –desde Turmero, desde
Caracas, desde Dallas o desde cualquier otro lugar- Yolanda Pantin, la nómada
del jardín de San Tiago de Paya.
2.-
La casa, el milagro donde habitan los recuerdos.
La familia, la interventora de las mentiras, de las ficciones que hurgan en los
escondites del jardín donde las palabras, los fantasmas, los sonidos fugaces de
las alas de los vampiros y el aullido de los lobos revelan el terror de una
“niña cazadora de gatos”. Y bajo la redonda peregrinación de los pájaros la voz
que nos ocupa elabora todas estas historias, todas estas ficciones en las está
contenido todo su mundo y donde “Igual a un perro tras mis huesos va mi sombra/
recorriendo los senderos que zanjé con un machete/ como quien busca adentro
para abrir un cauce// Va detrás mi sombra y yo, de tonta, preocupada/ por el
jadeo de su respiración”.
Un relato minificcional, un cuento corto para
resumir parte de este recorrido.
El tiempo en el cuerpo de los padres. El tiempo
de ellos y en ellos. Iluminados por el sol y por la mirada de quien los
descifra, de quien los advierte vivos, perdido un poco el padre en ese lugar,
el lugar sagrado: Paya y Turmero son el ojo del universo en la parcela donde
crecen y mueren árboles, hermanos, familiares, amigos, mientras las respuestas
(“Rewind”) se quedan en la voz de una radio o en la imagen detenida de la
televisión.
Y desde la misma casa, patria chica inventada,
patria chica de la lejana niñez y adolescencia, etapas donde la verdad no
existía, ahora el país es una letanía, un latigazo de oraciones cortas, de
heridas y cicatrices en el mismo sitio del cuerpo, en la misma heredad, esa
dinámica que no se pierde:
“País de muertos. En el altar”.
País repetido hasta el cansancio en la voz
acallada, escondida y abierta, sometida por las ganas de no leer, de quedarse
quieta en el fondo de la memoria, de la imaginación, de los muertos que hablan
y recorren la casa como sonámbulos.
La casa huele a reloj de pared, a la añoranza, a
la niebla que pasa y ligera se marcha. Se amontona la casa en las cosas
guardadas, en baúles y cajas, como las palabras.
Me permito estas licencias.
El olvido, como la llama última de una vela. El
poema respira sosegadamente, como uno de esos animales que mira quien no mira
con los ojos casi apagados. El perdón, el daño disuelto en el tiempo. La nada y
la totalidad. Todo en esa casa o en los viajes. En las distintas casas
aleatorias donde el poema fue escrito mientras la casa, la verdadera, continúa
bajo el sol y la lluvia, envejeciendo.
3.-
Entretanto, los retratos hablan, los muertos
susurran mientras los Pantin y los que no son los Pantin los miran e imaginan;
los retocan con los recuerdos, los mismos anudados a esa acumulación de voces,
siseos, leves movimientos, ensoñaciones, despertares, cantos de animales. Los
retratos en nichos, en el altar, todos los muertos y los vivos juntos, con sus
humores, algunos con sus nombres en el verso suspendido:
“Es mi círculo sombrío,
familiar. Son mis muertos,
y a sus líneas yo me debo,
las que dictan en mis sueños,
sus señuelos, cuando paso y
me detengo, y piden agua
y piden
fuego, los converso,,
los sosiego
y a los ojos
nos miramos sin hablar…”,
el ritmo y la musicalidad hacen sentir el dolor
de la voz que pronuncia. Una voz que duele y se hace doler.
4.-
“Bellas Ficciones:
Nunca te conocí, pueblo mío,
aunque siempre tuve a bien
tus existencias
Al asombro
total, en la extrañeza,
yo renazco
entre la farmacia y la ferretería
que cubren sin saberlo
a mi casa pequeña”,
El poema del pueblo, el homenaje al espacio que
no se deja de soñar, el paraíso, el jardín en un texto que descubre las calles,
más allá de que no las nombre; los negocios, los mandados, las idas y venidas
de la casa de campo al pueblo donde se respiraba el mismo campo.
Y el día instalado en las hojas de los árboles,
en los ojos grandes de los caballos, en las aves de corral y en los pequeños
animales de la imaginación. La luz del día destaca trazos de un sueño: abrir el
portón a las 6 am. y salir a la mañana, descubrir la fronda, las líneas de las
montañas, mientras el padre y la madre –rodeados de silencio íntimo, convocan
el aroma de la tierra, el ladrido de los perros, el habla monótona de los
pericos, la poética del lugar, el relato de San Tiago de Paya, a donde “vendrán
otros tiempos”.
El origen, “La raíz” habla de la otra casa, de
la herencia, de la sangre en la lengua sonora de un poema que “apunta al hueso”
y afirma la realidad de una declaración:
“Ha muerto en mí lo literario”.
Un nuevo comienzo. Con este verso, con esta
oración, Yolanda Pantín reafirma la convicción de alejarse de una escritura elaborada,
alejada de todo adorno, aunque la de ella, su poesía, nunca se ha valido de
artilugios. La ficción existe más allá de lo literario. La vida también es
ficción, una realidad que no se borra, que se aleja sí, pero no se borra. Las
lecturas, la escritura: beber en lo que está cerca de los sentidos.
Y así como ha dicho lo anterior también ha
afirmado que “Lo que amamos ya es recuerdo/ y esta casa aunque está vida/ es su
fantasma…”.
Es decir, el tiempo de ayer no regresa hoy.
Recuerdos, los muertos que recogen sus pasos, los vivos que respiran la pesadez
de la memoria. El poema es otro, será otro.
Aquí termina la primera parte de estas
“ficciones”.
5.-
Cambio de clima. El poema viaja hacia otros
espacios. Un texto que recorre la ciudad a través de referentes literarios,
libros y títulos, tuteo con viejas lecturas, y una declaración con el librero:
“Soy una persona que escribe en versos cuando
puede”.
Desde la proximidad con el lomo de tantas
páginas recogidas en los anaqueles, la voz de Pantin extraña el lugar del
origen, al “pasar/ las páginas de los libros sin leerlos, / a no tener tiempo,
en la premura/ de recoger la casa// Dejamos atrás la juventud, la confianza/ en
la poesía (que nunca tuvimos), pero/ algo que no sabemos todavía/ nos amarra el
cuerpo”.
Nómada es el poema, como quien lo pronuncia. O
lo borra. Como quien se declara cansada “sobre todo de la poesía/ que
entrecomillada: enemiga/ ¡tout o absolutamente nada! Ahora, / ni a su constante
interrogación/ ya por vicio, ni al lenguaje/ que afanosa buscaba/ debo 1
bolívar”.
Ese desapego se resume en el último verso, la
ironía, el ocaso que a un corto paso después se puede leer como un aforismo:
“Los prejuicios/ no me dejaban ver/ una rabia/ que no alimenta/ a la poesía”.
Esta reconvención, este reclamo, no representa una intimidad límite ni ficcional:
la poesía agota, cansa, y aunque alivia, no salva, se deshace con el tiempo de
quien la crea.
No obstante, ella, la voz poética, no deja de
nombrarla, de decirla, de acercarla en un personaje vivo, pero en tiempo
pasado:
“Cuando más la necesitaba, // ella me dio alas.
Yo le entregué/ algunas palabras/ para que las cuidara// Cuando pienso que me
ha abandonado/ me sorprenden sus engaños. Ella me conoce. Yo voy confiada (…)
Sigue con tu cuentos infantiles”.
Y se vuelve niña. Regresa al tiempo ido, a la
edad otra, a su otredad, al ella misma otro.
Explana: “Un poema sigue al otro/ en una cadena/
de acontecimientos”.
Y vuelve, retorna, se hace presente frente a lo
que ha sido su mundo, el que no deja de lado aunque la poesía se niegue muchas
veces:
“Cuando me planto frente a los anaqueles/ de los
restos de mi biblioteca/ y repaso, ociosa, los lomos de los libros, / me doy
cuenta de que tuve una vida plena”. Hace un inventario, un recuento de títulos
de libros, un paseo emocional. Un monólogo con nombres y apellidos, y vuelve a
decirse:
“Me va a costar dejarte, / manuscrito”.
6.-
La tercera habitación de este libro: La familia
ida, la que aún respira la casa. La niñez de ella y la niñez de los recién
llegados, los herederos, la sangre nueva, otras tierras. La nostalgia. “Las
pertenencias”: piedras, tesoros infantiles, caballos, ciervos, una fuente.
Y los tíos, los que se quedaron bajo el cielo
nativo, los viajeros. Feli, la biografía de un trashumante, de un aventurero
figurado en la portada de un tomo del Quijote sobre la mesa. Leslie, el
soñador, entre cuentos, relatos, la poética de la inmovilidad final.
Un gato en el poema. “Las palabras para otra
niña”: la ella y la otra, ella misma en la otra. Caracas y Turmero, la
insistencia. El retrato de Domingo José. Y Graciela, un conejo. Eugenio, el
hermano, la sonrisa y la voz de Yolanda Pantinen la de él. Guillermo, el niño
que pintaba dragones: “En una de las láminas lo veo, atrevido, caminar sobre la
llamarada”.
El viaje hacia atrás, a Madrid en la piel de la
herencia, a “otra historia lejana”.
Poema tras poema, “verso a verso”, ella con su
hermano, en “Mellizos”, el nacimiento de ambos. El recogimiento del inicio. Y
otra vida, Marijí, la ternura en el lugar de un cuento feliz, la “morada” de
los sueños y un instante para decir:
“El primer poema que escribí fue tu nombre
malcriada/ gata de mi infancia…”
Desde la arcadia, desde el centro del mundo,
Turmero decanta la “adolescencia” en “El paseo a Charallave. Nelson, José,
Coquito Méndez. La cuadra/ que mediaba con las monjas/ y la lucha por el ruedo
de las faldas”.
La lejanía de la niñez, una vez más. La pequeña
patria perdida. Y el padre también extraviado en su edad, atravesado por un
jardín y el peligro que entraña su mundo de anciano:
“Acabo de apagar la fogata/ que prendió mi papá
como un niñito. Pasé un rato con la manguera echando agua. Así viene pasando. Es ley de vida. Prender y apagar las llamas”.
Mientras tanto, el azul del cielo, el tiempo
corrido en una nube, en la mirada de una mujer que escribe poesía desde la
ficción y las verdades.
Ahora queda la edad, los sueños y sus
sobresaltos.
Bellas ficciones, unas que arden, otras que
recorren la memoria y siguen viviendo en los que se lean en estas páginas.
Redonda es la existencia. ¿Un círculo se cierra?