Héctor Schmucler |
La historia que Borges relata en “Funes el memorioso”
podría ser anotada como un relato meramente fantástico si no fuera por dos
precisiones incluidas en el texto: al comienzo subraya el carácter sagrado del
verbo recordar; hacia el final, insinúa que es dificultoso pensar cuando la
memoria es pura acumulación de datos. Ireneo Funes, el personaje uruguayo del
cuento, desde muy joven podía “saber siempre la hora, como un reloj”. Luego de
sufrir una caída del caballo que montaba quedó tullido y dueño de una memoria
prodigiosa que le permitía recordar todo, absolutamente todo lo que llegaba a
su conocimiento o percepción. Sus recuerdos de un día podían fijar exactamente
lo ocurrido en cada fracción de segundo de ese día, pero no le hubieran
alcanzado 24 horas para narrar las mismas horas de una jornada: a veces los
hechos se producen más veloces que el tiempo necesario para describirlos.
Funes, en su inmóvil postura, elaboraba proyectos descomunales y que resultaban
inútiles para el común de los seres humanos. Imaginó, por ejemplo, una sucesión
de nombres que reemplazarían a los números de acuerdo al sistema numérico
acostumbrado. Para cada número, un nombre constante: el 7013 sería “Máximo
Pérez” y el 7014, “El ferrocarril”. Infinita cantidad de nombres debería dar
cuenta de infinitos números posibles. Ireneo también había inventado la forma
de establecer un “inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo”.
Metáfora del insomnio, según Borges, “Funes el memorioso”, leído a la luz de
“El Aleph”, lo es también de la negación de lo humano que implica la aspiración
de recordar todo, de registrar en alguna parte la totalidad del mundo.
Nietzsche, de quien el cuento de Borges podría ser una larga cita, había
prevenido que es posible vivir casi sin recuerdos (y vivir feliz). Es imposible
en cambio vivir sin olvidar, postula Nietzsche. “Hay un grado de insomnio –se
lee en Consideraciones intempestivas–, de rumiación, de sentido de la historia,
que anula la vida y termina por destruirla, se trate tanto de un hombre, de una
nación o de una civilización”.
Recuerdo e información Hace más de medio siglo, en su
cuento de 1944, Borges aludía a este presente en el que todo, transformado en
impulsos electrónicos, puede ser almacenado simulando una memoria perfecta del
mundo, una memoria idiota, como la de los soportes informáticos, que acumulan
información pero no recuerdan. La posibilidad de registrar todo, sin embargo,
simula el saber y esta presunción es glosa frecuente en nuestros días. Diez
años antes, en Coros de la Roca (1934), T.S. Eliot preguntaba: “¿Dónde está la
sabiduría que hemos perdido en conocimiento?, ¿dónde está el conocimiento que
hemos perdido en información?”. Y Borges, en “Funes…”: “Había aprendido sin
esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo,
que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar,
abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi
inmediatos”. El insomnio, esta imposibilidad de dormir, de “inutilizar” el tiempo,
es la enfermedad buscada de un mundo –el nuestro–, que se enorgullece de
eliminar las pausas, que abomina del tiempo no productivo, que ha instalado
como ideal el funcionamiento perfecto (como un “reloj”) y que ha transformado
ese ideal en destino. Las máquinas y Funes no saben qué recuerdan; sobre todo
no saben por qué privilegiar un recuerdo y no otro. Cualquier moralidad,
cualquier ética que sustente la existencia humana, sin embargo, radica en esta
capacidad de elegir qué recordar, es decir, qué no olvidar. El mundo de la
memoria humana habita el encantamiento, donde no hay lugar para los homogéneos
detalles que almacenan los sistemas informáticos. “Funes el memorioso” es
previo, por supuesto, a la difusión de los ingenios computacionales. Pero el valor
del uso de la memoria –el recordar, la grave responsabilidad de saber qué
recordar– es tan viejo como la conciencia del mundo. Mnemósine, la memoria,
divinidad y abstracción en el mundo griego, es la encargada de suprimir toda
desmesura, todo trastorno en el orden del universo que pone en peligro la
continuidad del mundo. En la tradición judeo-cristiana la memoria es fundante.
Nada obliga tanto al pueblo judío como la indicación de recordar. Zakhor, el
término hebreo que alude a este mandato, es más bien un imperativo que una
descripción. El “¡recuérdate!” bíblico es, sutilmente, un complemento del
olvido. Olvidar todo aquello que no insista en que hubo una Alianza y que esa
Alianza obliga a ser de una determinada manera. No olvidar para que el recuerdo
guíe la acción de cada día. Recordar todo, como si todo fuera igual, como si
todo mereciera la pena de ser recordado, es exactamente lo mismo que olvidarlo
todo. Es la desmesura que los dioses griegos no toleraban. Funes, el memorioso
Funes, como las máquinas, como los seres humanos confundidos con y por sus
máquinas, son parte de esa desmesura, de ese insomnio nietzscheano del que
Borges, tal vez, quiso desprenderse.
De
La memoria, entre la política y la ética (textos reunidos
de Héctor Schmucler, 1979-2015). Edición al cuidado de Viviana Papalini.
Estudio preliminar a cargo de Hugo Vezzetti. Ediciones CLACSO.
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