Miguel Ángel Sanz Chung |
I
Nada queda
ya en la rama
que se
parezca al verano,
nada que
tan siquiera semeje el más tenue deseo.
Y aunque más allá del campo y las avenidas
tampoco existe
nada,
parece inminente abandonar la copa
para perderse entre
los bosques,
las ciudades,
y buscar por todos
los caminos.
Es tan
comprensible,
casi inevitable,
que una hoja se interne en la noche
y deambule de un lado
para otro
por cualquier paraje
o sendero.
Es tan
necesario,
totalmente ineludible,
que encuentre cobijo debajo de un banco
y se
aferre
-casi con violencia-
a otra hoja extraviada,
para
alimentar juntas, con la misma ansiedad,
el primero de sus deseos;
porque
afuera en el parque,
a sólo unos pasos,
en medio de la plaza,
un alcornoque
mira a un cerezo
como una fuente
mira a una estatua,
como un cerco
mira a una casa,
como una montaña
mira a otra montaña,
sin
disgustarle siquiera,
sin complacerle tampoco,
exactamente con la misma atención que merece la
niebla,
o un
ligero cambio en el viento,
o un
atardecer algo precoz
en un cielo,
tal vez, despejado.
VI
El árbol es el sueño,
la utopía.
La
hoja sobre el suelo,
bocarriba,
justo cerca de mi cuerpo,
es lo único real.
Infinitas
veces esta hoja habrá intentado caer
bocabajo, para ovillarse como un armadillo,
para cerrarse sobre sí misma como una pequeña
esfera, como una piedra insignificante que pase
desapercibida; bocabajo, para lograr ser algo
o
nada que se pierda entre la maleza, entre el pasto
seco, sin que nadie se dé cuenta de su presencia.
Porque bocabajo nadie te conoce; sólo reconocen
otra espalda, otro lomo. Bocabajo nadie sabe
cuál
es
la forma de tu rostro, ni si tienes los puños
cerrados, si apretas los dientes, si frotas el cemento
con la
frente o con los ojos. Bocabajo pueden
ahogarse hasta los gemidos; hasta las lágrimas
pueden sorberse bocabajo.
Y esta hoja lo
sabe. Y yo sé que todo este tiempo
ella ha estado retorciéndose como una tortuga,
pataleando desesperada, mostrando -para su
humillación- las estrías de su vientre a los paseantes,
a
los perros, a los insectos.
Bocabajo nadie reconocería el dolor en su rostro;
hasta la muerte podría llegar y no sabría si allá abajo
es
tiempo de tormentas en la frente o si el sol ilumina
un cielo despejado. Bocabajo no estaría
obligada a
mirar el mundo, ni el mundo podría mirarla, totalmente
desnuda, sobre la acera.
El árbol no existe.
El bullicio
de sus ramas
es puro rumor,
sólo mentira.
La
hoja sobre el suelo,
bocarriba,
es lo único real.
Justo cerca de mi cuerpo,
apenas a un metro de mis manos,
pero
sólo a unos centímetros de mi pie.
Y
el impulso de posar todo mi peso
sobre su cuerpo,
para sentir el placer de oír cómo crujen,
uno por uno,
todos sus
huesos,
es algo que me es imposible evitar.
Y
ella lo sabe,
pero no lo
entiende,
ni
me perdona;
para que ello fuera posible,
tal vez le habría hecho falta
poder
andar sobre dos piernas.
(De Quién las hojas)
Poema para ser escrito en el espejo
Ni Homero ni Dante,
ni Catulo o Safo,
ni Li Po, Tu Fu o Wang Wei,
ni Basho ni Kobayashi,
ni Góngora ni Quevedo,
ni Goethe o Blake,
ni Whitman,
ni Raimbaud,
ni Baudelaire,
ni Huidobro o Paz,
ni Lorca, ni Vallejo.
Lo sé cuando camino por la acera
y resbalo por la lluvia o el hielo,
cuando caigo bocarriba
y todas las miradas se fijan sobre mí;
lo sé cuando limpio las vitrinas,
cuando sirvo una copa,
cuando llevo la bandeja
y escucho el chasquido de los dedos,
los siseos, las llamadas;
lo sé cuando me miran con desprecio, con burla
o con encono;
cuando tomo la libreta
y apunto cada una de las órdenes
y “sí señor, ahora mismo, desde luego”;
lo sé cuando quiebro la vajilla,
cuando friego los platos,
cuando me corto los dedos
con los bordes de las cajas de cartón;
lo sé cuando doblo la espalda para barrer el suelo,
para recoger una por una las colillas,
las servilletas, las gomas, los caramelos;
lo sé cuando vuelvo a casa de madrugada
y camino liberado por los parques desiertos,
cuando caigo sobre la cama
como un árbol recién talado
y sueño con bandejas, con vajilla,
con familia;
lo sé cuando despierto
y en medio del sopor también lo olvido;
lo sé cuando estoy una vez más frente al espejo
y veo mi rostro casi familiar
pero más bien desconocido;
lo sé cuando tomo
como la primera vez
mi lapicero
y escribo los primeros versos
sobre mi cuaderno:
Yo soy el mejor poeta del mundo,
sólo es el mundo el que aún lo ignora.
Gárgola
Pido perdón
si he dedicado mi vida
a seguir el rastro de la muerte,
si a fuerza de tal devoción
he tomado su rostro
y alguna de sus costumbres.
No los condeno por odiarme,
ni por preguntarse
qué infeliz desquiciado
pudo colocarme en la corniza de un edificio.
Tampoco los condeno por huir de esta mirada
o porque prefieran el encierro
a encontrarse con mi pecho en medio de la oscuridad.
Pocos son los que se dejan envolver por mis alas;
la mayoría prefiere el infierno de sus vidas
antes de entregarse al misterio de la noche.
Sólo hay algunos desdichados
que se acogen sin amor a mi auxilio,
pequeños desesperados
incapaces de llegar a esa decisión con serenidad;
porque todos sienten el mismo odio por la vida,
pero son muy pocos los que se entregan con alegría
a la mirada de la muerte.
Yo soy uno de esos pocos;
pero ustedes no imaginan
la terrible condena que pesa sobre mí,
ni imaginan lo difícil
que es cargar con este cuerpo de piedra todas las
noches,
arrastrar estas enormes alas
que me pesan como dos lápidas
y desgarrar el cuerpo de algún desgraciado
que no entiende el favor que le hago.
Ustedes no saben
lo que es soñar todos los días
con el mismo milagro
(en
pleno mediodía
mi
cuerpo se desprende de la piedra
y
cae sin límites ni barreras,
haciéndose
uno con el vacío,
hasta
estrellarse contra el asfalto
y
desplomarse como una estatua de arena),
no saben lo que es sentir la felicidad
de cada partícula sobre el suelo,
creer que también existe un final para mí,
y luego tener que despertar en medio de las sombras
apretando el cuello de otro desdichado,
obligado a tragarme la envidia
de su muerte.
(De Paciente 164)
Habitación
Elegir
entre el día
y su marea de luz penetrando a través de mis sienes
o la noche
que hace saltar ladrones del armario
que acuesta cuerpos transparentes sobre mi cama
y me arranca detrás de la lengua un bolo de sangre
coagulada
Elegir
entre los gritos familiares que suben por las
escaleras que se cruzan como puntas
de
lanza desgajando los pechos
o la voz desconocida que se asoma por la rendija
la mano que me tapa la boca y me sumerge para
ahogarnos bajo las frazadas
la sonrisa que se vuelve llanto cuando cruzo la puerta
el llanto que se vuelve carcajada que se vuelve
sollozo hoyo profundo de estómago
negro
Elijo
el abrazo que es caricia que es azote contenido
el aullido que se agota que desmaya que regresa a intervalos entre labios
crispados
que se liberan con besos
Elijo
la silla repleta
la cama endeudada
los cajones vacíos
el cuerpo tangible que me acompaña
mientras veo las sombras de los guerreros
que de un salto alcanzan el alféizar de la ventana
y del alféizar se arrojan por fin al abismo
(De Casa Abandonada)
Miguel
Ángel Sanz Chung (Lima, 1979) Terminé la
carrera de Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Perú) y
homologué mi título al de Licenciado en Filología Hispánica en la Universidad del País
Vasco. Pertenecí al grupo de creación y publicación literaria Sociedad
Elefante. He publicado los poemarios La Voz de la Manada (2002), Quién las Hojas (2007), Paciente 164 (2009), Casa Abandonada/La Casa Amarilla (2011)
y Arte Rupestre (edición electrónica). Desde el año 2004 radico en
Pamplona, España. Actualmente estudio el Grado de Psicología en la UNED.
Sobre la poesía de Miguel Ángel Sanz Chung:
Con cinco poemarios en su haber, Sanz Chung se ha
convertido en uno de los poetas peruanos recientes más prolíficos. Su poesía
fue aclamada casi desde sus inicios, por lo que es reconocida en el medio. En
su estilo podemos encontrar, a menudo, un trabajo dedicado y minucioso con la
palabra, honesto en las reflexiones y en las imágenes que propone logrando,
usualmente, una cadencia que ayuda al lector a internarse en el contenido de
cada poema. Su temática gira en torno a la familia, el y su recuerdo o a la
naturaleza, siempre apelando a una sabiduría personal para lo que hace uso de
un tono unas veces narrativo, otras irónico o con humor. Su obra es, en efecto,
una de las más regulares entre los jóvenes poetas, teniendo por costumbre
entregarnos poemarios bien ejecutados.
Mario Pera: Mirando sobre el heno. Muestra de poesía peruana reciente
Pesa. Pesa bastante y suele abrumar a no pocos el
saber que, de algún modo, eres heredero de las palabras de algunas de las más
grandes figuras de la poesía en lengua hispana. Tener entre esos “ascendientes
poéticos” a escritores de la talla de Eguren, Westphalen, Adán, Moro, Churata,
Eielson, Varela, Hinostroza, Cisneros o Watanabe, quienes conforman un
concierto bien afinado de voces, es una piedra muy pesada en el bagaje de
cualquier poeta. Y no hablo aquí de Vallejo por un olvido involuntario, sino
porque, por el altísimo nivel de su poesía, considero que este ha pasado a
formar parte de la tradición poética mundial, y no sólo de la peruana. Todos
estos poetas mencionados, y varios más, han elevado una valla tan inexpugnable
como espléndida para quienes apuestan en estos días por escribir poesía en el
Perú y publicarla. Siempre con la intención de estar a la altura de una de las
tradiciones líricas más sólidas e importantes en el siglo XX, como lo es la
peruana.
Sin embargo, llegados al nuevo siglo
y luego de un par de décadas en las que hubo un ensimismamiento de la poesía
peruana contemporánea (creo producto del conflicto social interno y de la
política represiva que gobernó el país en esos años), han saltado a la arena
nuevos autores quienes se encuentran en la ardua tarea de redefinir y
configurar un norte para la poesía escrita en un país que, valgan verdades,
poco o nada valora y aprecia la trascendental función que para su cultura,
identidad y desarrollo ostenta la poesía. Estos noveles poetas, quienes
iniciaron su obra en los primeros años de la década del 2000, y otros a partir
de la década del 2010, continúan en un caso condensando su propuesta y, en
otro, en plena indagación y estructuración de un proyecto poético personal.
Es en este panorama, quizá no tan
alentador, que han surgido las voces de poetas los que no tienen nada en común
pero que, de tenerlo, ese único punto es, a mi juicio, la responsabilidad y
voluntad férrea con la que abordan su labor creativa para acercarse (o
alejarse) del hecho poético y transitar por el centro y los límites, nunca bien
definidos, de la poesía.
En Mirando sobre el heno. Muestra
de poesía peruana reciente, mi intención es el
ofrecer una mirada a la poesía de autores peruanos nuevos, cuyo trabajo me
parece atendible y serio. Poetas a los que de manera arbitraria califico como
“jóvenes”, pese a que para muchos, sea por edad o por los méritos logrados por
su obra, ya no lo son. Como bien sabemos el criterio de juventud siempre tendrá
sus reparos, más aún en la poesía que es un terreno en el que aquel es un
concepto aleatorio, siendo que esta vez me decidí por fijar el límite de
selección para poetas que a la fecha (diciembre de 2014) han cumplido, máximo,
los 35 años de edad.
Se trata de poetas que han iniciado
su camino con la venida del nuevo siglo y quienes han nacido en distintas zonas
geográficas del país, por lo que proceden de entornos sociales y culturales
disímiles entre sí. Doce poetas peruanos, ocho de la capital y cuatro de
provincia, repitiendo estos mismos números en cuanto a género. Lo que espero
proporcione una visión general, jamás total, de lo que los poetas recientes
vienen creando por este lado del mundo.
Por supuesto, la presente muestra en
ningún momento pretende ser restrictiva o excluyente, y menos aún del tipo
canónico, pues ello sería un completo absurdo y, más, una necedad. Mi propósito
se centra aquí en dar a conocer parte de la obra lírica de jóvenes poetas
nacidos en Perú que, en mi criterio, merecen ser leídos con atención.