Roger Munier |
Nuestra civilización se halla bajo el
signo de la imagen. En las revistas ilustradas, en el cine, en la televisión, la imagen sustituye a
la forma escrita, constituyendo un medio de expresión global cuyo poder sugestivo
es considerable. ¿Ha terminado la edad del verbo y nos hallamos en el despertar
de una cultura nueva, en que la imagen terminará por reemplazar totalmente al
discurso?
En el origen de tal revolución está la
fotografía. Su técnica contiene ya en germen todos los desarrollos futuros. Al
permitir una reproducción objetiva de las cosas tal como son, la
fotografía instaura una forma nueva de la visión y, por tanto, de la presencia del hombre en el mundo. En la
fotografía, la forma tradicional se halla invertida y es el mundo el que toma, en cierto modo, la iniciativa.
La imagen fotográfica sólo habla del mundo cediéndole la palabra. Al discurso sobre
el mundo, que colocaba al hombre ante el objeto para nombrarlo, la fotografía sustituye
la simple aparición de las cosas por una especie de “discurso” del mundo. Una
fotografía de un árbol no dice sino “este árbol”; es una tautología, en suma.
No expresa nada ni más acá ni más allá del árbol: coincide con él. Al fin de
cuentas, no “dice” nada del árbol: es el árbol quien dice en ella.
Aquí radica toda su diferencia con la
obra de arte, que reconstruye el mundo. Toda pintura es abstracción. Parte de
lo real y vuelve a alcanzarlo, pero por
el rodea de una negación activa. Incluso
en el cuadro más figurativo, el pintor permanece libre ante el objeto, Su
“copia” no es sino un pretexto. Lo que importa no es ya “este árbol”
anecdótico, sino “el árbol”, tal como lo ve el pintor. La función del arte es
significar: expresa menos las cosas que la visión humana de las cosas. La
fotografía, por el contrario se eclipsa ante lo real. No hace sino repetir
simplemente —tautológicamente— el mundo. Incluso en la llamada fotografía
“artística”, el fotógrafo permanece determinado. Podrá disponer a su antojo de
los objetos que elija, naturaleza muerta o composición abstracta, pero su
imagen no reproducirá estos objetos sino tales
como son. Una vez terminado su montaje, el fotógrafo no tiene influencia
sobre ellos. La reproducción es mecánica, es decir, ineludible, exacta.
Es aquí donde comienza la magia, pues
al reconstruir las cosas tal como las cosas son, el fotógrafo les da un relieve
y una presencia que ningún medio de reproducción había logrado. En la
fotografía la realidad no está ya solamente representada (transpuesta), como en
la pintura o en el dibujo, sino que se halla verdaderamente reproducida:
presentada ante nuestros ojos llenando con su presencia el recuadro de papel
gris. Reproducida con un relieve igual al que
tiene en el mundo, fuera de nosotros. Cada fotografía es como un pedazo
de mundo que se repite indefinidamente, multiplicando su presencia y
cercándonos. De aquí el carácter
hechicero de la imagen: ella es una presencia del mundo.
Sólo quiero hablar de la fotografía
tradicional sin evocar ahora la foto en color, ni menos todavía la foto en
“relieve”. Un desnudo fotográfico no es sólo una imagen de desnudo, sino una
mujer ya próxima. Al contrario que un cuadro de desnudo, generalmente casto —lo
que cuenta en él no es lo sugestivo, sino la trasposición plástica del cuerpo—la
fotografía de desnudo posee una fuerza tal de sugestión que despierta el deseo.
En su esencia, la fotografía es mágica. Lejos de ser una mirada sobre el mundo
que nos libera del mundo, como es propio del arte (recordemos los Souliers de Van Gogh), la fotografía nos
sumerge en el mundo, nos encadena a él.
Ahí es donde reside su originalidad. Si
la pintura implica una negación activa, todo el “arte” del fotógrafo no puede
ser otra cosa que sumisión. Sólo cuenta
en este terreno, el rostro que el mundo nos entrega de sí mismo, y la misión
de la fotografía no tiene otro cometido
que el de permitir tal entrega. El lenguaje, aquí, no es el del fotógrafo, cuyo
genio si lo tiene, consiste en anularse. Por esto la verdadera fotografía no es
la llamada “artística”, en la que el fotógrafo registra sobre la placa sensible
un cuadro previamente compuesto, sino la que sorprende lo real en su propia vida, haciéndole
hablar su lenguaje, una especie de lenguaje sin el hombre. Pienso ahora en esas
fotos de Cartier-Bresson, en donde toda
composición es excluida y donde se hace “hablar” a las cosas, desde las ruinas
de Hamburgo a las congestionadas calles de Shangai; en esas instantáneas que
permiten captar los fugaces detalles del
objeto, imperceptibles para el ojo desnudo. Pienso en esas partes de un
conjunto, aisladas por ampliaciones, que hacen resurgir rasgos
insospechados; en esos primeros planos
que nos descubren, como en una pesadilla, una enorme cabeza de mosca o un ojo
desmesuradamente agrandado. En tales fotografías, lo real habla casi sin
intermediarios. No es exactamente el hombre quien capta la realidad; es
ésta que se le impone por sí misma,
descubriéndose en su desnudez.
Pero no
podía ser suficiente que la imagen reprodujera un mundo estático. Se necesitaba
animar este mundo. Tal fue la labor del cine. Gracias a él, la representación
adquiere movimiento, se enlaza con el ritmo de la vida. No se trata ya de un
objeto petrificado. Tenemos ahora, ente los ojos, la vida misma. El poder de
sugestión es total. Dominada por esa ola de realidad en que se sumerge, la conciencia se halla
fascinada. Una foto puede ser contemplada todavía, pero la imagen en movimiento no permite reposo ni
retroceso. El mundo se impone al espectador con una fuerza irresistible, casi
brutalmente. En el cine, el hombre antes que hallarse delante de lo que se ve,
se convierte, por así decirlo, en lo que ve. La realidad lo envuelve y se opera
algo así como una sustitución.
En realidad, el cine, mejor aún que la
fotografía, es el lenguaje del mundo, de un mundo al cual presta, en su
movimiento interno y en su pulsación, el medio de expresarse. En este sentido,
el verdadero cine será siempre el mudo, que prescinde de la palabra humana. En
él las cosas se explican por sí mismas, sin que nadie nos las refiera, y la
realidad, para manifestarse, arranca de sus propios medios y se marca su propio
contrapunto. En el verdadero cine, son las piedras mojadas de la calle las que
se acuerdan del crimen, las olas del mar las que nos hablan de la violencia o
de la pasión. Cuanto menos interpreta el escenógrafo, tanta más oportunidad
proporciona a las cosas y más grande se nos aparece. El escenógrafo no es sino
el médium que permite al mundo hablar su mudo lenguaje, literalmente “inaudito”.
Las nuevas técnicas, orientadas hacia una sugestión cada vez más
eficaz, acentúan todavía, aunque de un modo impuro, esa dialéctica, propia de
la imagen de aprisionar la realidad. Recordemos una vez más las fotografías en color y “en relieve”; recordemos
el “cinemascope”, cuya ambición es ensanchar al máximo el campo visual y en el
que la noción de “plano”, de encuadramiento, que implica la intervención del
artista, desaparece: sólo existe la gran pantalla que entrega lo real en su
abundancia y en su profusión. El “cinerama” va más lejos todavía y aspira a dar
la ilusión de las cosas misma, la sugestión hipnótica de hacer creer al
espectador que las figuras se escapan de la pantalla… La televisión, en fin,
coloca la imagen al servicio de los acontecimientos en su actualidad
temporal. No bastaba restituir ante
nuestros ojos un mundo no inscrito en su duración. La televisión hace posible
una simultaneidad de la imagen y el acontecimiento que ella evoca: es la vida
cuándo y cómo se produce, lo que nos trae. Aquí, la adecuación con el
movimiento del mundo es total, por el giro del tiempo. Lo real no se expresa ya
sólo en su verdad intemporal, sino desde su génesis.
Solicitado por las fotografías de
periódicos y revistas, por el cine y la televisión, el hombre moderno se nutre
de imágenes. Este hecho nuevo induce a reflexionar. Las conclusiones son bastante previsibles y acaso no sea quimérico suponer que las
generaciones futuras, deseosas de una información cada vez más rápida, tiendan
a substituir la expresión verbal por la imagen.
Las consecuencias que provocaría tal
estado de cosas no serían únicamente de orden “cultural”. A mi juicio, el
peligro es sólo humano. Se trata menos de
la elección que el hombre haría de las imágenes en contra del verbo y el
discurso, que de la supremacía del mundo imaginario sobre la conciencia y, en
la cual, la autonomía de ésta se hallaría amenazada. En rigor no es posible la
elección: las imágenes se nos imponen y los espíritus mejor prevenidos
difícilmente pueden sustraerse a su hechizo. No es exagerado ver en tal
fenómeno una especie de revolución de
las relaciones entre el mundo y el espíritu, análoga a la que se realiza
en otros aspectos de la técnica, en que las fuerzas liberadas por el hombre amenazan
volverse contra él. Actualmente, somos testigos de una suerte de reflujo del
universo que aparece como la protesta de un orden natural violentado. A este
respecto, y por el rodeo extraño de la técnica y de la ciencia, volvemos poco a
poco a la visión primitiva en que el cosmos se nos aparecía con un relieve amenazador (meditemos en las reacciones de
los testigos de la primera explosión atómica) y la conciencia personal se
disolvía en el sentimiento alucinante y trágico de la totalidad. Yo veo, por mi
parte, en la supremacía de la imagen
como presencia del mundo, un aspecto de ese fenómeno global. Por encima del
hombre ultracivilizado en que nos hemos
convertido, el mundo reclama sus derechos e invade los sectores más diversos de
la vida y hasta la misma intimidad de la
conciencia. La pintura también nos lo hace presente, pero de muy
diferente manera: allí donde las artes plásticas representan una continuidad, un sacro acuerdo entre las cosas
y el hombre, la imagen fotográfica levanta lo real como un “frente a nosotros”
discontinuo y fascinante. Dicha imagen
es el universo no-mediatizado, afirmado como un puro “afuera”, como lo otro del hombre, y que le excluye tanto más cuando más se
descubre como otro en su
representación misma, es decir, en un terreno en que el hombre venía afirmando
su imperio sobre el objeto; de aquí, esa
actitud pasiva de la conciencia
fascinada. La imagen fotográfica no soporta demasiado el dialogo. Más bien lo
limita, habiéndose erigido ante el ojo en su plenitud y no ofreciendo otra
alternativa que la aceptación incondicional o el rechazo.
Esta inmovilidad de la mente no ofrece
sólo, repito, una incidencia “cultural”, sino
que encubre un peligro humano. Si el universo no-mediatizado puede invadir el campo de la conciencia,
pronunciándose él mismo aparte de todo enunciado, tal cosa representaría el
fracaso de la función humana por excelencia, consistente en definir y nombrar,
en introducir en el cosmos la mediación de la conciencia, la “herida”. Al
espíritu corresponde descifrar lo real y no a lo real desentrañar el espíritu. El hombre sólo existe en esa
negación activa. Coincidiendo con las cosas, sumisa a la “impresión” de las
cosas, la conciencia moderna es la conciencia inmediata y extendida. En su
forma más valiosa, ella podría ser el acogimiento del mundo, cuya presencia,
percibida sobre planos múltiples, en el espacio y en el tiempo (prensa, radio,
cine, televisión), conferiría al espíritu una dimensión nueva. Pero tal
asimilación activa es rara. El hombre medio se queda en el más bajo nivel de la
“información” y se esparce en esta información, más que ella se deposita en el
hombre para transformarse y humanizarse en él.
Aparte de este enunciado, la
fotografía reproduce sólo lo que está
por decir y, por este hecho, queda siempre “por decir”. Ella dispensa al
espíritu del esfuerzo que implica la apropiación por el “discurso”. No Pretendo
hacer ahora solamente la apología de la escritura, pues la pintura es también
“discurso” en el sentido en que yo lo
entiendo, precisamente en la medida en que es abstracción. Pero es sobre todo
al verbo a quien la imagen perjudica.
Basta, para convencerse, hojear cualquier revista ilustrada. El texto aparece
cada vez más reducido en provecho de la
imagen y casi no tiene otra función que presentarla. La vista se deja llevar
fascinada y, de la misma forma que en la
imagen nada se produce, fuera de la repetición de las cosas, nada se realiza
tampoco en el espíritu “espectador”.[1]
El “discurso”, por el contrario, es diálogo con el objeto,
presencia activa en el mundo y, por la atención que implica, constituye, frente
al mundo, la afirmación de la conciencia y el germen de su libertad. Hace, por
tanto, las veces de salvaguarda de la
interioridad humana. Una civilización de la imagen sola, produciría una
humanidad extrovertida y superficial, entregada a la pura magia de las cosas y
sin dominio sobre ellas, pues en la captación visual inmediata lo real se
retrae tanto como se da, mientras que la mediación progresiva del discurso es
ya, en sí, una apropiación. El mundo, conquistado así lentamente, no se nos
escapará: será convertido en nuestra sustancia.
Pero ¿y si el problema estuviese ahí,
precisamente? ¿Y si lo propio de la imagen y su justificación última fuera,
precisamente, poner fin a la interpretación “humanista” del mundo? ¿Y si esa
huída del discurso llegara a la creación de un “lenguaje” nuevo, plenamente
expresivo de lo que, en la realidad,
queda todavía inexpresable por los caminos del concepto?
Expresándose por el rodeo de la
abstracción, el concepto “hiere” previamente lo que quiere expresar; él da con
dificultad lo global del objeto (que hace que este sea tal árbol y no
otro) y más difícilmente aun el carácter de las situaciones y de los seres.
Además, sustituye lo real por un enunciado sobre lo real, que expresa, finalmente, el punto de vista del hombre
sobre el universo, más que un descubrimiento del universo mismo. La imagen
actúa sin “herir”, pues ella es total inhibición ante las cosas y las situaciones,
a las que permite expresarse por ellas
mismas, sin intervención humana. No cabe duda que jamás podrá expresarse
verbalmente el mar como lo hacen la fotografía y el cine, y una imagen de
Buñuel manifiesta mejor el horror y la tragedia que todas las descripciones. Lo
que no es posible expresar con palabras, la imagen lo traduce, repitiendo la complejidad del mundo. Ella dice lo
indecible sin proferir nada, sino dando a lo indecible el poder de manifestarse:
es descubrimiento, pura revelación.
¿Será ése, realmente, el lenguaje
nuevo? Puede que sí. Pero, para tal lenguaje, quedarían en pie todas las
objeciones que hemos hecho. Sencillamente porque en él, el hombre está negado.
Se trata de un lenguaje de las cosas más que del hombre, incluso considerando
que es el hombre quien ha concedido a las cosas la facultad de decirse sin él. Y es, a fin de cuentas,
un lenguaje mudo, que “dice” lo indecible, pero sólo en la exacta medida en que
no dice nada. Pues si es cierto que la ley del lenguaje, como la del
pensamiento, es desembocar en el silencio, la dignidad de los dos consiste en
no consentirlo; en aceptar esta necesidad y mantenerla en el interior del
decir, pero sin que por ello el decir mismo sea condenado. Al enigma de la
expresión, la imagen no aportará nunca más que una solución de reemplazo, cuyos
peligros, como hemos dicho, son evidentemente reales.
Pero es el hombre quien ha hecho la
imagen y es él quien sigue siendo su amo. Al hombre incumbe inventar lo que
salvará esta forma nueva de investigación, admitiendo que en este terreno como
en todos aquellos en que la técnica fatalmente triunfa, existen todavía razones
de esperanza.
Versión
al castellano: Lorenzo Villalonga.
Poesía
Buenos Aires, Número 26, Buenos Aires, Primavera, 1957.
Roger Munier. (Nancy, 1923- Vesoul, 2010; Francia). Poeta,ensayista
y traductor.
Tradujo del alemán, entre
otros autores, a: Heinrich von Kleist, Rainer María
Rilke y Martín Heidegger. Del
castellano a Roberto Juarroz, Antonio Porchia y Octavio Paz.
[1] -A
menos que éste no se vierta largamente sobre la imagen, como podría hacerlo en
presencia de la misma cosa y no entre entonces en el discurso. Pero esto se
halla fuera de mi tema. En estas páginas se trata, estrictamente, de la imagen
considerada como modo de expresión global y satisfaciéndose a sí misma.