Jorge Rivelli (1954-2020) Tinta Horacio Spinetto |
Mi recuerdo es en parte nebuloso, pero sólo en la precisión de algunos detalles menores. Por lo demás, el grueso de lo que aquí relato es, como solía decir un entrañable editor, rigurosamemte cierto.
Conocí a Jorge Rivelli y a Esteban Moore en 2003, en ocasión del XI Festival Internacional de Poesía de Rosario, al que yo había ido en calidad de simple invitado. Esteban Moore fue con el poeta estadounidense Craig Czury, de quien era traductor, y con ellos estaba Rivelli.
Como es sabido, lo mejor que acostumbran tener los festivales es lo que rodea o puede rodear en términos gastronómico-sociales al festival propiamente dicho. El festival en cuestión se extendía por tres días, y la organización había dispuesto el alojamiento en diversos hoteles para todos los invitados. Aquí mi primera brecha en la memoria, que salta directamente a la imagen de estar compartiendo almuerzos, cenas y tragos con Moore, Czury y Rivelli, en grata camaradería. De qué modo entablamos contacto, no lo recuerdo bien. O quizás sí.
Las raíces familiares de Moore y el interés común en la poesía irlandesa debieron favorecer el diálogo y la afinidad, seguramente. Por su parte, la simpatía y la calidez de Czury, que sedujeron a todos los asistentes el día de su lectura, eran tan grandes como su tamaño corporal.
En cuanto a Jorge, todo el que lo haya conocido coincidirá en que la primera impresión producida por Rivelli podía ser, por decirlo de algún modo, desconcertante. La exorbitancia de su discurso es sabida, sin duda, como es sabida también la generosa naturalidad –o la natural generosidad– con que iniciaba una amistad, como si en realidad estuviera continuando algo ya preexistente o determinado. En mi caso, la respuesta afectiva que generó su actitud fue instantánea. Desde aquel año hasta el presente, aún sin tener un trato asiduo en los hechos, mantuvimos contacto de manera regular. Y debo decir que casi siempre a instancias de él. Difícilmente pasara mucho más de un mes sin que llamase por teléfono para saber de mí, y para charlar de libros, autores, ideas, etc., sin olvidar, claro está, el necesario y reconfortante chusmerío de ambos lados de la línea.
En lo personal, mi cultura alcohólica es menos que pobre. Y mi resistencia a la bebida se mide en goteros. Evidentemente, no era el caso de Moore, Czury y Rivelli. Fue entonces que ocurrió. Creo que era en la mañana del segundo día del festival, cuando estábamos en el bar pegado al Centro Bernardino Rivadavia. Sobre qué era la charla, imposible decirlo. Pero sí recuerdo que un par de ojos se iban enturbiando de a poco, y que un habla se hacía gradualmente más pastosa. Entonces, en un momento, vimos a Jorge absoluta, profundamente dormido con la cabeza sobre la mesa. En este punto, Esteban sostiene que Jorge quiso remedar a Dylan Thomas, no sé si expresamente o no, sustituyendo 18 whiskies por ginebra. Tampoco sé si fueron dieciocho. Pues bien, el punto era, ¿y ahora qué hacemos?
La solución, con dos finales no necesariamente incompatibles, vino de la mano de Craig Czury. Dicho esto de modo casi literal: de las dos manos, habría que decir, y del hombro derecho. Mencioné que Czury era corpulento. También era forzudo. Sin el menor prurito, se levantó de su silla, se cargó a Rivelli al hombro y lo llevó así una media cuadra, en pleno día, caminando tranquilamente hasta una parada de taxis. Rosario es populosa, y no faltaba gente para mirar la escena. Aquí viene la discrepancia respecto del final. Según Esteban, lo subió a un taxi y lo llevó hasta el hotel (que estaba a unas cuatro cuadras), donde lo dejó desplomado en su habitación. Yo creo que no fue así. Porque tengo la imagen de haberlo seguido una o dos cuadras, así que debió hacer seguramente el trayecto entero.
Hacia el atardecer lo vimos aparecer. Jorge Rivelli. Sólo preguntó qué había pasado, que no era de noche y se despertó en la cama.
La amistad quedó sellada.
Gerardo Gambolini Poeta y traductor.