lunes, 28 de octubre de 2013

WILLY GÓMEZ MIGLIARO: ESCENA PRIMA




Willy Gómez Migliaro






















                                                         Lo sé, hemos crecido en los mismos jardines oscuros.
                                 
                                                                                                                YVIS BONNEFOY



CAPRICHOS DE LA SRA. BEATRIZ MIGLIARO

Ud. pasea con un cigarro entre los dedos por las anchas avenidas de Magdalena,
y luego vuelve a la escena oscura de velas rojas y ollas con camotes asados
mezclando miel y resurrección frente al árbol de navidad.
Hay al principio una atmósfera de tumba
que prepara la luz
de una campana que nos llama con su preludio
de jardín y cinzano,
mientras Ud., a propósito de la bulla, de los guisados y las ventanas
de luces como ojos de niños excitados,
sufre la torcedura de sus dedos y besa al Señor de los anillos
que ha traído rosquillas de manteca, fruta seca y bizcochos de yema.
Entonces Ud. dice:
Ah, Señor, cuánto significan para mí los amigos
esta noche de diciembre.
Y vaya que estoy ebria. Béseme, por favor,
reconozca la boca de humo
de los barrios, de los hijos y del amor.

Después se aparta
y ríe frente a otros monumentos fantasmas que
llenan de imaginación sus evangelios preconizados.

Ud. es tan invulnerable
que nos llama desde un hospicio con manzanas rojas
y frente al árbol de navidad,
con campanas y música afilada por sus ángeles extremadamente ocultos
que nos extienden sus alas de yeso,
canta las cosas que la gente ha deseado.

Ud. nos abraza y vuelve a admirar sus monumentos en un trance de floración cuidadosamente definidos,
con el sentimiento en la rodilla
y los besos del fuego alzados pacíficamente desde la soledad.

Así somos frente a su árbol de navidad (yo lo sé
cada vez que el tiempo deja este olor a jardín y cinzano),
menos tristes por lo que no tuvimos,
seguros en el Golfo,
en la niebla de Egipto
y en los desiertos
donde también crecerán como los árboles de navidad
sus huesos de sepia.

A-ME PADRE

A causa del Moisés, del Mago que fue: doméstico, ordinario, hombre hermoso mojando su rostro entre lágrimas que caían de sus ojos,
mi padre (¿tenía su figura augusta?) era el religioso.

Cuando preparaba su cebiche haciendo del pescado un charco amargo,
yo lavaba las cebollas y entretenía (porque podía entretener) a los pocos cangrejos
que aún sobre la mesa manifestaban su dolor.
Entonces pensaba, con mis dolores de cabeza, aquí en mi casa de seres vulnerables:
la pérdida definitiva de su religión
                                 lo libertará.
A causa de su silencio, aunque J.P. no era como él que cantaba de rodillas
frente a las olas; a causa de sus sandalias viejas que acomodaban sus pies deformes;
a causa de su prisión mientras me daba cuenta de su poca elegancia, le besaba el rostro
y comprendía que no era la primera ni la última, mi valse de la tarde a los muertos.

¡Ah padre!  -yo me decía-  todo esto va a cambiar a causa de lo que muy poco das
para revolucionar mi vida, de lo que ya no espero como tus ansias,
fragmentando el pequeño infierno de la satisfacción.
                                                       Todo esto va a cambiar. No vendes a tu dios
y sus ideas (¡aunque deberías venderlos!), pero tus manos
tristemente recorren tu cuerpo y los cabellos de Beatrice,
                     mientras los rezos de oscura fragancia nos aísla.

Así lo reconocía, rezaba solitario, elegante como un geranio en la palma de mi mano, siendo servidumbre de una herencia; así
entre limones y olores de pescado, cerca del sueño, renegando con la lluvia de Lima. Queriéndonos finalmente cuando cantaba:
                                                       y yo somos la esperanza, el reino;
descuajaringuémonos, hijo mío, acontece que, descubriendo tu verdadero arte,
pueda mi hora, la de los resentimientos a la vida, volver.

La hora de la tarde se perdía en nuestras memorias por unas cuantas cervezas,
y yo no sabía, de pronto a quién esperaba, quién sería su invitado.
Rápidamente se ponía su saco marrón. Gotas de colonia caían de su espalda,
mientras en el espejo su alma se retorcía como un gato chocho y nocturno. Fumaba. ¡Era la procesión! ¡Era la procesión!
-¿Qué sabe de ti una esfinge de yeso?  -yo le decía-. Nunca lo supe.

Seré sincero. No conseguía llevarlo al extremo de la duda, era un rompecabezas hindú, sin embargo, el bullicio de los barrios traía consigo la belleza de una religión
pero no trae -como le decía Beatriz- el amor que promete todo
sino solo la anunciada y serena tristeza de tus valses.
                                        
                                       Olor a uvas (¿eran olores raros en invierno?),
olor de la mujer  que nos amaba, olor de nuestros cuerpos de familia brillando
ante la esfinge donde uno de los dos perdía la razón y callaba
a causa de lo que no fuimos, de lo que no trajimos.

Entonces
con el rostro blanquecino de la esfinge y los labios rotos, me decía: 
                      porque nunca tuve a mi padre para una oración bíblica,
porque J. P. ya renunciaba a las olas del miedo y conservé por
ambición al mismo fantasma de septiembre
y fue cruel porque el fantasma traicionó
a causa de lo que esperé,
de lo que sigo esperando
sobre la tumba crecida de tu infancia.

Yo que estuve cerca de su corazón: lavando cebollas, entreteniendo
cangrejos, pensando en la pérdida definitiva de su religión,
me desvié de la senda de las cabras.

¡Ah, si supiera qué solo y enfermo me siento a veces!

LA MIRADA ATRÁS

Recojo los caracoles que se detienen en el garaje de la casa de M
Marco en el calendario
                                 los días de llegada de cada una de estas babosas.
                         Contribuyo al negocio de M
                         y busco más de estos animales. Baba de caracol
para las arrugas, baba de caracol para los dolores musculares,
baba de caracol
                            para tus huesos débiles por el tabaco. Ah
                            el animal cura, mi gran amor, y no lo sabía.
              Ahora yacen dispuestos sobre las verjas
                                             y también
sobre la caja de herramientas que ha olvidado mi suegra.
Suenan mis oídos con el sonido que hace mi cuñado A
                       al martillar el tubo de escape de su camioneta blanca.
Desisto, por un momento, de mi rutina
y comunico a mis inquilinos, a través del teléfono,
el nuevo pago de alquiler.
La caminata me envuelve de tiempos,
y es como si creara una ausencia de pistas transponiendo otros barrios.
La tarde apenas quiere terminar.
    Mis vecinos me esperan, voy al rescate de ellos
que se conducen con seguridad a firmar los documentos de alquiler.
Agarrada a su perro, la Sra. S cree mover la mano de sus pensamientos
para no quedar desamparada;
el Sr. R aprovecha para hablar de abrigos y ternos a un precio cómodo
y no puede convencerme de confeccionar uno para mí;
V confiesa que no tiene dinero. Ya nadie tiene dinero, dice,
para quines venimos de provincia es difícil conseguir dinero;
J recibe con gratitud un contrato del banco.
Pronto estará afuera, tímidamente en la lluvia,
recordándome a su padre cuando salía de la imprenta
de la calle Daniel Nieto
en el Callao
e iba hacia <<los asimientos del futuro>>.
¿Cuáles?
        Me explica.
Todo fue a pedir de boca cuando los niños se quedaron solos
                                 y mi padre no apoyó a los obreros gráficos
y vino la traición de C que ya no podía seguir callando.
Cuando regresé de comprar gasolina para el carro de B,
encontré a mi padre con los brazos ensangrentados en la habitación de E.
B lloraba.
B llora, hasta ahora,
las decapitaciones de su cuerpo que nosotros no supimos limpiar.
Es cierto, J  -pienso-
cada día crece una familia espléndida en la tragedia.
Pero también es cierto el aprendizaje de la limpieza
como dicen que hizo Rodolfo
y no para la felicidad sino para la salud. 
J me hace daño cuando habla,
nunca avizoro un signo de palabras felices en su vida. Debo irme.
                             Se amarilla la piel de los enfermos en Lima. Los veo
en los bancos, en las escuelas y en las calles. Se mueren finalmente
   con destellos de tristeza en los ojos.
Ahora hay una distancia entre ellos y yo, entre la conversación
de mis inquilinos y la sombría decisión de los sobrevivientes,
entre el negocio de caracoles de M que hecha luces
        y mi forma de contribuir a un film oscuro.
Fumo un cigarro premier camino a casa. Cuídate de los perros, me digo, 
en la siguiente calle o toma otro camino
y ya no regreses. Ya no regreses ahí.

WILLY GÓMEZ MIGLIARO (Lima, 1968) Poeta. Hapublicado: Etérea (Hipocampo Editores, 2002), Nada como los campos (Hipocampo Editores, 2003), La breve eternidad de Raymundo Nóvak (Hipocampo Editores, 2005), Moridor (Pakarina Ediciones, 2010); Construcción civil (Paracaidas editores, 2013) y Nuevas batallas (Arteidea editores, 2013) Compilador del libro OPEMPE, relatos orales asháninka y nomatsiguenga (2009).