Jorge Rivelli (1954-2020) Tinta Horacio Spinetto |
Siempre hay algo que es lo primero que se extraña. En el caso de Rivelli, de Jorge, es la voz, sin duda. Porque quien le entendía la voz, lo sabía, lo llegaba. Y el que no, no. Voy a decirlo aunque sea una redundancia, porque el recuerdo está hecho de fragmentos, de redundancias, de repeticiones, de imágenes que empiezan a modificarse, a ser inopinadamente otra cosa, distinta materia, sustancia. Tiempo. Hay que decirlo: la voz de Rivelli era el relieve de su poesía, la misma cosa. Sus movimientos ampulosos y en extremo vitales, eran su letra dibujada con la cross sobre libretas que apretaban el verso en prolija y obsesiva imprenta. Sobre las hojas el sello violeta y circular del ángel y del diablo rector. El membrete clandestino del bar. Rivelli era un grandísimo lector, cosa no muy sabida, o mencionada. Su poesía, que era como una gacela fusilada sobre terciopelo, tenía una reverberancia de sólida cultura, de lectura muy amplia. Su iceberg, que fue el grito, el aullido, deja ver hoy el monumento sumergido, el cuerpo de los abrevaderos prolijos de su pulcra biblioteca. Como pocos poetas, vivió y murió como un poeta. Fue una llaga en vida: la llama de su amado Dante. Llenó los casilleros con proyectos, acróbata, jugador al fin. Hizo de la amistad un patrimonio, una ceremonia íntima, una fiesta de kermese sin horario de cierre ni de apertura. Tuve el privilegio de ser su amigo, de compartir proyectos y charlas interminables. Vimos la niebla juntos y pudimos reírnos. Hasta el final, seguimos hablando de poesía, metidos con pasión en la cosa. Tenía un nuevo libro en la cabeza y me lo contaba. Lo acompañó de manera ejemplar la familia, sus amigos, su mujer, Alejandra, como se acompaña a alguien único. Lo primero que se extraña es la voz, que decía su poesía, no por boca de los dioses, sino por boca del poeta.