domingo, 19 de julio de 2020

Rubén Tizziani: Las Galerías



Rubén Tizziani (1937-2020)


Juegos, palabras-juegos: las de los otros, los de él, tal vez las (los) de esa conciencia que dicen uno toma pero no sabemos nunca sobre cuantas cosas, si sobre la casa vieja donde recordaba- al menos eso le parecía-, de la que recordaba, mejor dicho: lamentos, gritos, gente que moría en el hospital que calle por medio se alzaba frente a la casa- la vieja- y recordaba o creía recordar también, recordarse, mirando por entre los gastados postigos: los hombres- el rengo Pi entre ellos- forcejeando con los muertos, con los cajones de muertos que pasaban apenas el estrecho portón, perseguido por las mujeres y los chicos; un esfuerzo más, soltarlo después: golpeaba la caja del camión lleno de ese polvo eterno que durante casi todo el año cubría los lugares y la gente; y si uno preguntara, volverían las palabras a decir del polvo, del sol y nada más quizás, o hablarían de una frontera inexistente, no porque creyeran realmente en ella o porque alguna vez una línea dividió alguna cosa sino porque así era el pueblo y era esa la imagen: como si fuera a terminar algo y comenzar otro lugar, otro país donde al sol, al polvo, al calor persistente del mediodía, lo deshicieran las noches cargadas de tormenta, y creciera la necesidad, la manera de esperar de la gente; no de los que  vivían en el pueblo, los que nacieron allí o se quedaron sin poder irse, sino los otros, los que  pasaban tres veces por semana en el lerdo tren a Resistencia, Las Toscas o Villa Ocampo o recorrían el camino norte esperando que de una vez por todas quedaran atrás el polvo y el calor y que allí, como decían, algo se partiera: sintiendo la presencia de un límite aunque fuera en la historia más lejana, cuando aquel general o coronel, no sé, fundó el pueblo o cuando llegó el ferrocarril y tuvo que haber una fiesta que nadie recordaba.
Pero eran los muertos la memoria, desde antes, cuando aún no había visto ninguno y ya le llegaban como algo desconocido y seguramente desgraciado ( si se cree lo que dijo mucho después, pese a que era lícito entonces pensar que se equivocaba y el recuerdo no fuera de los cuatro o cinco años y sí de los ocho o diez, en que una vez- una sólo hasta los doce años- lo tuvo delante y creyera-después, claro, cuando lo dijo- que guardaba la imagen de pequeño) capaz de desplazar todo el resto de su vida en la casa vieja: la calle, la gente que lo rodeó durante todos esos años, los lugares en que inevitablemente tuvo que jugar, esconderse en la siesta cuando escapaba bajo los árboles del parque salvaje y florecido, bajo los naranjos, entre los plátanos que ocultaban el galpón cargado de forraje para los animales ( no sé, persiste una marea de calor y algo como esperar los días de lluvia, la fiebre, la repetición de las fábulas en los delirios: sin historias, sin otra presencia que la mía o tan sólo algo de mí y esa sensación de distancias increíbles; aunque no debía ser yo ni nada mío sino una enorme masa, un gran peso ingrávido que retornaba siempre con la fiebre, inexplicablemente puntual en la última etapa de la crisis, informe pero de bordes pulidos porque no dejaba huella). Entonces la vida, o despertar tal vez, abrir el mundo en la nueva casa, no porque  ese caserón, tan viejo como el otro y casi de su mismo trazado- la larga galería en ele, dando a todas las habitaciones: las mujeres en la esquina del norte, los hombres, el comedor, los padres después, el ángulo del sur techado y abierto, la cocina ( ya en el ala más corta), el baño y la despensa para las provisiones del mes; después el patio: las glicinas formando un tupido techo contra el de la galería, allá por fin el gallinero-garaje del viejo chevrolé- pudiera parecerle nuevo, ni siquiera a él, sino quizás porque fue como un nacimiento: desde que llegó con el gato en brazos, casi ahogándolo para que no se escapara ya que debía conocer sus hábitos, el peligro de perderlo si no lo ayudaba pacientemente a acostumbrarse al lugar, a los techos podría decirse o a los otros gatos, la gente, los nuevos ruidos: distintos sobre todo en el principio de la noche, cuando se extendían confundiéndose los cercanos con los que sonaban lejos, los que ya no traía el hospital para mezclarlos con los otros, esos que estaban allí: gritos, metales, galopes, y después, más tarde aún, casi en el sueño, las voces diferentes: las órdenes, el rito deslumbrante del relevo de guardia, las quejas del borracho atado al poste, justo bajo el tanque del molino cuando rebasaba. ( Cuatro entradas; nadie podía explicar para qué tantas, así que no hubo más remedio que aceptarlas y poco a poco ir dándose cuenta que servían: para ahorrar camino o escapar a veces por la puertita o el portón en la siesta- la casa, el pueblo entero en silencio-, después de cruzar el gallinero, revisando casi minuciosamente el contorno de la casa; al sol primero: la puertita, una ventana, otra, la puerta de la esquina dando a la habitación de las mujeres; después la sombra que se iría agrandando con la tarde: más ventanas/tres/, la puerta grande con el llamador de hierro, otra ventana y yo echándome  a correr, libre ahora, sin temer a los ruidos ni al calor de las baldosas en los pies desnudos.) 

      Un ciclo: entonces pienso que toda esta memoria (mía y de los demás) se da de una sola manera, como hilvanada desordenadamente alrededor de un centro claro y que, seguramente, confundiré la realidad, con los viejos deseos o la vida de los otros en la mía; y ellos dirán: fui yo, aunque reste lo claro- la seguridad de los viajes, el pájaro que maté con el flover 12 de dos caños ( se lo habían dado a papá por una deuda, después  sólo lo usé contra los árboles y las naranjas), mi abuelo muerto- y esa historia de la que estaban ausentes generales y luises, revoluciones con decapitados, pero incomprensiblemente abarcaba toda la geografía de la tierra, el otro universo, el giro de mi mundo, la luna, las mareas: el mar enorme como los campos desérticos que nos rodeaban, los ríos derivando como enormes zanjas ( algo así como el final de fiesta de la lluvia: meterme en ella, enterrarme hasta la rodilla acompañando al corcho, la madera, hasta que desaparecía bajo un puente), doblando la esquina ( los recodos). 

      En oleadas, todo el pasado: el amor por mis cosas, los miedos y esa torpe costumbre de perderme, quedarme de golpe sin sentido, de pie pero sin suelo, sin lugar ni espacio; y volver entonces sin pasado, sin recuerdos inmediatos: como si esa parte del tiempo se hubiera desprendido para convertirse en una memoria diferente y recapitulare sólo para conservar, no sé donde, lo que un día iría a echar afuera: este pueblo y la gente que vivió a mi lado, murió alguna, se perdió otra; al volver entonces, a otro lugar y otra gente: las naranjas casi sin brillar al sol y el polvo –fiel a los recuerdos- cubriéndolo todo.      
Las Galerías, Sudamericana, 1969, capítulo 1- Gentileza Juan Ignacio Pinto de Almeida.

Rubén Tizziani (Vera, Provincia de Santa Fe,1937-Buenos Aires, 2020). Escritor, guionista y periodista. Publicó las novelas Las Galerías (Editorial Sudamericana); Los borrachos en el cementerio (Siglo XXI),Noches sin lunas ni soles (Siglo XXI), El Desquite (Emecé), Todo es triste al volver (Poniente), Mar de olvido (Emecé), que acaba de traducirse al italiano, y Un tiburón de ojos tristes (Catálogo) y una biografía de Alberto Olmedo, Un poco menos tristes (Beas). Dos de las novelas fueron llevadas al cine: El desquite, dirigida por Juan Carlos Desanzo, con Rodolfo Ranni, Ricardo Darín, Claudia Motanari y Héctor Bidonde, y Noches sin lunas ni soles, dirigida por José Martínez Suárez, con Alberto de Mendoza, Luisina Brando, Lautaro Murua, Guillermo Bataglia y Boy Olmi. Es autor de una adaptación para televisión de El túnel, de Ernesto Sábato, que dirigió Mario Sábato. Además escribió el guión de la película Seguridad Personal, dirigida por Aníbal de Salvo.