Mariano Rolando Andrade |
El último
Cuando
todos huyeron o murieron,
cuando
la casa del pastizal y el ciruelo inclinado
volvieron
a quedar en su maldita soledad,
quedó
un último habitante,
un
superviviente final,
vagando
por las calles horas y horas
regresando
a la noche
rasgando
la chapa de la puerta
aullando
susurrando hablando
en
el desconocido idioma de los sobrevivientes.
Su
presencia desafiaba a la casa,
a
sus maldiciones, a su dolor,
la
omnipresente negrura
que
brota de las entrañas de lo maldito
y
devora lo que se aventura en ella.
Su
presencia ya no era bienvenida,
aunque
él, maldito mil veces también,
no
sabía huir, no sabía morir,
como
tampoco sabía
que
todo aquello era ineluctable.
¿Cuánto
tiempo vivió así,
ignorado
y desafiante?
¿Cuántos
días, cuántos años,
la
enfermedad y la desgracia
durmieron
en algún cuarto
sin
prestarle atención?
Hasta
que una de las dos despertó,
alguna
recordó el olvido y fueron por él,
y
lo encontraron
tumbado
en el fondo de la casa.
Se
metieron en sus tripas,
lo
llenaron de podredumbre y pestes.
Le
enrostraron su desfachatez,
el
sacrilegio de traer a la memoria
a
los muertos y los prófugos.
Solo
quedó decretar su final.
Las telas
Tan
nítidos, los cuartos soleados
de
los años de piel tersa
se
llenaron de telas,
capas
de presuntos recuerdos
a
los ojos sin brillo de Lola.
Vagar
por los espacios vacuos
en
la longitud de las horas
para
detenerse en el vano
a
vivir un doble crepúsculo
del
que apenas sabía.
Y
los nombres huyeron lejos.
Y
las épocas y los días confluyeron.
Como
las telas multiplicadas
hasta
convertir a la casa entera
en
un borroso cristal de lluvia.
Pedernera
Se tambaleaba al final de sus días
que ignoraban casi todos
salvo el último amigo el único
que intentaba devolverlo
a los tiempos en que partían
al amanecer —¿o era al ocaso?—
desde Temperley a los bosques
en la pampa de Brandsen.
Hijo del ferrocarril, Pedernera.
Se tambaleaba y nadie lo veía
de su boca no salía queja
solo el silencio del cuerpo roto
que él conocía y también
su último, su único amigo,
y algunos otros vislumbraron
sin coraje para acompañar.
En la casa del pastizal sin ciruelo ya,
hijo del ferrocarril, Pedernera
saludó una tarde de verano
a esos que lo dejaron ir
antes de que realmente partiese,
y al ocaso —¿o era al amanecer?—
huyó de Temperley a la pampa
como si no hubiese muerte.
Mariano
Rolando Andrade (Buenos Aires,
1973). Escritor, poeta, traductor y periodista. Actualmente reside en París.
Ha publicado la novela Los viajes de
Rimbaud (Editorial
Vinciguerra, Buenos Aires,1996), la antología bilingüe Poesía Beat (Editorial Buenos Aires Poetry, 2017) y el poemario Canciones de los Mares del Sur (Editorial Buenos Aires Poetry, 2018).
Acaba de editar y prologar Luisa Futoransky: Los años argentinos (Editorial Leviatán, Buenos Aires, 2019).
Fue seleccionado en la antología de poesía Buenos Aires no
duerme (Eudeba, Buenos
Aires, 1998) y ganó el Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional (RFI) a
mejor cuento en lengua francesa (2001). Su obra ha sido incluida en la antología
Atlas de la Poesía Argentina (Editorial de la Universidad de La Plata, Argentina, 2018) y
Poetas en el Cosmovitral (Ayuntamiento de Toluca, México, 2018).
Ha sido invitado a festivales de poesía
y lecturas en Argentina, México, Perú y Marruecos. Colabora en revistas literarias de América Latina y sus poemas han sido publicados en
Argentina, México, Colombia, Chile, Venezuela, España, Francia y Marruecos, y
traducidos al francés, el italiano y el
árabe.