Leopoldo Lugones |
a Benito Nazar Anchorena
En
Taco Yaco, esa estancia
que
de mis mayores fue,
se
oyó relatar la historia
que
a ustedes les contaré.
Aunque
ya hace muchos años,
parece
que ayer lo he visto.
El
capataz, por entonces,
era
Tolosa, ño Sixto.
Él
también ha de acordarse
—cómo
no se va a acordar—
si
Dios lo tiene con vida
según
me es grato esperar.
Mas
si acaso él no pudiera
justificar
lo que digo,
donde
se halle Juan Lescano
me
servirá de testigo.
¡Cristiano
empeñoso aquél
para
correr avestruces!
que
hasta los hombres más guapos
al
verlo se hacían cruces.
Pues
nunca lo acobardaron
cuevas,
troncos ni pajales.
Para
él todo el campo es abra,
sin
respetar andurriales.
Otro
que arriesgara así
descalabrarse
por gusto,
sólo
sé de don Blas Vocos,
el
boleador de San Justo.
Siempre
recuerdo una vez
que
lo vi entrar en un moro…
Pero
a todo esto es el caso
que
sin razón me demoro.
Para
caer de nuevo al rastro
y
a más de los que ya van,
pondré
a Audifacio Cabrera
y
a Federico Galán.
Y
remataré la lista,
para
no pecar de pródigo,
con
ño Froilán Montenegro,
que
sabía citar el código.
Era
el tiempo de las hierras;
y
no asentando el rocío,
en
la minga de la fruta
se
ocupaba el mujerío.
Así,
a la luna fresquita
de
aquella noche de marzo,
beneficiaban
las pasas
y
orejones para el zarzo.
Y
sentadas al contorno
de
capachos y bateas,
con
mate y cuento buscaban
diversión
en sus tareas.
Más
de uno, para ayudarlas,
acudía
desde el fogón.
Ahí
se armaban los noviazgos
con
la licencia del patrón.
Así
casaron, me acuerdo,
la
Laurencia y la Pastora.
¡Pobres
chinitas de casa,
por
dónde andarán ahora!
Sólo
de una se ha sabido,
que
al decir de unas mujeres,
contrajo
segundas nupcias
con
un gringo rico, en Ceres.
Me
alegraré que el destino
siga
prestándole ayuda,
y
que se encuentre feliz
con
su extranjero la viuda.
II
Como
les iba diciendo,
la
noche que hago memoria,
fue
ño Cirilo Ramírez
quien
nos refirió la historia.
Aunque
andaba, según creo,
pisando
ya los setenta,
era
de presencia airosa
y
aventurero de cuenta.
Usaba
un chambergo hechizo
de
esos que a estilo casero
con
lana negra moldeaban
en
la boca del mortero.
Y
en fierro bruto forjadas
ostentaba
unas espuelas
con
rodaja de diez puntas
y
tamañas arandelas.
Él
mismo le había labrado
un
cabo de asta de chivo
a
su puñal, que llamaba
“El
Poder Ejecutivo”.
Pues
era hombre habilidoso,
como todo gaucho de antes,
en
cualquier labor de campo
que
piensen los circunstantes.
Y
aunque viejo, se mostraba
—no
lo digo por lisonja—
capaz
de sacarle el tiento
punta
a punta a cualquier lonja.
Por
congraciarse las niñas,
daba
a veces el barato
de
escobillar con espuelas
el
marote y hasta el gato.
Porque
fue en sus mocedades
tan
ducho para las danzas,
que
competía en los malambos
con
veinticinco mudanzas.
Valía
la pena de verlo,
mas
que no tuviese un cobre,
siempre
lleno de arrogancia
bajo
el ponchito de pobre.
Y
sobre el pecho asentada,
de
larga y poblada qu’era,
como
la cola del peine
le
iba blanqueando la pera.
Para
que no se le fuese
a
enredar, según colijo,
de
fantástico solía
manearla
con el barbijo.
Era
de los que guardaban
la
chala, haciendo copete,
dentro
de las botas colgadas
del
horcón del mojinete.
Cargaba
chuspa teñida
de
azafrán, para el tabaco,
y
el yesquero se lo había hecho
de
una cola de mataco.
Sabía
también sus recetas
de
palabra y de ingrediente.
El
vicio de la bebida
le
quitó así a mucha gente.
Dando
una cuarta, en ayunas,
de
los dos vinos batidos
con
tres huevos de lechuza
todos
de distintos nidos.
Ahora
préstenme atención,
si
no los cansó el preludio.
Quizás
esto hasta a los sabios
pueda
servirles de estudio.
III
Hace
tiempo que habitaban
la
Sierra del Cardonal,
Juan
y Andrés Peralta, hermanos
por
el vínculo legal.
Trabajaban
de meleros,
lo
cual comprender se deja,
porque
en esas espesuras
había
entonces mucha abeja.
Era
de aquella chiquita,
que
además no tenía flecha,
y
en los huecos del cardón
acopiaba
su cosecha.
Tan
diligente y guardosa,
que
en pintando el año bueno,
hubo
colmena que dio
sólo
en miel un odre lleno.
Con
lo blando de la penca,
juego
y no afán era el corte.
Cualquier
negocio pagaba
por
la cera un buen importe.
Y
en ella estaba el provecho;
pues
los actos religiosos,
de
mayordomos tenían
a
los vecinos rumbosos.
Así
es que para las fiestas
del
Rosario y Candelaria,
hasta
más de dos arrobas
consumía
la luminaria.
hora,
quien pudiese al Valle
fletarla
de preferencia,
volvía
de esa Catamarca
platudo
y con la indulgencia.
Pero
era amarga esa vida,
aunque
abundase la miel,
con
tantos tigres y tanta
víbora
de cascabel.
Tenían
que largarse solos
y
a pie por aquellos cerros,
pues
el daño habría acabado
con
caballos y con perros.
En
el corazón del monte,
sudando
de sol a sol,
acampaban
por tres meses
bajo
un toldo de simbol.
Como
hombres baquianos que eran,
para
dormir en sosiego,
no
dejaban de rodearlo
todas
las noches con fuego.
Y
al separarse de día,
bajo
el silencio infinito,
de
rato en rato se daban
distancia
y rumbo en el grito.
Cazándolos con industria,
chanchos
del monte comían,
y
de odres para la miel
con
los cueros se surtían.
Al
rosillo acostumbraban
en
la cueva darle humazo;
y
chuzo limpio al maján,
que
es un marrano picazo.
Mas
hay que saber guardarse
cuando
se empaca el rosillo
y
empieza a hacer castañetas
al
afilar el colmillo.
Que
a pie o montados se encuentren,
vean
bien lo que les detallo,
pues
siempre tira a capar
o
desjarreta el caballo.
IV
Así
en el monte meleaban
haría
ya como un mes,
cuando
empezó Juan Peralta
a
desconfiarle al Andrés.
Pues
casi nada comía,
sin
enflaquecer por eso,
antes
bien se iba mostrando
más
floreciente y más grueso.
Todo
el día bostezaba
como
si durmiera poco,
y
amanecía encandilado
con
unos ojos de loco.
Le
notaba con recelo,
por
más que fuesen hermanos,
vestigios
de sangre seca
en
las uñas de las manos.
Y
una ocasión que sesteaban,
de
reojo le alcanzó a ver
un
costillar lastimado
que
al punto logró esconder.
Al
ofrecerle su auxilio,
le
respondió de mal modo,
sin
escuchar reflexiones
y
negando herida y todo.
Hasta
que al fin una noche
le
pareció que entre sueños
lo
sentía andar en lo oscuro
no
sé en qué trances o empeños.
Y
al despertarse alarmado,
por
ser contra su costumbre,
escabullirse
en el monte
lo
divisó a la vislumbre.
Pero
se animó a seguirlo,
bien
que de lejos y oculto.
El
lienzo de la camisa
le
iba señalando el bulto.
Pues
aunque ya está menguando
la
luna en el horizonte,
algo
alumbra todavía
lo
tenebroso del monte.
Llegan
así a un descampado,
y
lo ve que, en su desvelo,
saca
de un tronco y extiende
como
una manta en el suelo.
Ahí
empieza a revolcarse
desnudo
sobre esa manta,
y
de repente —¡cruz diablo!—
hecho
tigre se levanta.
Desentumió
los tendones,
pegando
un bramido ronco,
y
las uñas afiló
arañando
el mismo tronco.
Figúrense
la sorpresa
que
al pobre Juan le produjo
saber
de aquella manera
que
tenía un hermano brujo.
De
temor que, ya ha cambiado,
lo
desconociese allí,
se
mantuvo en las tinieblas
quedito
y fuera de sí.
Porque
bien sabemos todos,
habiendo
ya tanta prueba,
que
el hombre-tigre en su saña,
con
carne humana se ceba.
Suerte
fue que a contraviento
se
encontrara su escondite;
pues
sin esto, acaso el otro
con
él hace su convite.
Recién
cuando entre los montes
se
internó bramando lejos,
fue
por un tizón que el sitio
clareara
con sus reflejos.
Y
hallando un cuero de tigre
en
el paraje de que hablo,
comprendió
que en él estaba
la
picardía del diablo.
Con
un gancho lo arrastró,
por
no tocarlo hasta el toldo,
y
encomendándose a Dios
lo
enterró bajo el rescoldo.
Aquí
advertirles conviene,
que
al tigre de ese linaje,
aparte
de la fogata
no
hay defensa que lo ataje.
Mas,
tres señas lo descubren,
que
mentar es oportuno,
para
que por tal lo saquen
si
se encuentran con alguno.
Tiene
la frente pelada,
un
poco más corto el rabo,
y
al revés volcado el pelo
sin
causarle menoscabo.
De
esta suerte, si lo apuran,
se
achata escondiendo el vientre
a
contrapelo se encrespa
y
ya no hay bala que le entre.
Entonces,
mientras el perro
u
otro cazador le amaga,
usted
se le corre de atrás
echando
mano a la daga.
Que
ganándole la cola,
su fin ya es cosa resuelta,
pues
no tiene coyunturas
para
dar la media vuelta.
Y
obligado a levantarse,
le
entra el cuchillo a la fija.
Todo
ser de cuatro patas
es
mortal por la verija.
Si
alguno cree que estas cosas
son
pura labia o caprichos,
piense
que no tiene acabo
la
malicia de los bichos.
No
más que con la mirada
caza
la ampalagua al zorro,
y
es de oírlo gritar a Juancho
como
pidiendo socorro.
Mata
a la víbora el sapo
rodeándola
con la baba;
que
a golpes, cuando despierta,
de
asco ella misma se acaba.
Aunque
es blanca la gaviota,
si
en zambullirse anda lista,
por
más clara que esté el agua
se
le pierde a usted la vista.
Y
entre tantos acomodos
y
cualidades secretas,
han
de saber que la nutria
tiene
en el lomo las tetas.
V
Cuando
quería amanecer,
regresó
el brujo a las casas,
iba
volando de fiebre
con
el calor de las brasas.
Pues
se quemaba en el cuero
su
propia naturaleza;
así
es que haya había perdido
el
pelo de la cabeza.
Cayó
en la puerta del rancho
rendido
al mal que lo postra.
Diz
que el empacho de sangre
en
los labios le hacía costra.
Entra
a suplicar, entonces,
sabiéndose
descubierto:
“Déme
una sed de agua, hermano
pues
de no, soy hombre muerto.”
“Y
procure traerme al punto,
para
aliviar mi pecado,
ni
más que sea una garrita
del
cuero que me ha quemado.”
Condolido
el otro al ver
que
sin remedio agoniza,
le
alcanza agua y con un palo
va
a revolver la ceniza.
Hallando
un pedazo entero,
se
lo lleva sin tardanza.
El
enfermo, reanimado,
sobre
aquello se abalanza.
Y
revolcándose encima,
tigre
otra vez se volvió,
y
con el cuero en los dientes
de
nuevo el monte ganó.
Nunca
se supo más d’el,
por
cierto en figura de hombre,
pero
mucha sangre humana
siguió
manchando su nombre.
Ahora
han de saber que al brujo
que
causa tales estragos,
Tigre Capiango le llaman
muy
justamente en los pagos.
Porque
es y que esta palabra
dan
como el nombre más vil
a
los ladrones malvados
en
la lengua del Brasil.
Y
en la historia se halla escrito
y
a mi favor ello aboga,
que
cuatrocientos capiangos
tuvo
Facundo Quiroga.
Formaban
dos regimientos
que
de sangre hacían derroche,
de
día como soldados
y
como fieras de noche.
De
eso a él mismo le vendría
su
apodo por el estilo.
Así
dijo y concluyó
su
relato ño Cirilo.
Mas,
para que vean ustedes
que
en esto no todo es charla,
como
ahí no paró la cosa,
voy
hasta el fin a contarla.
Pues
a eso de la medianoche
—mas
que mi verdad peligre—
en
la estancia despertamos
oyendo
bramar al tigre.
Por
allá nunca los hubo
ni
de esa ni de otra laya.
Pero
el hecho es que ahí cerquita,
sí,
señor, bramó en la playa.
Roncaba
al ras de la tierra
como
cuando va de largo.
Sin
ponderación les digo
que
ese momento fue amargo.
Con
el rabo entre las piernas,
se
acoquinó la perrada;
y
por refugio, hasta el patio
se
nos vino la majada.
No
pudo ya quedar duda
de
que la cosa era cierta;
con
que, el resto de la noche
pasó
la gente despierta.
Pero
lo raro es, y tanto
que
ya casi no lo creo,
que
no se halló rastro alguno
ni
hubo merma en el rodeo.
Aunque
la playa era limpia,
y
tan blando el polvo en ella,
que
ni los teros dejaban
de
estampar allí su huella.
Después
he oído decir
que
es malo nombrar el daño,
porque
puede presentarse
con
certidumbre o engaño.
Y
hasta que alguno lo explique,
pues
no tengo esa virtud,
que
se conserven deseo
con
alegría y salud.
Leopoldo Lugones (Villa de María del Río
Seco, Córdoba, 1874- Tigre, prov. Buenos Aires, 1938)