Mi compadre se despachó en 2011 con una novela
monumental, titulada "El infinito es solo una forma de hablar". El
libro pasó casi inadvertido en el fárrago de novedades y frivolidades del
momento. Ahora, dos años después, el Ministerio de Educación y Cultura le ha
otorgado el Premio Nacional de Literatura a ese libro y a ese autor. Mi alegría
es doble, o triple: porque la novela es excelente, porque el autor es amigo mío,
y porque desde que leí el original me quedé maravillado con aquella escritura.
Así es que, con orgullo y un pelín de soberbia, reproduzco lo que escribí en
aquel momento (15 de octubre de 2011), cuando El infinito... era casi un libro
secreto.
El infinito
El mundo humano es palabrero. La palabra estuvo en
el comienzo de todo. La novela de Horacio Verzi
representa un empeño casi disparatado por establecer de una vez por todas las
coordenadas de ese proceso de invención del mundo por parte de los hombres. A
partir de un personaje extraño y a todas luces exótico en el universo
fluminense de los años 40 del siglo XX, el autor elabora con una precisión por
momentos desesperada la historia de Occidente, que es también la historia del
monoteísmo, la historia de la civilización, en fin, la Historia.
La novela posee el aliento de las grandes catedrales, y es
eso: una construcción de dimensiones excepcionales, sólidamente asentada en los
siguientes pilares: a) la erudición monumental, b) la estética intransigente,
c) la lógica narrativa sin fisuras, d) el espíritu crítico afiladísimo, e) la
dramática intelectual. Estos pilares van levantando la catedral palabrera
de Verzi lo largo de la obra, y son ellos los que sostienen la “nave central”
(las sesiones o trances del maluquinho Eróthides), las naves laterales (el
drama de la guerra lejana y a la vez íntima, la declinación de Stephan Zweit
hasta su suicidio, la compleja relación del narrador y Monique, las charlas
cargadas de tensión entre los anfitriones y sus invitados) , así como las casi
infinitas reparticiones, cavas, nichos, hornacinas, templetes, altares, cúpulas
y púlpitos que componen tan laberíntico edificio narrativo.
Las sesiones en las que Eróthides se retrotrae a un pasado (¿imposible?) le permiten al escritor transcribir, muchos años después y mediante supuestas versiones taquigráficas, el discurso unificador de los padres de la iglesia, pero también las múltiples influencias filosóficas y mágicas del mundo antiguo, y la verdadera penuria de los soldados de Ciro en Persia, y la forma de combatir de los hoplitas, y las condiciones del amor en la Grecia clásica, y el concepto de “desierto” en la tradición teológica greco-judía (que, como se verá, no es ni griega ni judía), y muchos otros episodios de un pasado demasiado remoto como para ser conocidos a cabalidad por el hablante.
Uno tiene la inquietante sensación, mientras lee las transcripciones de Eróthides, que en realidad el poseso es Verzi, porque parece evidente que el personaje de la novela es solo eso: un personaje, un invento, una fabulación del autor. De todas maneras, lo que dice Eróthides es profundamente verdadero, por lo que las posibilidades terminan por conducirnos a un callejón sin salida, lleno de preguntas. En efecto: si Eróthides existió de verdad, y si Verzi no hace más que transcribir lo que el maluquinho dijo en sus trances, entonces debemos asumir que toda la historia del psiquismo debe ser revisada. Pero si el “loco” Eróthides es una creación del autor de la novela, entonces debemos preguntarnos qué fuerzas sobrenaturales han permitido que en una sola persona ─el autor de la novela─ se concentre tal volumen de conocimiento, no en el sentido académico y superficial del término, sino en su sentido más profundo y menos convencional: el conocimiento como sabiduría. Este primer pilar, el de la erudición, convierte a Verzi en una especie de manantial inagotable, en el que brotan incesantes las citas, las reflexiones y hasta los sentimientos de un mundo lleno de arcanos, perdido para siempre.
El segundo pilar, el de la estética intransigente, tiene que ver con una especie de porfía que el autor parece entablar con todas las corrientes narrativas en boga: las engulle, las digiere y las convierte en algo diferente. Verzi nos dice, con su novela, que no todo está perdido, que aún es posible rescatar la gran tradición narrativa de Occidente, que a la fórmula impuesta por el mercado actual (historia lineal, lenguaje simple, algún romance, 300 páginas) se le puede oponer otro que no pasa por la “innovación rupturista” (Unamuno dixit) sino por la reapropiación de la grandeza ya casi perdida de la mejor novelística de los siglos XIX y XX. Carpentier está dentro de “El infinito…”, y también Yourcenar, y antes Tolstoi y después John Irving, y Chavarría y muchos otros. No tiene empacho el autor en cotejar, citar, desarrollar ideas de pensadores, historiadores, teólogos y cabalistas. En fin, al hablar de “estética intransigente” hablamos de una apelación al lector hembra de Cortázar, al lector como parte sustancial de la creación literaria (no de su posterior mercadeo). Verzi sabe (debe saber) que su novela es compleja, extensa, poco amable. Su apuesta tiene un significado que trasciende incluso a la propia novela. Su apuesta es ─lo será de todas formas─ una lección para miles de escritores en todo el mundo.
El tercer pilar tiene que ver con lo que se conoce en teoría literaria como la “lógica narrativa” (Barthes, Propp, et al) y hace a la estructura de la novela. Más allá de las dificultades que el autor coloca a cada paso en el camino del lector, rápidamente se percibe detrás de esas dificultades u obstáculos una secuencia que armoniza el todo y sus partes. Las sesiones, las veladas en casa de los anfitriones, la relación establecida entre los distintos personajes, la puntuación, los adjetivos, el tempo de cada episodio, todo está dispuesto de tal forma que no hay rupturas. La novela es entonces un sólido bloque que funciona según sus propias y peculiarísimas reglas, y que no se aparta en ningún momento de ellas. Esta lógica es la que le permite a Verzi la proeza, pues solamente con una estructura muy sólida y trabada puede emprenderse semejante narración. El resultado es una especie de hipnosis que gana al lector a medida que comprende (y adivina) lo que sucede, lo que va a suceder. Y al lector lo gana la curiosidad, la vaga sensación de que ahí se cuentan cosas que nadie más sabe, que nunca antes fueron contadas de esa manera.
El espíritu crítico es el cuarto pilar sobre el que se alza “El infinito…”. Se trata de una visión del mundo y de la historia en la que todo está para ser revisado. Este espíritu se organiza en secuencias: Cristo hijo de Dios, Cristo hombre, Dios el Uno, el dios de los dioses, el proceso de la doctrina y la doctrina misma. O este otro: la guerra, las guerras, el sentido del honor, el horror y la belleza, la fascinación por las armas, la construcción de un guerrero. O: Hitler, los judíos, la lejanía de los progromos, la imposible lejanía de los progromos, el dolor de Israel, la maldición de Israel, la muerte como redención. El espíritu crítico pone bajo la lupa muchas de nuestras más asentadas convicciones sobre los procesos culturales que han dado como resultado la llamada “civilización occidental”, y en muchas ocasiones nos deja perplejos. Para el autor, todo debe ser revisado.
Por último, el pilar más curioso (y poco transitado
en la narrativa contemporánea) es el de la llamada “dramática intelectual”.
Quiero decir con ello que a lo largo de la novela asistimos a verdaderos
procesos, a torneos del pensamiento que van a terminar por delinearnos como
sociedades: el comercio, la vida en las ciudades, la magia y la espiritualidad,
la lucha por establecer un canon cristiano inapelable, las formas del amor y de
la guerra. Todos estos asuntos (y muchos otros) asumen en “El infinito…” la
forma de una progresión dramática que siempre implica una revelación, y que es
llevada adelante por los personajes que aparecen en la historia (que en muchos
casos son personajes de la
Historia). Y de esa revelación no surge una certeza sino una
nueva forma de preguntarse cómo y por qué somos lo que somos.
En resumen, en mi opinión “El infinito…” de Horacio Verzi es una de las más extraordinarias novelas escritas en los últimos años. Lo es por su ambición, lo es por su lenguaje y lo es por su forma de plantarse ante el más grande de los dilemas del hombre contemporáneo: la palabra versus la imagen. Esto es: sostener la tensión espiritual de cada ser humano o, por el contrario, diluirse en los mares hipotensos del consumo y en la faramalla de imágenes que nos deja mudos como individuos.
Horacio Verzi (Montevideo, Uruguay, 1947). Narrador, ensayista,
periodista y docente . En 1983 obtuvo el Primer Premio de Narrativa
del Certamen Anual Latinoamericano EDUCA en Costa Rica por la novela “El
mismo invisible pecho del cielo”. Ha publicado las novelas “La otra
orilla” (Montevideo, 1987), “Los caballos lunares” (Montevideo, 1991) y
“Toda la muerte” (Montevideo,1999; mención en la categoría de novela
inédita en el concurso anual 1998 del Ministerio de Educación y Cultura del
Uruguay). Su relato “Reliquia familiar” obtuvo el Premio Iberoamericano de
Cuento Julio Cortázar (Cuba, 2004). En ensayo dio a conocer parcialmente el aún
inédito: ENTRE LA
EXPECTACIÓN Y EL DESENCANTO. Construcción y
autorreconocimiento de la identidad personal en la poesía y la narrativa de
Jorge Luis Borges (2010).
Horacio Verzi ejerció la docencia en La Habana, Cuba
(1977-1982) y trabajó como investigador en el Centro de
investigaciones literarias de Casa de las Américas (1981-1985). Asimismo
se desempeñó como redactor, corresponsal y editor de noticias en distintos
medios periodísticos en países de América Central y el Caribe.
A su regreso al Uruguay, fundó y dirigió la revista Graffiti y la
editorial homónima (1989-1999). En la actualidad dicta clases en el
Centro Regional de Profesores (CERP) de Punta del Este, Uruguay.
Fernando Butazzoni (Montevideo, 1953). Narrador, ensayista, poeta,
guionista y
periodista. Entre 1972 y 1985, vivió en Chile, Cuba,
Nicaragua y Suecia. Luego del proceso electoral puede retornar al Uruguay,
donde desarrollaría una intensa actividad periodística y literaria. Fue
encargado de páginas culturales del semanario Brecha, director de la Revista de la Universidad de la República, secretario de
redacción del matutino La
República, corresponsal del diario Clarín de Buenos Aires y
director y conductor de programas de radio y TV.
En narrativa ha publicado: Los días de nuestra sangre (cuentos, Cuba,
1979); La noche abierta (novela, Costa Rica, 1982); El tigre y la nieve
(novela, Montevideo, 1986); La danza de los perdidos (novela, Montevideo,
1988); La noche en que Gardel lloró en mi alcoba (novela, Montevideo, 1996);
Príncipe de la muerte (novela, Montevideo 1997); Mendoza miente (nouvelle,
Montevideo, 1998); Libro de brujas novela, (novela, Montevideo, 2002); El tigre
y la nieve (novela, Montevideo, 2006); El profeta imperfecto (novela,
Montevideo,2007); Un lugar lejano (novela, Montevideo, 2009).
Asimismo ha dado a conocer en crónica y ensayo Nicaragua: noticias
de la guerra (Montevideo, 1986); el volumen de reportajes Seregni-Rosencof Mano
a mano (Montevideo, 2002); Los ensayos del Orobon (Montevideo, 1998) y Alabanza
de los reinos imaginarios, un recorrido por el castillo del conde de
Lautréamont (Montevideo 2004).
Su obra ha recibido diversas distinciones, entre ellas, los
premios Casa de las Américas (Cuba, 1979), EDUCA de narrativa (Costa Rica,
1981), Bartolomé Hidalgo (Uruguay, 2008) y fue finalista del Planeta-Casa
de América (2007) y del Rómulo Gallegos(2009).