Fernando Denis |
Borges,
un hombre ciego, cansado, lejos del tiempo y dado al infinito juego de los
sueños, se mira en un espejo cuya habitación podría estar en una novela de
Wilkie Collins o de Kafka. Es inconcebible que un hombre ciego pueda mirarse en
un espejo, pero Borges está frente a éste y busca en su rostro el rostro de
todas las personas que ha visto en el pasado.
Se halla
sentado en un sillón; viste completamente de blanco. Inmóvil, fascinado, Borges
no ve por los cristales de la ventana el alba que reverbera en los tejados. En
la calle pasa un lechero, un perro de manchas negras ladra en una
esquina.
El ámbito
lo conforman una enorme biblioteca con todos los libros. No debe extrañarnos
que todos estén llenos de notas y subrayados. Hay un escritorio de caoba, una
enciclopedia británica y una carta sin despachar sobre el escritorio. Un busto
de Domecq, el escritor, y una réplica de Gnei autografiada, dominan un rincón
de la estancia. Borges sonríe, maravillado. El reloj de pared tic tac marca las
seis.
La labor
lo ha cansado, piensa que la realidad es mucho más pesada que los sueños, pero
eso no debe distraerme, se dice.
En la
primera planta, abajo, hay una sala grande con un gramófono, dos jarrones con
dorados grabados chinos, un reloj de arena, un ajedrez de mármol, un cuadro del
siglo XV del ilustre Amir Ibrahim Midis y una chimenea donde arden las últimas
astillas de leña. En el centro, junto a la chimenea, sobre una alfombra donde
hay dibujado un angustioso laberinto, reposa un tigre de bengala. Es un
ejemplar hermoso, suave como el oro, de piernas fuertes y la mirada inocente de
un niño. Está echado sobre la alfombra y duerme.
Borges se
mira en el espejo. En su fantástica invención ha logrado concebir, entre los
rostros que pasan por el incesante espejo, (esos rostros que forman su pasado
unánime en la realidad, en los sueños y en los libros) uno que es asombroso,
que se perfila en una tarde parecida al amor. No sé su nombre; es una mujer
irlandesa o noruega, de rasgos finos, ojos grises y una sonrisa perfecta. Esta
mujer es hermosa porque no la asociamos con nadie, sólo con su belleza. Parece
de verdad.
“Es el
amor. Tendré que ocultarme o que huir. Crecen los muros de su cárcel, como en
un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única.
¿De qué me servirán mis talismanes?”
Las
mujeres borgesianas siempre me traen estos versos. El amenazado es, a mi
parecer, un extraordinario poema. El amor es un peregrino cuya eternidad está
en el pasado. La mañana que cae sobre aquella mujer se detiene. En el universo
(en ese impreciso universo del amor donde todo ocurre fuera de tiempo) corren
ahora todos los poemas para conjurar un momento. La ciudad empieza en los
jardines, la noche empieza en el alma. Un sueño tiene sueño, pero Borges se
pasea por un bosque; esta mujer que ha visto en el espejo lo acompaña. Se
detienen en un banco de madera. Observan el cuadro de hojas secas, la hierba,
la soledad abriéndose entre sus páginas, el río innumerable cuyas aguas
inundaron nuestros sueños y la locura de Heráclito. Dos almas progresan aquella
noche. El fervor de una caricia, o el roce de una boca son cosas que de vez en
cuando abolen el universo. Este paisaje abarca dos horas antes que empiece a
caer la nieve. La noche está atareada con los amantes y se dormirá con ellos
hasta el próximo capítulo.
En la sala
el fuego se ha extinguido. El tigre duerme soberbio, resplandeciente,
inmortal.
El espejo es
pequeño, del tamaño de su rostro. Borges había pensado en uno de cuerpo entero
pero temió distraer la atención al verse las piernas. Su rostro ha adquirido
una blancura mortal, tiene la palidez de un busto que vio en Boston. La mañana
está en lo alto, el sol impetuoso. A medida que se oye el tic tac incesante del
reloj, no cesan de pasar los rostros por el espejo: caras tensas, alegres,
marchitas, adustas, inexpresivas; Nohora, Virgilio, Ulrika, Funes, Hernández,
Elena, Lönrott, Platero Haedo, Ulises, un vendedor de Adrogué, un teólogo
alemán, un orillero, un alquimista del siglo XIX, un poeta sajón, una chica en
bicicleta que corre por las páginas de un libro olvidado, un actor. Este
cortejo de caras que parece infinito lo ha demorado varios días. La soledad
abarca varios siglos. Escasamente se puede ver el mundo desde un espejo sin que
nos depare una felicidad o un horror. La emoción y el sueño que lo embargan en
esa extraña gimnasia no demoran en desconcertarlo, pues un hacho fatal y
peligroso se aproxima: en el espejo aparece un nuevo rostro, el rostro de un
antiguo enemigo. Borges recuerda haber escrito un cuento breve sobre este
hombre resentido. También recuerda con inusitada claridad haberle hecho daño
cuando era niño.
Empiezan a
escucharse unos pasos en la escalera, son pesados e irregulares. Borges no
tiene miedo, pero se sabe ahora un pobre ser indefenso, igual que aquel niño
que lastimó una vez. Ese hombre, ese sincero enemigo, no cesará nunca de
buscarlo para cobrar venganza. Los pasos resuenan en el pasillo. “Tal vez el
que se aproxima sólo sea un insólito personaje de Lovecraft que pretende
asustarme”, se dice con una tímida sonrisa. Aparta la mirada del espejo y la
fija en la puerta. Sabe que algo inconcebible está a punto de ocurrir. Ser
atacado y muerto por un personaje que hayamos imaginado en un cuento es algo
que supera a toda la literatura fantástica. La vez que el enemigo fue a
visitarlo pudo salvarse de morir: en el instante crucial, Borges despertó para
que luego el suceso pasara a la posteridad como un sueño o simplemente como
ficción.
Pero ahora es
distinto. El hombre no demora en llegar y la situación es tan real como la
mañana, el escritorio, la carta (Querida, imprescindible María: he traducido
los poemas de Aracne. Es excelente. Hay algo de Yeats en ellos, y de Kipling.
También algo de ese amor que Helena legó a los griegos), los libros de la
biblioteca y el espejo. Borges está inmóvil. Siente que el visitante está en la
puerta, que su mano agarra el picaporte, que lo gira. Es una de las pocas veces
en que entendió que el simple hecho de agarrar y girar un picaporte para abrir
una puerta no era algo tan frívolo. Recuerda (ahora que su vida tan llena de
años, tan lejos del tiempo, depende mucho de los recuerdos) a Virgilio, pues no
le fue permitido entrar en el paraíso; piensa en la piedad, en la compasión que
sintió Dante. Es uno de los pasajes más tristes de toda la literatura. Ahora no
le importaría confesar que es cobarde, pero sabe que no implorará piedad. El
hombre abre la puerta lentamente, entra en la habitación. A pesar de su edad,
de sus avanzados años, se nota que el tiempo ha tenido compasión con él. Está
recio, implacable. Tiene en el rostro esa lozanía de los que están
acostumbrados a la espera. Se mueve con la ayuda de un bastón. De pie, en medio
de la habitación, observa a Borges: lo mira con un rencor desmedido, tal vez
deseando verlo morir lentamente en la agonía como las tardes en el mar.
El péndulo en
la pared oscila su canción infinita, tic tac, pero es obvio que para estos dos
hombres el tiempo se ha detenido. Borges no muestra el más mínimo signo de
oprobio. Le parece admirable su rigor, su absurda invención, su insólito
proceder como perseguidor y enemigo. “Ese hombre inverosímil ha leído a Wells,
a Hawthorne, a Edgar Allan Poe. Cualquier escritor estaría interesado en
conocer a este tipo.” Borges sabe que no hay manera de salvar su vida y se
resigna a la unánime suerte de morir. Desde un comienzo supo que su destino
sería literario. Piensa en Johnson, en Carlyle, en De Quincey, en Milton. “¿De
qué me servirá ahora haberlos leído? Morirán conmigo”. Siente un extraño
afecto, una especie de lástima por ese hombre que fuera suyo en un cuento
ejecutado torpemente.
El hombre saca el arma con decisión y dice con voz
apremiante:
—Ese
espejo, Borges, te ha enloquecido.
—Yo
sólo puedo ver en el espejo —dice Borges con una teatral serenidad.
—Los
espejos traicionan a los hombres —sentencia el hombre mirando el espejo como
otro adversario.
—Ellos inquietan la realidad y nos privan de la inocencia.
Cada vez que nos miramos en el espejo tenemos menos cosas que ocultar.
Dispara
contra el espejo certeramente. Los pedazos de vidrio saltan volando del marco
metálico y se desperdigan por el piso ajedrezado. En ese instante, la escena se
esfuma. Todo deja de existir.
En la sala el ruido del disparo despertó al tigre que
soñaba.
Fernando Denis (Ciénaga, Magdalena, Colombia 1968). Ha escrito La
criatura invisible en los crepúsculos de William Turner (1.997),
considerado uno de los mejores libros publicados en Colombia durante
el siglo XX, Ven a estas arenas amarillas (2004) y El vino rojo
de las sílabas (2007). Su poesía ha comenzado a despertar interés dentro y
fuera de su país, y su libro, La geometría del agua, publicado por Grupo Editorial Norma, presentado en la Feria del Libro de Buenos
Aires, y en Maguncia, Museo de papel, grabado y estampa de Argentina, se está
traduciendo al inglés, al francés, al alemán, al ruso y al bengalí.
Contemporáneos como William Ospina (Premio Rómulo Gallegos 2008),
Juan Gustavo Cobo-Borda y José Ramón Ripoll coinciden en señalar que
Fernando Denis es una de las voces actuales más originales en la poesía de
América Latina. Se preocupa también por el paisaje exterior, como el que
contienen las tonalidades de la naturaleza. Algunos de sus poemas se inspiran
en las pinturas crepúsculares de William
Turner. La cadencia y la sonoridad de sus poemas recrean imágenes, músicas
y conceptos decimonónicos como el prerrafaelismo,
corriente artística de la era
victoriana que lo ha impresionado; en algunos poemas como los
monólogos de sus personajes femeninos, las voces tienen mucha fuerza íntima. La
embajada de Colombia en Delhi y la academia de letras de la India, Sahitia Akademy,
editaron sus poemas en inglés y lo condecoraron como el poeta más
representativo de su país y una voz literaria
sobresaliente de las letras contemporáneas.