En 2016
conmemoramos los argentinos el Bicentenario de la Declaración de la
Independencia, sancionada y firmada por los diputados reunidos en la ciudad de
San Miguel de Tucumán, el 9 de julio de 1816. Las circunstancias en las que
debieron sesionar fueron azarosa y categóricamente adversas.
Las tropas de
Fernando VII, nuevamente en el trono desde 1814, habían logrado sofocar los distintos intentos
revolucionarios en Nueva Granada y Venezuela, Simón Bolívar se hallaba exilado en Jamaica bajo la
protección de la corona británica y en
el Alto Perú el ejercito patriota había sido derrotado en Sipe Sipe (noviembre
de 1815). Jornadas particularmente
difíciles. Los habitantes de la incipiente república vivían un presente cargado
de oscuros presagios en el que aún nadie estaba en condiciones de predecir los resultados de la guerra que se
libraba con España, que hacia comienzos de 1816, había recuperado el dominio de
sus colonias en América del Sur, salvo los territorios de la Argentina, Uruguay y Paraguay.
No obstante,
los integrantes del “pueblo independiente de América del Sur” —así lo denominó
Simón Bolívar en 1816[1] — no abandonaron sus sueños y
esperanzas. Hombres y mujeres que “…con la espada, con la pluma y la palabra”[2] salvaron “La libertad naciente / de
medio continente.”[3]
La espada,
nadie puede dudarlo, fue la encargada de doblegar a los ejércitos invasores, pero ésta no
habría logrado su cometido sin el auxilio de la pluma y la palabra que
difundieron las nuevas ideas, las que en
barbecho desde antes de la Semana de Mayo, en nocturnas reuniones
conspirativas, cuidadosamente fueron
templando y afilando el acicalado acero.
En estos encuentros se debatirían también los
textos de autores divulgados por la
Enciclopedia (1751) como Diderot, d’Alembert, Voltaire y Rousseau, autor este último de El contrato social (1762) que
fue traducido por Mariano Moreno y publicado en La Gaceta (1810). La traducción en aquellos tiempos tuvo
un papel relevante en el campo del pensamiento. Manuel Belgrano, traductor, entre
otros autores, de François Quesnay (Máximas generales del gobierno de un reyno
agricultor, 1794) y de Benjamin Constant
(Bosquejo de Constitución, 1814); manifiesta en el prólogo a su versión de la Despedida de Washington al pueblo de los
Estados-Unidos (1796), dada a conocer en 1813: “El ardiente deseo que tengo de
que mis conciudadanos se apoderen de las verdaderas ideas que deben abrigar si
aman la patria y si desean su prosperidad bajo bases sólidas y permanentes me
ha empeñado a emprender esta traducción en medio de mis graves ocupaciones”.
En lo que
concierne a la literatura la traducción tuvo
un protagonismo central en el desarrollo de nuestra tradición literaria.
Entre aquellos que la ejercieron no podemos olvidar al poeta
y periodista argentino José Antonio Miralla (Córdoba, 1790-Puebla de los
Ángeles, México, 1825), revolucionario
que a partir de su estancia en Lima, Perú (1812), ciudad de la que fue
expulsado por su ideario liberal, vivió en Colombia, Venezuela y Cuba. En La Habana fue uno de los fundadores del periódico Argos con
el firme propósito de contribuir a la liberación de Cuba –su obsesión– y los territorios del Caribe de la dominación
española. Miralla fue “… uno de los
valores más serios del período
revolucionario. Dueño de una sólida cultura adquirida irregularmente, según se
lo permitió su vida de vagabundo y luchador, había estudiado además de las
disciplinas teológicas seguidas en Córdoba en su adolescencia, y de la medicina
estudiada en Lima, jurisprudencia, matemáticas e idiomas, hablando y
escribiendo con corrección varias
lenguas…”.[4]
Sus traducciones del francés, italiano e inglés, fueron un claro acto de apropiación,
introduciendo nuevas y renovadas formas poéticas en nuestra lengua.
Particularmente el espíritu de síntesis y la elegancia formal de poetas
ingleses y franceses de su época, enriqueciendo la producción de los autores
locales, en un momento en que ya primaba
la necesidad de constituir una literatura de perfiles propios, una que no
rechazara los aportes e influencias de
variado origen.
Si debemos
atenernos a un orden cronológico, es indudable que los poetas y escritores de la Independencia hicieron su
aparición en nuestro panorama cultural a
partir de las invasiones inglesas a la región del Río de la Plata. En noviembre
de 1807,
luego de la rendición en Buenos Aires de las fuerzas británicas
comandadas por el teniente general John Whitelocke, Vicente López y Planes, que
en aquella ocasión como capitán del Regimiento de Patricios empuño la espada
en defensa de la ciudad, escribió El triunfo argentino que subtituló
‘poema heroico’. En este texto que lleva un epígrafe del autor de La Eneida y
fue dedicado a Santiago Liniers y Bremond, gobernador y capitán general de las
Provincias del Río de la Plata, el autor celebra la gesta y el valor de las
tropas porteñas y la composición de las
mismas:
Buenos Aires os
muestra allí sus hijos:
allí está
el labrador, allí el letrado,
el comerciante,
el artesano, el niño,
el moreno y el
pardo; aquestos solo
ese ejército
forman tan lúcido.
Todo es obra,
Señor, de un sacro fuego,
que del trémulo
anciano al parvulillo
corriendo en
torno vuestro pueblo todo
lo ha en
ejército heroico convertido.
Estas líneas
destacan una de las características esenciales
de las fuerzas que con osadía y
valor obtuvieron una indudable victoria sobre las tropas profesionales de una
de las potencias imperiales de la época: aquellos que las integraban provenían
de todos los sectores de la sociedad.
Hombres que luego de las acciones bélicas de julio de 1807, comenzaron a
imaginar las posibilidades de su poder y la confianza en sus propias
fuerzas. Si bien el gentilicio
“argentino” y la palabra “patria” se destacan en el poema, no se puede obviar
que el mismo fue dedicado a la máxima autoridad en representación de la
corona española en la ciudad en esos
días. No se advierte en sus versos animosidad alguna hacia España. Sin embargo,
pocos años después López y Planes adoptaría una posición muy distinta y beligerante en su
Marcha Patriótica (1812) que
habría de convertirse en nuestro Himno Nacional (1813). En ella califica a los integrantes de las fuerzas
españolas de ‘fieras’ y ‘tigres
sedientos de sangre’:
Marcha
Patriótica
Sean eternos
los laureles
que supimos
conseguir:
coronados de
gloria vivamos,
o juremos con
gloria morir.
¡Oid,
mortales!, el grito sagrado:
¡libertad!,
¡libertad!, ¡libertad!
Oíd el ruido de
rotas cadenas
ved en trono a
la noble igualdad.
Se levanta en
la faz de la tierra
una nueva
gloriosa nación.
Coronada su
cien de laureles,
y a sus plantas
rendido un león.
Sean eternos
los laureles, etc.
De los nuevos
campeones los rostros
Marte mismo
parece animar.
La grandeza se
anida en sus pechos
a su marcha
todo hacen temblar.
Se conmueven
del Inca las tumbas,
y en sus huesos
revive el ardor,
Lo que vé
renovando a sus hijos
de la Patria el
antiguo esplendor.
Sean eternos
los laureles, etc.
Pero sierras y
muros se sienten
retumbar con
horrible fragor. (bis)
Todo el país se
conturba por gritos
de venganza, de
guerra, y furor.
En los fieros
tiranos la envidia
escupió su
pestífera hiel.
Su estandarte
sangriento levantan
provocando a la
lid más cruel.
Sean eternos
los laureles, etc.
¿No los veis
sobre México y Quito
arrojarse con
saña tenaz? (bis)
¿Y cuál lloran,
bañados en sangre
Potosí,
Cochabamba, y La Paz?
¿No los veis
sobre el triste Caracas
luto, y llanto,
y muerte esparcir?
¿No los veis
devorando cual fieras
todo pueblo que
logran rendir?
Sean eternos
los laureles, etc.
A vosotros se
atreve argentinos
el orgullo del
vil invasor.
Vuestros campos
ya pisa contando
tantas glorias
hollar vencedor.
Mas los bravos
que unidos juraron
su feliz
libertad sostener
a estos tigres
sedientos de sangre
fuertes pechos
sabrán oponer.
Sean eternos
los laureles, etc.
El valiente
argentino a las armas
corre ardiendo
con brío y valor:
El clarín de la
guerra, cual trueno
en los campos
del Sud resonó.
Buenos Ayres se
pone a la frente
de los pueblos
de la ínclita unión.
Y con brazos
robustos desgarran
al ibérico
altivo león.
Sean eternos
los laureles, etc.
San José, San
Lorenzo, Suipacha,
ambas Piedras,
Salta, y Tucumán,
la colonia y
las mismas murallas
del tirano en
la banda Oriental.
Son letreros
eternos que dicen:
aquí el brazo
argentino triunfó;
aquí el fiero
opresor de la Patria
su cerviz
orgullosa dobló.
Sean eternos los laureles, etc.
La victoria al
guerrero argentino
con sus alas
brillantes cubrió.
Y azorado a su
vista el tirano
con infamia a
la fuga se dio.
Sus banderas,
sus armas, se rinden
por trofeos a
la libertad.
Y sobre alas de
gloria alza el pueblo
trono digno a
su gran majestad.
Sean eternos
los laureles, etc.
Desde un polo
hasta el otro resuena
de la fama el
sonoro clarín.
Y de América el
nombre enseñando
Les repite,
mortales, oíd:
Ya su trono
dignísimo abrieron
las Provincias
Unidas del Sud.
Y los libres
del mundo responden
al gran pueblo
argentino salud.
Las creaciones
poéticas antes de ser impresas en hojas sueltas, folletos o libros eran leídas
por sus autores, los considerados cultos lo hacían en reuniones sociales en las
residencias de familias influyentes, los
de raigambre popular lo hacían en los vivaques o campamentos militares. Tal es
el caso de Bartolomé Hidalgo que nació de padres argentinos en Montevideo
(1788) y falleció en Morón, provincia de Buenos Aires (1822). Él es el
primer poeta culto, coplista, guitarrero y cronista en verso, que adopta el lenguaje y los temas populares,
por ello se lo considera uno de los
fundadores de la poesía gauchesca. Sarmiento lo destaca como “el creador del
género gauchipolítico”. Martiniano
Leguizamón en una temprana recopilación de su producción lo define como “el
primer poeta criollo del Río de la Plata.”
Durante las
invasiones inglesas combate en la
batalla Del Cardal en las afueras de Montevideo
y años más tarde participaría del
Éxodo del Pueblo Oriental bajo las órdenes del general José Gervasio de
Artigas. Es en este período que comienza
a escribir sus Cielitos de intenciones épico-líricas, batalladores, para
entretener y levantarle el ánimo a las
tropas y milicias en la campaña y luego durante el segundo Sitio de Montevideo,
donde estos se cantaban frente a los muros de la ciudad sitiada. Defendió las ideas
independistas a ambas márgenes del Plata y, en 1811, las autoridades en Buenos Aires por su
actuación lo homenajean declarándolo ‘ciudadano Benemérito de la Patria’. En
1818 decidió radicarse en Buenos Aires
donde continuó sosteniendo la causa de la emancipación. En esta ciudad da a
conocer varios trabajos, entre ellos, su
Dialogo entre dos paisanos — Jacinto Chano y Ramón Contreras— que reunidos en
San Miguel del Monte, provincia de
Buenos Aires, comentan la situación
política y los resultados de la revolución en
sus primeros años. Su obra lo emparenta con quienes serían sus sucesores
Hilario Ascasubi, José Hernández y Estanislao del Campo, entre otros; Jorge Luis Borges y Pedro Henríquez Ureña
destacan su labor en una antología
fundamental de la literatura argentina.[7]
Manuel Mujica
Láinez[8], nos deja en 1960 una acertada descripción del panorama
poético de aquella época: “El pueblo quiso expresar su ansia de independencia,
su afán de llegar a la mayoría de edad. En los salones los caballeros lo
tradujeron con la académica majestad de odas y de himnos, sin abundar los
trapos fastuosos. Pero bajo las
enramadas la canción de esperanza tuvo que ser distinta. Unos y otros decían en
realidad lo mismo, aunque con vocablos
diversos. Hoy, a un siglo y medio de distancia, vemos avanzar el séquito de los
poetas revolucionarios, de los enlevitados portaliras que corona el laurel, como una ceremoniosa
procesión. Con ella se enlazan y enredan
fraternalmente los guitarreros de ojos aindiados y mugriento chiripá.”
Composiciones populares y fundacionales que el tiempo se encargaría de
rescatar, como el ‘Cielito de la independencia’, y otros en los que nos refiere
sus deseos, esperanzas en el amanecer de la libertad, la paz y la unión
solidaria del plata.
“Cielo, cielito
y más cielo,
cielito,
siempre cantad
que la alegría
es del cielo,
del cielo de la
libertad.
……..
Cielito, cielo
festivo,
cielo de la
libertad,
jurando la
independencia
no somos
esclavos ya.
……..
Cielito, cielo
dichoso,
cielo del Americano,
que el cielo
hermoso del Sur
es cielo más
estrellado.
………
Cielito, cielo
y más cielo,
cielo del
corazón,
que el cielo
nos da la paz
y el cielo nos dala Unión.
Juan María
Gutiérrez (1809-1878) —“…el más completo
hombre de letras que hasta ahora ha producido aquella parte del nuevo
Continente.”, según Marcelino Menéndez y Pelayo[10]—
sostiene en su artículo, ‘La literatura
de mayo’ : “Bien recompensado será quién se acerque curioso a los orígenes de
nuestra literatura nacional y contemple el hilo de agua que surge de la pequeña
fuente, convirtiéndose en río caudaloso a medida que la sociedad se organiza
bajo formas libres y que la multitud se transforma en pueblo […] Nuestros
poetas han sido los sacerdotes de la creencia de Mayo.”[11]
El 15 de
noviembre de 1810 la Gaceta da a conocer
en sus páginas Marcha patriótica, el que
es considerado el primer poema cuyo fin fue el de incitar los sentimientos
revolucionarios de la población. Su
autor, el soldado, poeta y pianista
aficionado, Esteban de Luca, lo compuso
como una pieza destinada al canto y desde sus primeros versos pueden apreciarse
con claridad sus intenciones:
La América toda
se conmueve al
fin,
y a sus caros
hijos
convoca a la
lid;
a la lid
tremenda.
Que va a
destruir,
a cuantos
tiranos
(Fragmento)
Durante las
invasiones inglesas tuvo una activa participación en la defensa de la
ciudad, por su valor y temple frente al enemigo fue nombrado subteniente de
bandera del Regimiento III de Patricios.
Posteriormente en 1816, fue designado director de la Fábrica de Armas
del Estado. El lugar y la importancia de
Esteban de Luca en la sociedad y luchas de su tiempo pueden deducirse de una
carta que el 3 de abril de 1822, el general José de San Martín, le envió desde
Lima: “Compañero y paisano apreciable: No es esta la primera vez que Ud. me
favorece con sus poemas inimitables: no
atribuya a mi moderación esta exposición, pero puedo asegurarle que los sucesos
que han coronado esta campaña no son debido a mis talentos (conozco bien la
esfera de ellos), pero sí a la decisión de los pueblos por su libertad y al
corazón del ejército que mandaba: con esta especie de soldados cualquiera podía
emprenderlo todo con suceso. Quedo celebrando
esta ocasión que me proporciona manifestar a Ud. mi reconocimiento, y
asegurarle es y será su muy afectísimo paisano y amigo.”[13]
En mayo de 1824, regresando de una misión diplomática a la corte del Brasil, el
barco que lo transportaba naufragó durante una tormenta en aguas del Río de la
Plata. El autor de La martiniana, poema dedicado a la gloria de las armas de la
revolución, murió ahogado en las oscuras aguas y su cuerpo nunca fue
recuperado.
Poetas que empuñaron las armas, soldados que atendieron el llamado de Erato y
Calíope, frailes y presbíteros que brindaron apoyo espiritual a los patriotas
en los campos de batalla; asociados en la difusión de los ideales libertarios y participando activamente en la gestación de
la futura república.
Entre ellos se
destacan Pantaleón Rivarola (1754-1821),
profesor de filosofía, capellán militar y poeta. José Agustín Molina (1773-1838), religioso
que ocupó importantes funciones en la
iglesia, nos brinda en su poema La
jornada del Maypo, prueba de su compromiso personal con los ideales de mayo.
“Las armas de mi patria alegre canto,
sus combates, sus triunfos sus victorias,
sus esfuerzos, su celo ardiente y santo
por romper las cadenas vejatorias,
que la han ajado y oprimido tanto.” [14]
(Fragmento)
Desde los primeros días de la revolución otro
de los clérigos que defendió con fervor las ideas independistas fue fray
Cayetano José Rodríguez (1761-1823), profesor de teología y filosofía en el
convento de San Francisco, poeta y periodista. Fue amigo de Mariano Moreno y
dirigió la Biblioteca Pública de Buenos Aires –actual Biblioteca Nacional- fundada por aquel. Su Canción patriótica en celebración del
Veinticinco de Mayo de 1812 es muy directa al respecto:
“A las armas
corramos, ciudadanos.
Escúchese el bronce y óigase el tambor.
convocando a la lid generosa
a nuestros hermanos en alegre reunión.
…..
Tomad pues el
fusil, ceñid la espada,
argentinos
leales y valientes,
quede la
libertad asegurada.” [15]
(Fragmentos)
Entre estos
hombres de la iglesia que se dedicaron a las letras y el periodismo se destaca
Francisco de Paula Castañeda (1766-1832), miembro de la orden franciscana,
profesor de teología en el convento de la Recoleta donde fundó una escuela de
artes y oficios. Ramón Díaz incluye
varias de sus composiciones en La lira argentina,[16]
entre ellas su Romance endecasílabo, que lleva la siguiente nota introductoria:
“Cantado en el pago del Pilar, por un mozo aseado que punteaba perfectamente la
guitarra, tenía buena voz y se producía con suma gracia.” Palabras que
adelantan el tono festivo, celebratorio,
que adoptará el poema para narrar las proezas y victorias de los ejércitos
patrios en América del Sur. El primer
sexteto, describe los gestos propios
del cantor popular:
“Junto a un
ombú morrudo y sauce tierno
de mi
guitarra templo el instrumento,
y aunque me
apura el frío del hibierno
con agua sacra
ordeno ya mi acento:
yo canto en
melodías a lo vivo
la patria
orlada de laurel y olivo.”
(Fragmento)
Castañeda
explica en el segundo sexteto, el por qué de la elección de un metro ajeno a la
poesía popular en el Río de la Plata:
“Canto a la
patria en verso nunca oído
en Chascomús, ni en toda la frontera,
donde la copla
corta siempre ha sido,
porque nos traían siempre de carrera:
pero aflojaron ya los maturrangos …”[17]
(Fragmento)
Refiriendo que
al momento de publicar este texto (mayo, 1820) ya las fuerzas españolas
“aflojaron”, estaban en retirada y que el hombre de letras podía dedicarle más
tiempo y trabajo a los productos de su imaginación. Sin embargo, él apelará
para difundir sus ideas en las luchas políticas de la época a medidas más
breves (heptasílabos, hexasílabos, octosílabos) de uso común en la poesía
popular. Él sabía utilizar las formas métricas con eficacia y su pluma venenosa
era proclive a la creación de ingeniosos juegos de palabras para referirse a
sus opositores. De los teros (Teru-teru), ave que hace del engaño su defensa,
pone sus huevos en un sitio y canta en
otro, deriva el término “teruleque” para referirse a los indignos, que a pesar
de la palabra dada, cambian de
cabalgadura en medio del río. A los que
hacen carrera destruyendo las glorias que no le pertenecen los bautiza
“anchopitecos”, término que según Bernardo Canal Feijóo se compone de
la contracción de la palabra quechua anchui (retírate) y de piteco
(mono), significando: “retírate mono”. Los “anchopitecos” dice el propio autor
son aquellos que: “desean que toda autoridad caduque, porque solo así pueden
parecer autoridad; si son militares, se llenan de envidia contra los que han
hecho algo, y con el ¡Ay! ¡Ay!, solfeando, rebajan el mérito para tener ese
mérito; si son diplomáticos, ¡Ay! ¡Ay!, para que les toque el turno aunque todo lo lleve el
diablo; si son tinterillos, ¡Ay! ¡Ay!, para acomodarse en una secretaría, en la
dirección de un teatro o en el teatro de alguna imprenta, aunque el público
reniegue y se ahorque de rabia.”[18]
“Chimungo no parece
terule –
terule- teruleque
después de corrido,
y muchos aseguran
terule –
terule- teruleque
que estaba en su nido”
y,
Yo como buen
mostrenco
ancho, anchopi, anchopiteco
destino los
chimingos
a palenque y palenco
ancho, anchopi, anchopiteco
porque son muy lulingos.”[19]
(Fragmentos)
Entre las
espadas que adoptaron la pluma para pregonar su compromiso con el proceso
revolucionario e independista no podemos dejar de mencionar a Juan Crisóstomo
Lafinur (1797-1824) y a Juan Ramón Rojas
(1784-1824). El primero de ellos participó
en las campañas del ejército del Norte y luego ejerció la docencia en Buenos
Aires, donde dictó las clases de filosofía en el Colegio de la Unión del Sur,
cargo que debió abandonar debido a su ideología liberal. Se trasladó luego a
Mendoza y posteriormente a Chile donde murió. Es el autor de la oración fúnebre
que en la catedral de Buenos Aires leyó Valentín Gómez en las exequias del
general Manuel Belgrano, cuyas líneas finales vibran con intensidad:
“Viva en
nosotros tu oración sagrada
como el fuego de Vesta; orgullo sea
de las divinas
letras; pesadumbre
de los tiranos;
ornamento digno
de la patria;
que al héroe honra mil veces,
más que
mármoles, bronces y cipreses.” [20]
(Fragmento)
Juan Ramón
Rojas estudió en el Colegio de San Carlos y
participó en la defensa de Buenos Aires (1806), integró el cuerpo de
Patricios en el sitio de Montevideo y luego fue trasladado al regimiento de
granaderos a caballo, creado por el general San Martín. En la derrota de Sipe-Sipe, comandó un escuadrón de dicho
regimiento, al frente del cual cargó varias veces contra el enemigo intentando
infructuosamente detener su avance demoledor.
A su regreso a
Buenos Aires se dedicó al comercio y las letras. Aquí mantuvo una estrecha
relación con los poetas Esteban de Luca,
Juan Cruz Varela y Bartolomé Hidalgo. Asimismo,
fue uno de los fundadores de la Sociedad del Buen Gusto en el Teatro,
organización que a través de este medio se proponía difundir las reformas sociales.
Defendió con entusiasmo la revolución y fue un apólogo del ideario de mayo y de
la actuación de Mariano Moreno. De los acontecimientos revolucionarios, de los
grandes hechos de la guerra de la independencia, nos ha dejado en sus odas
guerreras vívidas imágenes y páginas ilustrativas acerca del sacrificio y valor
de aquellos hombres que participaron de aquella
epopeya.
José E. Rodó
conjetura que es Buenos Aires la que: “…mantiene con sus tribunos, con sus
publicistas, con sus poetas, la propaganda, el nervio de la revolución.”[21] El centro urbano donde confluirían patriotas procedentes de
distintos puntos del país y América para continuar el proyecto de los hombres
de mayo. Entre ellos el cubano Antonio José Valdés (1780-ca 1833), docente, editor y poeta, quien residió en
esta ciudad entre (ca 1814-1817), donde ejerció el periodismo, animado por el
impulso de independizar toda la América de la “nación hispana”.[22]
La obra de
estos poetas, escritores y traductores que actuaron en aquellos tiempos épicos,
fundacionales, es la piedra basal sobre la cual se erige “una nueva cultura,
unas nuevas costumbres, nuevos usos y nuevos giros expresivos…”.[23]
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Hilario Ascasubi |