Nadezda Ivanova |
Arte anatómico
Creo que tenía once o doce años aquel verano. Estaba sola en nuestro apartamento de Moscú ese caluroso
día del mes de julio.
El aire se percibía
pesado y polvoriento, y
las
cortinas estaban cerradas para atajar el sol de mediodía. No
sé exactamente dónde se habían ido todos, o porqué me habían
dejado sola; muy rara vez me quedaba sola en casa, y recuerdo que me paseé de habitación en habitación, a
esperas de que llegasen
los adultos de la casa.
Mientras deambulaba de lugar en lugar pasé frente a un gran espejo en el pasillo y
mi propio reflejo me llamó la atención. Me acerqué al plateado vidrio para verme desde más cerca. Cosa rara,
puesto que nunca he sido ese tipo de niña que
se pasa horas frente al espejo. ¿Quién sabe? quizá no tenía esa costumbre
porque era el único espejo grande en mi casa y siempre había gente caminando de un lado al otro; la palabra
‘privacidad’ no figuraba
en el diccionario familiar.
Pero ese día estaba sola y podía darme el lujo de
mirarme en el espejo. Lo que descubrí
en primera instancia
me sorprendió: mi cuerpo se veía diferente; me resultaba familiar,
pero a la vez había
algo nuevo en él. Mi curiosidad me llevó
a deshacer el cinturón
que ceñía el vestido alrededor
de mi cuerpo, desabroché el frente, con ambas manos
descorrí el escote y dejé que la
ropa descendiera lentamente y revelara mi cuerpo desnudo. Ese cuerpito desnudo era lo que se reflejaba
en el espejo ahora, y
lo observé con renovado interés.
Mi pecho ya no era plano,
lo observé brevemente y de repente tomé entre los dedos el lápiz labial de mi madre que estaba al alcance
de mis manos. Comencé a
pintarme los pechos salientes
y muy pronto mi piel se hallaba
cubierta de figuras
en forma de flor, y
los
pezones se convirtieron en corazones, también en forma de flor. Me resultaba tan divertido todo eso que ni me di cuenta del correr de los minutos; no sé por cuánto tiempo pasé frente al espejo jugando
con mis pechos.
Pero el juego se vio interrumpido por el sonido del ascensor
que subía; el temor de ser descubierta por mis padres hizo que corriera
hacia el baño para quitarme
la pintura de labios de mis
pechos. Para mi sorpresa, me tomó bastante
tiempo deshacerme del color rojo. Me restregué los senos repetidas veces con jabón y
con
una esponja; mi piel hasta llegó a
irritarse. Me sequé con una toalla, rápidamente dejé que el vestido volviera
a cubrir mi cuerpito desnudo, corrí hacia la sala de estar, me senté en el sillón,
y traté de asumir mi apariencia normal, como si mi mente estuviese vacía.
Al rato llegaron
mis padres, el apartamento retomó su ritmo normal, y con orgullo me di
cuenta de que nadie había notado el cambio que en mí había tenido lugar ese mediodía. Había dejado
de ser una niña.
Tenía mi primer secreto de adulto.
Pintura fresca
De niña
casi nunca me gustaba la ropa que tenía: era incómoda, de colores apagados,
y me hacía sentir horrenda.
Hay que tener en cuenta que en aquella
época en la
Unión Soviética la ropa para niños era difícil de conseguir
(bueno, en realidad
lo mismo ocurría con la ropa para adultos)
y los padres se consolaban con la idea de que la ropa prolija y
abrigada era más importante que la de estilo o la que proporcionaba cierta comodidad.
No era fuera de lo común que en una familia los niños más jóvenes heredaran
la ropa de
los mayorcitos cuando éstos crecían,
y de esa manera más de un niño se veía beneficiado. Cada prenda se cuidaba
sobremanera, a fin de que durase
por mucho tiempo,
y al cumplir mis seis añitos me convertí en la heredera de un
abrigo a cuadros verdes y marrones, con capucha y
cinturón de cuero. A
pesar
de que el abrigo
no era muy cómodo, puesto que las sisas eran demasiado ajustadas, me gustaba cómo lucía en mí.
Una tarde de sábado, en un
día de noviembre, algunos parientes vinieron a visitarnos y como la temperatura era agradable
mi madre sugirió que todos diésemos un paseo de a pié. Con entusiasmo
me puse mi abrigo a
cuadros, alguien me ayudó a ajustarme el cinturón, y
nos
fuimos de caminata.
Al salir de nuestro apartamento noté que uno de los bancos de afuera había sido recién
pintado, y advertí a todos de que el banco tenía pintura fresca y
que debían
evitar sentarse en él. El paseo habrá durado más o menos una hora, y durante ese tiempo pude disfrutar de algunas de mis actividades favoritas al aire libre, como las hamacas y
el hacer equilibrio sobre las vigas, pero esa diversión fue breve porque a los adultos
de golpe les entró hambre y decidieron regresar al apartamento.
A medida que nos acercábamos a casa cada vez más me
sobrecogía el cansancio y más y
más me
venían los deseos
de tirarme en algún lugar y
descansar; así fue que ni bien vi el banco recién pintado corrí hacia él y mi senté sin siquiera pensarlo dos veces. Pero una vez sentada
me invadió ese típico sentimiento de que
algo no
estaba del todo bien –
de pronto me hallé
pegada como con cola sobre el bendito
banco. Mi madre, al ver
la expresión en mi rostro,
corrió en mi ayuda y
me despegó del banco mientras yo comenzaba
a sollozar para finalmente descollar
en pleno llanto en el ascensor.
¿Qué puede ser más irónico que no seguir mis propios consejos?
¿Por qué ninguno
de los adultos presentes me advirtió en cuanto a
la pintura fresca de la misma manera que yo les advirtiera a ellos una hora antes? ¿Qué habría de ser de mi abrigo favorito?
¿Podría pasárselo a
otro niño de la
familia una vez que me quedara chico a mí? me sentí totalmente desolada al no poder responder a ninguno de mis
interrogantes.
Afortunadamente mi abuela
pudo quitarle todas las manchas
de pintura a mi abrigo, y
éste quedó sin rastro alguno que atestiguara en cuanto a
mi infortunio, pero no
por ello dejé de sentirme molesta con todo el mundo durante el resto de ese día. Estaba absolutamente convencida de que los adultos no me advirtieron respecto a la pintura
fresca a propósito, para luego reírse
de mí. ¿Quién sabe? quizá este incidente
me sirvió para darme cuenta de que jamás habré de pensar que los demás me protegerán de nada. En cuanto al abrigo,
al llegar la siguiente primavera
ya no me cabía, y
otro niño de la familia lo heredó
– quizá ese niño también podrá contar algún día su propio cuento sobre su abrigo.
( traducciones del inglés Jorge
R. Sagastume)
Nadezda Ivanova nació en Moscú, donde se crió y estudió
música, literatura, e ingeniería química. Pasó luego a los EE.UU. para realizar
sus estudios de posgrado, donde vive desde el 2004. Es además poeta y cuentista
y escribe tanto en ruso como en inglés.