lunes, 10 de febrero de 2020

Héctor Schmucler: La inútil memoria de Funes [1]



Héctor Schmucler





La historia que Borges relata en “Funes el memorioso” podría ser anotada como un relato meramente fantástico si no fuera por dos precisiones incluidas en el texto: al comienzo subraya el carácter sagrado del verbo recordar; hacia el final, insinúa que es dificultoso pensar cuando la memoria es pura acumulación de datos. Ireneo Funes, el personaje uruguayo del cuento, desde muy joven podía “saber siempre la hora, como un reloj”. Luego de sufrir una caída del caballo que montaba quedó tullido y dueño de una memoria prodigiosa que le permitía recordar todo, absolutamente todo lo que llegaba a su conocimiento o percepción. Sus recuerdos de un día podían fijar exactamente lo ocurrido en cada fracción de segundo de ese día, pero no le hubieran alcanzado 24 horas para narrar las mismas horas de una jornada: a veces los hechos se producen más veloces que el tiempo necesario para describirlos. Funes, en su inmóvil postura, elaboraba proyectos descomunales y que resultaban inútiles para el común de los seres humanos. Imaginó, por ejemplo, una sucesión de nombres que reemplazarían a los números de acuerdo al sistema numérico acostumbrado. Para cada número, un nombre constante: el 7013 sería “Máximo Pérez” y el 7014, “El ferrocarril”. Infinita cantidad de nombres debería dar cuenta de infinitos números posibles. Ireneo también había inventado la forma de establecer un “inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo”. Metáfora del insomnio, según Borges, “Funes el memorioso”, leído a la luz de “El Aleph”, lo es también de la negación de lo humano que implica la aspiración de recordar todo, de registrar en alguna parte la totalidad del mundo. Nietzsche, de quien el cuento de Borges podría ser una larga cita, había prevenido que es posible vivir casi sin recuerdos (y vivir feliz). Es imposible en cambio vivir sin olvidar, postula Nietzsche. “Hay un grado de insomnio –se lee en Consideraciones intempestivas–, de rumiación, de sentido de la historia, que anula la vida y termina por destruirla, se trate tanto de un hombre, de una nación o de una civilización”.
Recuerdo e información Hace más de medio siglo, en su cuento de 1944, Borges aludía a este presente en el que todo, transformado en impulsos electrónicos, puede ser almacenado simulando una memoria perfecta del mundo, una memoria idiota, como la de los soportes informáticos, que acumulan información pero no recuerdan. La posibilidad de registrar todo, sin embargo, simula el saber y esta presunción es glosa frecuente en nuestros días. Diez años antes, en Coros de la Roca (1934), T.S. Eliot preguntaba: “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?, ¿dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?”. Y Borges, en “Funes…”: “Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”. El insomnio, esta imposibilidad de dormir, de “inutilizar” el tiempo, es la enfermedad buscada de un mundo –el nuestro–, que se enorgullece de eliminar las pausas, que abomina del tiempo no productivo, que ha instalado como ideal el funcionamiento perfecto (como un “reloj”) y que ha transformado ese ideal en destino. Las máquinas y Funes no saben qué recuerdan; sobre todo no saben por qué privilegiar un recuerdo y no otro. Cualquier moralidad, cualquier ética que sustente la existencia humana, sin embargo, radica en esta capacidad de elegir qué recordar, es decir, qué no olvidar. El mundo de la memoria humana habita el encantamiento, donde no hay lugar para los homogéneos detalles que almacenan los sistemas informáticos. “Funes el memorioso” es previo, por supuesto, a la difusión de los ingenios computacionales. Pero el valor del uso de la memoria –el recordar, la grave responsabilidad de saber qué recordar– es tan viejo como la conciencia del mundo. Mnemósine, la memoria, divinidad y abstracción en el mundo griego, es la encargada de suprimir toda desmesura, todo trastorno en el orden del universo que pone en peligro la continuidad del mundo. En la tradición judeo-cristiana la memoria es fundante. Nada obliga tanto al pueblo judío como la indicación de recordar. Zakhor, el término hebreo que alude a este mandato, es más bien un imperativo que una descripción. El “¡recuérdate!” bíblico es, sutilmente, un complemento del olvido. Olvidar todo aquello que no insista en que hubo una Alianza y que esa Alianza obliga a ser de una determinada manera. No olvidar para que el recuerdo guíe la acción de cada día. Recordar todo, como si todo fuera igual, como si todo mereciera la pena de ser recordado, es exactamente lo mismo que olvidarlo todo. Es la desmesura que los dioses griegos no toleraban. Funes, el memorioso Funes, como las máquinas, como los seres humanos confundidos con y por sus máquinas, son parte de esa desmesura, de ese insomnio nietzscheano del que Borges, tal vez, quiso desprenderse.



[1] Artículo publicado originalmente el 19 de agosto de 1999 en La Voz del Interior, Córdoba.   

De La memoria, entre  la política y la ética (textos reunidos de Héctor Schmucler, 1979-2015). Edición al cuidado de Viviana Papalini. Estudio preliminar a cargo de Hugo Vezzetti. Ediciones CLACSO.


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