No soy más que un aficionado, un simple curioso, y tengo prisa.
Abate Henri Bremond
No hay placer en ver siempre lo mismo en arte, ni es posible buscar sorpresas donde ya todo es conocido; tal vez por eso la forma poética encuentra un sentido en la mutación y cada tanto propone versos todavía extraños al oído: la forma está en tránsito, esto es precisamente lo que ella misma revela. No viene a traer seguridad o consuelo, no es éste su propósito, sino casi lo contrario. Nos tiene en vilo, apostando a renacer y a modificarse; si cambia el contexto, ella lo acompaña, modifica el lenguaje, abandona palabras y expresiones, e incorpora otras; altera el ritmo, la secuencia, la prosodia, expresando siempre la sensibilidad de cada época.
Toda época se expresa a través de la forma, por lo que hay una toma de conciencia que integra la construcción poética: una tarea de la forma consiste en dar un paso más.
Interesa entonces recordar que no tiene una única historia. En Occidente sus características son distintas que en Oriente, y responden a otra sensibilidad. Y sin salir de Occidente, tampoco es la misma en todas partes: hay versiones en el ámbito de una misma lengua y a veces dentro de un mismo país. La variedad es un hecho, aun contando con la globalización, la transferencia de conocimiento, de noticias, y la velocidad de todo.
Que hay culturas distintas es una evidencia; y que hay consecuencias también distintas es otra. La poesía rebasa una única historia, aun cuando intentemos, como en este trabajo, enunciar momentos clave de su evolución, con pie inevitable en Argentina, y lo hagamos con cierta arbitrariedad como pasa siempre que hacemos una selección; además de mostrar que toda novedad tuvo que abrirse camino, que muchas veces fue resistida, y que debió imponerse para sobrevivir.
I- POR EJEMPLO, HOMERO
La pregunta acerca de cómo definir un clásico ha recibido respuestas que, sin embargo, no agotan la cuestión. Ítalo Calvino, en Por qué leer los clásicos, enumera catorce razones que fundan la necesidad (la conveniencia, la alegría) de volver a donde la humanidad ha vuelto siempre.
Un aspecto señalado por Calvino, que me interesa subrayar, es que un clásico es alguien que sigue hablando después de haber hablado; alguien que no quedó mudo después de la extenuante tarea de haber hablado durante años, o siglos, en lenguas diferentes y para gente distinta. El clásico sigue hablando y, lo que es complementario, cada época sigue escuchándolo, como corresponde a un mensaje destinado a durar.
Kant aporta otro concepto cuando dice que “en filosofía no hay autores clásicos”; cambia el sentido de la palabra clásico, y nos permite remedar que en poesía tampoco hay poeta clásico: o sigue vigente su mensaje, o sencillamente no tendrá mucho interés. Un clásico entendido como tal, con pedestal incluido, suele ser un obstáculo: no ayuda mucho sino que institucionaliza la palabra. Dejo de lado la idea en uso de “lo canónico” porque me gusta menos: un canon apuesta por lo inmutable, por lo que no se puede discutir, por lo tautológicamente canonizado, y esto no es cierto en literatura. Si la idea de clásico propende al monumento, la de canon tiende al dogma. Podríamos decir, entonces, que no existe poeta clásico en el sentido de que siempre está interferido por la actualidad, por la avalancha de modificaciones con las que tiene que medirse y salir airoso: un poeta, de cualquier período histórico, no puede encerrarse en sí mismo para sobrevivir, tiene que confrontarse con las épocas sucesivas, hasta llegar a la nuestra. Concebida así, la antigüedad no está reservada sólo como materia de estudio o trabajo de anticuario; aunque no descarto la opinión que describe a un clásico como el que fue transformado en monumento y precisamente por eso ya no se lee. Es una versión algo cínica, pero señala una dirección frecuente. Siempre he tenido, al respecto, la intención secreta e imposible de investigar cuántos poetas, cuántos profesores (no sólo alumnos) de las facultades de letras del país, han leído de verdad el Quijote de la Mancha. Pero dejo de lado esta disquisición porque, como diría Pavese, lastima más de lo necesario.
La idea del clásico que sigue hablando después de haber hablado sirve para indagar de qué modo poemas fundadores de Occidente, como la Ilíada y la Odisea (escritos, para abreviar, por Homero: haya sido éste singular o plural, haya vivido en un siglo o en varios), fueron armados por épocas distintas hasta conseguir a través de un tiempo bastante largo la versión definitiva. Definitiva, si se puede hablar así.
Durante los primeros siglos de vida estos poemas fueron considerados, además de poemas, libros de historia. Por algo se ha dicho que ambos son la autobiografía del pueblo griego en una época ya mítica; y sus luchas, afrentas, amores y venganzas llegaban con la convicción de que las cosas habían sucedido así, en algún tiempo y en ese lugar. Fue entendido así hasta que el punto de vista cambió; y este cambio, el paso de historia, o narración de hechos históricos, a ser sobre todo poema, fue el primero que les tocó. No sucedió de golpe, sino paulatinamente, y no de una sóla vez para todos los griegos, sino que se dio, como siempre, una convivencia entre creyentes y descreídos, entre los que suponían que esos hechos protagonizados por héroes y dioses eran parte de la historia, tal vez también de una historia sagrada, y los que postularon otras creencias, como Heráclito, Sócrates o Aristóteles. Con ser un paso enorme, no fue el único.
Se calcula que estos textos fueron compuestos y ordenados entre los siglos XII y VIII antes de Cristo, con el destino inevitable de tener transmisión oral. Así fue hasta que, se supone, Pisístrato dispuso en el siglo VI a.C., uno antes que el de Pericles, recogerlos en una edición “oficial”. Aquella transcripción sirvió para que la composición de ambos tuviera pocas variantes desde entonces. Pero aun así hay que señalar otro cambio sustancial, ocurrido en el siglo III a.C., cuando se dividieron en cantos esos largos poemas que, hasta entonces, habían sido tratados como un único bloque, una larga caída libre de cerca de 28.000 versos. A partir de esas divisiones, ya quedaron estructurados como nos han llegado hasta hoy.
Pero todavía se puede anotar otra modificación notable, ya no referida a los poemas sino a la lengua en que fueron escritos. No se trataba de una lengua fija sino de un conglomerado de diversos dialectos griegos, elegidos por el atendible motivo de que convenía: conveniencia métrica y estilística. Dicho de otro modo, era una “combinación artificial” de rasgos que, sumados, terminaron consiguiendo un doble acierto: el primero, que sigamos leyendo aquellas obras, sin que hayan perdido intensidad ni gracia; y el segundo, que esa lengua inexistente por entonces (o con existencia deshilachada) exista desde hace siglos por la fuerza de aquellos poemas. Su poder constructor puede verse en varias direcciones, incluso en la invención de un idioma, que hasta hoy se trata y estudia como griego antiguo.
Carlos García Gual da cuenta de las traducciones españolas de los poemas homéricos: una sorpresa es saber que no hay ninguna previa a mediados del siglo XVI. Había traducciones al latín, pero no a la lengua llana; y fue Gonzalo Pérez, Secretario de Estado de Felipe II, el que primero vertió la Odisea a endecasílabos blancos, publicada incompleta en 1550 y en versión íntegra en 1556. La Ilíada tuvo que esperar más, hasta el siglo XVIII, cuando Ignacio García Malo la tradujo en 1788, una versión que según García Gual fue rápidamente superada por la de Gómez Hermosilla, de 1830.
Tiene gracia el comentario desencantado de Juan Valera, a fines del siglo XIX, al comprobar que sus contemporáneos despreciaban a los clásicos: “Los más atrevidos se van derecho contra el autor (mientras otros acusan al traductor) y decretan que Homero es soporífero; que en la edad bárbara en que vivió, tal vez gustaría; pero que ahora no hay quien lo aguante, y que ni los mismos que lo encomian lo leen, sino que aprenden lo más sustancial de lo que dice algún compendio o manual de historia de la literatura, y suponen que lo han leído y hasta se han encantado leyéndolo, para darse tono y lustre de discretos y profundos”. Parece que tenía razón José Bergamín cuando, en una entrevista que le hice hace años, explicaba que no es cierto aquello de que “cualquiere tiempo passado/ fue mejor”, sino que todo pasado es mejor, porque entonces, cuando fue, era como siempre. Lo que queda en pie son los poemas, listos para ser usados por el que los merezca; y es interesante comprobar que son ejemplo claro de cómo el tiempo actúa sobre un producto que se suponía concluido. No lo estaba. Todavía faltaban etapas que iban a adecuar sentido y forma, tal como los conocemos hoy en todas las lenguas del planeta, con introducciones y notas a pie de página.