viernes, 18 de noviembre de 2016

Leopoldo Lugones: El Tigre Capiango






Leopoldo Lugones






                                                                                            


                                                                                                                                 a Benito Nazar Anchorena



En Taco Yaco, esa estancia
que de mis mayores fue,
se oyó relatar la historia
que a ustedes les contaré.

Aunque ya hace muchos años,
parece que ayer lo he visto.
El capataz, por entonces,
era Tolosa, ño Sixto.

Él también ha de acordarse
—cómo no se va a acordar—
si Dios lo tiene con vida
según me es grato esperar.

Mas si acaso él no pudiera
justificar lo que digo,
donde se halle Juan Lescano
me servirá de testigo.

¡Cristiano empeñoso aquél
para correr avestruces!
que hasta los hombres más guapos
al verlo se hacían cruces.

Pues nunca lo acobardaron
cuevas, troncos ni pajales.
Para él todo el campo es abra,
sin respetar andurriales.

Otro que arriesgara así
descalabrarse por gusto,
sólo sé de don Blas Vocos,
el boleador de San Justo.

Siempre recuerdo una vez
que lo vi entrar en un moro…
Pero a todo esto es el caso
que sin razón me demoro.

Para caer de nuevo  al rastro
y a más de los que ya van,
pondré a Audifacio Cabrera
y a Federico Galán.

Y remataré la lista,
para no pecar de pródigo,
con ño Froilán Montenegro,
que sabía citar el código.

Era el tiempo de las hierras;
y no asentando el rocío,
en la minga de la fruta
se ocupaba el mujerío.

Así, a la luna fresquita
de aquella noche de marzo,
beneficiaban las pasas
y orejones para el zarzo.

Y sentadas al contorno
de capachos y bateas,
con mate y cuento buscaban
diversión en sus tareas.

Más de uno, para ayudarlas,
acudía desde el fogón.
Ahí se armaban los noviazgos
con la licencia del patrón.

Así casaron, me acuerdo,
la Laurencia y la Pastora.
¡Pobres chinitas de casa,
por dónde andarán ahora!

Sólo de una se ha sabido,
que al decir de unas mujeres,
contrajo segundas nupcias
con un gringo rico, en Ceres.

Me alegraré que el destino
siga prestándole ayuda,
y que se encuentre feliz
con su extranjero la viuda.


II

Como les iba diciendo,
la noche que hago memoria,
fue ño  Cirilo Ramírez
quien nos refirió la historia.

Aunque andaba, según creo,
pisando ya los setenta,
era de presencia airosa
y aventurero de cuenta.

Usaba un chambergo hechizo
de esos que a estilo casero
con lana negra moldeaban
en la boca del mortero.

Y en fierro bruto forjadas
ostentaba unas espuelas
con rodaja de diez puntas
y tamañas arandelas.

Él mismo le había labrado
un cabo de asta de chivo
a su puñal, que llamaba
“El Poder Ejecutivo”.

Pues era hombre habilidoso,
como  todo gaucho de antes,
en cualquier labor de campo
que piensen los circunstantes.

Y aunque viejo, se mostraba
—no lo digo por lisonja—
capaz de sacarle el tiento
punta a punta a cualquier lonja.

Por congraciarse las niñas,
daba a veces el barato
de escobillar con espuelas
el marote y hasta el gato.

Porque fue en sus mocedades
tan ducho para las danzas,
que competía en los malambos
con veinticinco mudanzas.

Valía la pena de verlo,
mas que no tuviese un cobre,
siempre lleno de arrogancia
bajo el ponchito de pobre.

Y sobre el pecho asentada,
de larga y poblada qu’era,
como la cola del peine
le iba blanqueando la pera.

Para que no se le fuese
a enredar, según colijo,
de fantástico solía
manearla con el barbijo.

Era de los que guardaban
la chala, haciendo copete,
dentro de las botas colgadas
del horcón del mojinete.

Cargaba chuspa teñida
de azafrán, para el tabaco,
y el yesquero se lo había hecho
de una cola de mataco.

Sabía también sus recetas
de palabra y de ingrediente.
El vicio de la bebida
le quitó así a mucha gente.

Dando una cuarta, en ayunas,
de los dos vinos batidos
con tres huevos de lechuza
todos de distintos nidos.

Ahora préstenme atención,
si no los cansó el preludio.
Quizás esto hasta a los sabios
pueda servirles de estudio.


III

Hace tiempo que habitaban
la Sierra del Cardonal,
Juan y Andrés Peralta, hermanos
por el vínculo legal.

Trabajaban de meleros,
lo cual comprender se deja,
porque en esas espesuras
había entonces mucha abeja.

Era de aquella chiquita,
que además no tenía flecha,
y en los huecos del cardón
acopiaba su cosecha.

Tan diligente y guardosa,
que en pintando el año bueno,
hubo colmena que dio
sólo en miel un odre lleno.

Con lo blando de la penca,
juego y no afán era el corte.
Cualquier negocio pagaba
por la cera un buen importe.


Y en ella estaba el provecho;
pues los actos religiosos,
de mayordomos tenían
a los vecinos rumbosos.

Así es que para las fiestas
del Rosario y Candelaria,
hasta más de  dos arrobas
consumía la luminaria.

hora, quien pudiese al Valle
fletarla de preferencia,
volvía de esa Catamarca
platudo y con la indulgencia.

Pero era amarga esa vida,
aunque abundase la miel,
con tantos tigres y tanta
víbora de cascabel.

Tenían que largarse solos
y a pie por aquellos cerros,
pues el daño habría acabado
con caballos y con perros.

En el corazón del monte,
sudando de sol a sol,
acampaban por tres meses
bajo un toldo de simbol.

Como hombres baquianos que eran,
para dormir en sosiego,
no dejaban de rodearlo
todas las noches con fuego.

Y al separarse de día,
bajo el silencio infinito,
de rato en rato se daban
distancia y rumbo en el grito.

Cazándolos  con industria,
chanchos del monte comían,
y de odres para la miel
con los cueros se surtían.

Al rosillo acostumbraban
en la cueva darle humazo;
y chuzo limpio al maján,
que es un marrano picazo.

Mas hay que saber guardarse
cuando se empaca el rosillo
y empieza a hacer castañetas
al afilar el colmillo.

Que a pie o montados se encuentren,
vean bien lo que les detallo,
pues siempre tira a capar
o desjarreta el caballo.


IV

Así en el monte meleaban
haría ya como un mes,
cuando empezó Juan Peralta
a desconfiarle al Andrés.

Pues casi nada comía,
sin enflaquecer por eso,
antes bien se iba mostrando
más floreciente y más grueso.

Todo el día bostezaba
como si durmiera poco,
y amanecía encandilado
con unos ojos de loco.

Le notaba con recelo,
por más que fuesen hermanos,
vestigios de sangre seca
en las uñas de las manos.

Y una ocasión que sesteaban,
de reojo le alcanzó a ver
un costillar lastimado
que al punto logró esconder.

Al ofrecerle su auxilio,
le respondió de mal modo,
sin escuchar reflexiones
y negando herida y todo.

Hasta que al fin una noche
le pareció que entre sueños
lo sentía andar en lo oscuro
no sé en qué trances o empeños.

Y al despertarse alarmado,
por ser contra su costumbre,
escabullirse en el monte
lo divisó a la vislumbre.

Pero se animó a seguirlo,
bien que de lejos y oculto.
El lienzo de la camisa
le iba señalando el bulto.

Pues aunque ya está menguando
la luna en el horizonte,
algo alumbra todavía
lo tenebroso  del monte.

Llegan así a un descampado,
y lo ve que, en su desvelo,
saca de un tronco y extiende
como una manta en el suelo.

Ahí empieza a revolcarse
desnudo sobre esa manta,
y de repente —¡cruz diablo!—
hecho tigre se levanta.

Desentumió los tendones,
pegando un bramido ronco,
y las uñas afiló
arañando el mismo tronco.

Figúrense la sorpresa
que al pobre Juan le produjo
saber de aquella manera
que tenía un hermano brujo.

De temor que, ya ha cambiado,
lo desconociese allí,
se mantuvo en las tinieblas
quedito y fuera de sí.

Porque bien sabemos todos,
habiendo ya tanta prueba,
que el hombre-tigre en su saña,
con carne humana se ceba.

Suerte fue que a contraviento
se encontrara su escondite;
pues sin esto, acaso el otro
con él hace su convite.

Recién cuando entre los montes
se internó bramando lejos,
fue por un tizón que el sitio
clareara con sus reflejos.

Y hallando un cuero de tigre
en el paraje de que hablo,
comprendió que en él estaba
la picardía del diablo.

Con un gancho lo arrastró,
por no tocarlo hasta el toldo,
y encomendándose a Dios
lo enterró bajo el rescoldo.

Aquí advertirles conviene,
que al tigre de ese linaje,
aparte de la fogata
no hay defensa que lo ataje.

Mas, tres señas lo descubren,
que mentar es oportuno,
para que por tal lo saquen
si se encuentran con alguno.

Tiene la frente pelada,
un poco más corto el rabo,
y al revés volcado el pelo
sin causarle menoscabo.

De esta suerte, si lo apuran,
se achata escondiendo el vientre
a contrapelo se encrespa
y ya no hay bala que le entre.

Entonces, mientras el perro
u otro cazador le amaga,
usted se le corre de atrás
echando mano a la daga.

Que ganándole la cola,
su  fin ya es cosa resuelta,
pues no tiene coyunturas
para dar la media vuelta.

Y obligado a levantarse,
le entra el cuchillo a la fija.
Todo ser de cuatro  patas
es mortal por la verija.

Si alguno cree que estas cosas
son pura labia o caprichos,
piense que no tiene acabo
la malicia de los bichos.

No más que con la mirada
caza la ampalagua al zorro,
y es de oírlo gritar a Juancho
como pidiendo socorro.

Mata a la víbora el sapo
rodeándola con la baba;
que a golpes, cuando despierta,
de asco ella misma se acaba.

Aunque es blanca la gaviota,
si en zambullirse anda lista,
por más clara que  esté el agua
se le pierde a usted la vista.

Y entre tantos acomodos
y cualidades secretas,
han de saber que la nutria
tiene en el lomo las tetas.


V

Cuando quería amanecer,
regresó el brujo a las casas,
iba volando de fiebre
con el calor de las brasas.

Pues se quemaba en el cuero
su propia naturaleza;
así es que haya había perdido
el pelo de la cabeza.

Cayó en la puerta del rancho
rendido al mal que lo postra.
Diz que  el empacho de sangre
en los labios le hacía costra.

Entra a suplicar, entonces,
sabiéndose descubierto:
“Déme una sed de agua, hermano
pues de no, soy hombre muerto.”

“Y procure traerme al punto,
para aliviar mi pecado,
ni más que sea una garrita
del cuero que me ha quemado.”

Condolido el otro al ver
que sin remedio agoniza,
le alcanza agua y con un palo
va a revolver la ceniza.

Hallando un pedazo entero,
se lo lleva  sin tardanza.
El enfermo, reanimado,
sobre aquello se abalanza.

Y revolcándose encima,
tigre otra vez se volvió,
y con el cuero en los dientes
de nuevo el monte ganó.

Nunca se supo más d’el,
por cierto en figura de hombre,
pero mucha sangre humana
siguió manchando su nombre.

Ahora han de saber que al brujo
que causa tales estragos,
Tigre Capiango le llaman
muy justamente en los pagos.

Porque es y que esta palabra
dan como el nombre más vil
a los ladrones malvados
en la lengua del Brasil.

Y en la historia se halla escrito
y a mi favor ello aboga,
que cuatrocientos capiangos
tuvo Facundo Quiroga.

Formaban dos regimientos
que de sangre hacían derroche,
de día como soldados
y como fieras de noche.

De eso a él mismo le vendría
su apodo por  el estilo.
Así dijo y concluyó
su relato ño Cirilo.

Mas, para que vean ustedes
que en esto no todo es charla,
como ahí no paró la cosa,
voy hasta el fin a contarla.

Pues a eso de la medianoche
—mas que mi verdad peligre—
en la estancia despertamos
oyendo bramar al tigre.

Por allá nunca los hubo
ni de esa ni de otra laya.
Pero el hecho es que ahí cerquita,
sí, señor, bramó en la playa.

Roncaba al ras de la tierra
como cuando va de largo.
Sin ponderación les digo
que ese momento fue amargo.

Con el rabo entre las piernas,
se acoquinó la perrada;
y por refugio, hasta el patio
se nos vino la majada.

No pudo ya quedar duda
de que la cosa era cierta;
con que, el resto de la noche
pasó la gente despierta.

Pero lo raro es, y tanto
que ya casi no lo creo,
que no se halló rastro  alguno
ni hubo merma en el rodeo.

Aunque la playa era limpia,
y tan blando el polvo en ella,
que ni los teros dejaban
de estampar allí su huella.

Después he oído decir
que es malo nombrar el daño,
porque puede presentarse
con certidumbre o engaño.

Y hasta que alguno lo explique,
pues no tengo esa virtud,
que se conserven deseo
con alegría y salud.


Leopoldo Lugones (Villa de María del Río Seco, Córdoba, 1874- Tigre, prov. Buenos Aires, 1938)