Se sorprendió al verlos, no porque fueran ellos, a quienes no conocía; le sorprendió el solo hecho de ver a alguien en la iglesia a esa hora de la mañana. El cura hizo un gesto que podía ser un saludo y siguió su marcha.
Los feligreses, dos hombres de unos cincuenta años, con ropas de ferroviarios, recorrieron callados la breve nave central del templo y se detuvieron un instante; se miraron como buscando alguna certeza. Uno era apenas más alto que su compañero, y tal vez un poco más corpulento; tenía cabello rubio. El otro tenía el pelo más oscuro.
Una vez fuera de la iglesia, apenas apoyados en el muro para protegerse de la suave intemperie de ese amanecer, uno dijo
—Esto no tiene goyete. Lo mejor será que me entregue a la policía.
—No tenés por qué hacerlo. Estarías pagando por el berretín pendenciero de otro.
—No sé por qué me buscó pelea. No sé por qué no escuchó cuando le dije que siguiera con sus cosas, que no se metiera conmigo.
Detuvieron el paso en la esquina. Uno sacó el paquete de cigarrillos Clifton y convidó al otro.
—Si yo terminaba de cenar y me iba a dormir, y esta mañana ya estaría llevando el tren a Mendoza.
El que escuchaba buscó en el bolsillo de su mameluco hasta encontrar fósforos. Protegió con su mano la llama que crecía y la acercó, primero a un cigarrillo, después al otro.
—Él se hubiera olvidado de mí, y yo de él, y los dos estaríamos vivos.
Caminaron unas cuadras por las veredas de Santos Lugares, en silencio. Las luces de los primeros vecinos madrugadores se filtraba por las celosías de algunas casas. Entraron al taller de Alianza y se presentaron, como cualquier día, como cualquier ferroviario.
—Parece que no le gustaba perder.
—Pero le gustaba jugar. No encontró a nadie en el boliche para jugar a las cartas, y me vino a engrampar a mí. Primero quiso jugar por el plato de comida. Perdió. Después quiso jugar por plata. Yo no tenía más que para pagar lo que comí. Él ni para eso.
Uno tomaría en Retiro el mando de la locomotora del tren a Mendoza. El otro pasaría como uno más en el montón, como cualquiera de los muchachos que aprovechaban el tren para regresar a su pueblo. Antes, se demoraron unos minutos en la Oficina de Movimiento. El que iba a conducir pidió el teléfono prestado.
—Pagué lo mío y me fui—siguió contando cuando estaban en la locomotora, que se movía lenta en la salida de Retiro.
— Era tarde, estaba cansado después del día de trabajo, y no lo quería terminar mal, más pensando que hoy tomaba el servicio temprano.
Caminaba con su saco ferroviario colgado del hombro, enganchado con el pulgar.
—Me lo topé ahí mismo, en la puerta de la iglesia.
Buscó pasar, pero le cerró el camino. La suerte quiso que quedara así, con su espalda contra la pared.
— Entonces adiviné el brillo de su cuchillo al salir del cinturón. Antes de morir, pensé, te mato.
Agitó el saco y, como poncho, lo enrolló en el brazo izquierdo, para tantear el cabo de su cuchillo con la derecha. Sorprendido, el atacante dudó.
—Y así, sin más, lo despené contra el escalón de la iglesia.
Las calles y barrios de la enorme ciudad se desdibujaron y el tren comenzó a atravesar los campos grises, con manchones de novillos y ovejas pastando.
—Te bajás en O’Higgins — dijo el que manejaba.
—En O’Higgins no hay parada. Este para en Chacabuco y después sigue hasta Junín.
—Hoy para en O’Higgins. Te van a estar esperando. Te vas al campo y te quedás tranquilo unos días. El domingo, que lo tengo franco, te voy a visitar y nos vamos a cazar.
—Si no, podemos ir a pescar. ¿Cómo se llama el arroyo ese que está cerca?
—Está bien, nos vamos en el sulky hasta el arroyo. Saladillo de la Vuelta, se llama. Si en el camino vemos alguna liebre, o perdiz, probamos unos tiros.
— Mucho nombre para un arroyo tan chiquito.
—Cierto. El nombre es más largo que el arroyo.
Al salir de Chacabuco, el tren avanzó hacia el oeste, de frente a una negra pared de nubes quebrada por los relámpagos, y disminuyó la marcha al entrar a la estación O’Higgins. A través de la lluvia sacudida por el viento, los dos advirtieron el andén desolado y detrás, bajo los sauces, el camión.
— Ahí está Siracusa, esperándote. Él te va a llevar hasta el boliche. De ahí podés seguir caminando.
—Sí, es cerca.
—No llega a media legua.
Se saludaron con un apretón de manos.
—Una última cosa antes de irte: dame tu cuchillo; llevate el mío. Llevá los Clifton, también. Yo compro en Junín.
Se apeó de la locomotora con el bolso al hombro y atravesó el andén con paso ligero para escapar de la lluvia. Montó al camión y mientras saludaba al conductor, el tren se puso otra vez en marcha con un bramido ronco, para completar el tramo programado, Retiro
– Mendoza.
No importa cuál de los dos estaba en el camión, y cuál en la locomotora. El que lo precisara, sabía que podía contar con el otro.
Un relámpago iluminó la huella anegada frente al camión. Siracusa puso primera y partieron. Su acompañante se ajustó el sombrero sobre su cabello oscuro, o rubio.
Esta historia ya ocurrió una vez, y tal vez mil.
Pudo suceder así, o de modo parecido.
Eduardo Cormick (Junín , Buenos Aires, 1956) Novelista y narrador. Ha publicado: Almacén y despacho de bebidas El Alba (1992), novela, premio de Secretaría de Cultura de la Nación en la categoría Iniciación en Novela. Quema su memoria (2004) novela sobre Guillermo Brown, premio Novela Corta, Fundación El Libro ; El primer viaje (2010), novela. Dos libros de relatos Entre gringos y criollos (2006) y Hasta que aclare (2017).