Alberto Hernández |
El paraíso en cuestión
El escritor, como amo, ama
la lengua, pero lo que ama no es
la lengua abstracta
sino la lengua del corazón, el cuerpo de la lengua,
la
sustancia adherente, inseparable ya de sí mismo, por donde
se
deslizan sus máscaras y desvelos.
Sabor y saber de la lengua.
María Fernanda Palacios.
Signada por la presencia de
José Lezama Lima, Palacios recurre a una definición particularmente visible,
“el cuerpo de la lengua es una sustancia adherente”, porque al señalar la
poesía recurre al cuerpo tocado de la lengua, donde reposa el verdadero
fundamento del imaginario, la utopía
desenterrada, el espejo del paraíso verbal.
Desde esta orilla,
apostamos entonces al cuerpo de la lengua
cuando expresamos, no el manido concepto de identidad, sino la propensión a ser
de quien “hizo” un idioma. Desde la duermevela del monje benedictino Gonzalo de
Berceo, quien jamás supo de dónde provenía su afán, aunque el amor místico haya
sido posible por el rigor impuesto en medio de una sociedad ritualizada por el
Santo Oficio o el oficio de los santos. Para Berceo la tierra y el cielo
estaban unidos a través del corpus de
la revelación divina, de allí los imaginarios místicos refundados hoy por el
fragmentarismo del yo y la esencia corporal del Otro, en nuestro sincretismo
esquemático (la antropología también se asume utópica), en este mestizaje que
es un cuerpo indefinido aún, porque nuestra ¿identidad? sólo existe en la intratabilidad de su propio cuerpo,
sólo posible en la lengua.
Palacios se vale de
Bergamín para sustentar y sustanciar la presencia del isotopismo, el reflejo:
“el verdadero diálogo, como la caridad verdadera, empieza por uno mismo: porque
uno mismo es dos”. La lenga nos espía,
nos somete a un tercero: somos dos y en medio está la lengua. Es decir, somos
otros porque la lengua nos coloca en un sitio, en un extremo, en un contrario
que se encuentra con otro que podría hacerse su igual. Ser solos en la
inmensidad de los sonidos, en este desierto lleno de signos y símbolos
metamorfoseados, significa estar al borde de un precipicio donde el ruido es lo
más cercano al silencio.
En este continente donde el
curso de la voz se comporta muchas veces como un extravío, el paraíso está en
cuestión. Somos vocablos diferidos, en constante revisión. Solos como estamos
en el poema, en el relato, en el gran lienzo de nuestra historia, nos topamos
con ese intruso que nos interroga, la lengua, el Otro, concebido como el
reflejo donde nos miramos siendo un nosotros,
pero destinados a borrarnos.
La lengua castellana nos ha
definido a través de su permanencia, de su renovación constante. Lagarto que
cambia de piel, la lengua nos cambia, nos quita el nombre, lo difiere. Nos hace
un otro en permanente exilio. Hablamos –a pesar de todo- como los
conquistadores. Estamos más cerca de la vieja España que los propios españoles
de hoy. Sin embargo, la lengua se ha revitalizado por la presencia de las
emergentes necesidades culturales. Comienza a disiparse el paraíso donde abrir
la boca era pronunciar un universo mágico, distinto al racional europeo. Somos
el correlato de los antiguos textos perdidos en la utopía de Thomas Moro.
Somos, en definitiva, ese Otro extraviado en permanente búsqueda de una palabra
que nos ubique. Que sepa ubicarnos en algún tiempo, en un espacio abierto donde
podamos verle la cara a Dios o revelar la presencia de los tantos dioses
nuevos, encontrados bajo las piedras de la tierra inesperada. Adánicos al fin,
procuramos el poema o el relato que haga el verbo aún no encontrado.
Hechos de varios barros,
poseemos todas las máscaras, los desvelos de los fantasmas que aún transitan
por la lengua heredada. La poesía, el imaginario de la pérdida, la culpa
sembrada desde nuestro muy terrenal génesis, surcan con denuedo la voz
imaginada, el vocablo del paraíso perdido, puesto en cuestión para no
recobrarlo, pero al menos para saber que venimos de él, mudos o maravillados
por el verdadero sortilegio de la creación. O de la tragedia.
La palabra que nombra, la que borra
A través de España, las Américas recibieron en
toda
su fuerza a la
tradición mediterránea. Porque si España
es no sólo cristiana, sino árabe y judía, también es griega,
cartaginesa, romana, y tanto gótica como gitana.
El espejo enterrado, Carlos
Fuentes.
Nunca advirtió el padre
Gonzalo de Berceo, que su esfuerzo, su afán por alcanzar el eco de Dios, lo iba
a convertir en iniciador de una lengua que luego correría la suerte de crecer y
multiplicarse, y enrumbar los misterios de un pensamiento, los reflejos de la
conversación diaria y la forma de concebir el mundo a través de una
arquitectura verbal llamada cultura hispana. Tampoco se imaginó este monje que
sus desvelos, -en franca relación con las luces y las sombras- lo harían el
primer poeta de la lengua castellana.
Pero más, que esta lengua
sería espacio para otras lenguas que aportaron palabras y colores, climas y
silencios. De allí –como todo crecimiento- que no la afecte la irrupción de un
castellano mestizo, que contiene la voz de muchos “alguien”, que estuvieron por
allí juntando sonidos, llegados de otros tumultos sangrientos, hasta hacerse
una misma entonación, el mismo texto, hoy sembrado en América como
transfiguración, cuyo referente seduce constantemente la producción literaria
de nuestra contemporaneidad. Digamos que el
tiempo es la dádiva de la eternidad, en la notoria presencia de las cenizas
de Jorge Luis Borges.
1.-
Tomemos un poco de aire y
miremos a nuestro alrededor, hacia atrás. Validos de la magia, la superstición,
la poesía y el crimen, la alquimia verbal, dioses desconocidos o deidades
invisibles, el hombre creó los sonidos para entenderse y extenderse,
prolongarse, mutarse, cambiar de piel.
La mirada comenzó a hablar,
a darle forma a lo inaudible, a lo que no se veía, a lo oculto, a ciertos
objetos, a fenómenos aún incomprensibles, a su forma de hacer las cosas la divinidad,
las bestias y ciertos sujetos que miraban diferente. Se aproximó a la fogata y
penetró en un mundo que le confió susurros extraños, verbos, chasquidos,
lamparazos interiores, inflexiones, caídas de la voz en el vacío. Tomó con
torpeza la piedra y la sobó con detenimiento. Sabía lo que tenía entre los
dedos, un sonido sólido, un golpe, pero también el silencio que oculta la
piedra. Su nombre piedra. Y entonces comenzó a acariciar la superficie de la
roca. Su garganta produjo un rasguño, un ruido, un gruñido, un desprendimiento
cartilaginoso, un temblor. Un antiquísimo secreto emergió de su cuerpo, mucho
más allá del cuerpo, de lo incomprensible. El sonido se acomodó a la tierra.
Tocó con casi dulzura, con extrañeza más, las marcas del objeto que tenía frente
a sus ojos. El universo en una mano. Dijo de nuevo sin saber lo que hacía, porque la noche, el día, el calor, el frío,
la vigilia, el desvelo, el hambre y la soledad lo obligaron a conocer la cosa que tocaba, la que otro podía pronunciar y de cuyo eco él se hacía
parte desconocida.
Y entonces repitió y le
agradó. Nombró, por primera vez regresaba al silencio de la piedra, al
nombrarla. Y al callar, la borraba. Le daba cuerpo y espíritu a un objeto que
servía sólo para interrogarse. Pero también la desaparecía al silenciarla. Al
darle nombre existieron la piedra y él. Porque al nombrar se nombraba él mismo,
siendo otro. Al decir él, se reafirmaba y se interrogaba. Se nombra con el
nombre de otro.
De allí, ¿cuántas lenguas
hablamos? ¿Cuántos castellanos? Venimos de voces cristianas, moras y judías,
grecolatinas, cartagineses. Hemos sido multiplicados por la lengua. Somos en su
propia medida. Rasados por ella, somos, como afirma Carlos Fuentes, “en cierta
manera, nuestro lugar común”.
2.-
Esa fórmula misteriosa,
isotópica, manera de hacer la primera palabra, pudiera referir una
contradicción. Frente a lo nombrado también expresamos el silencio. Pronunciar
es callar, silabear lo indecible.
¿Quién me nombra y se
esconde? Pareciera preguntarse el mono adánico. El gramático de Octavio Paz va
un poco más allá, escribe con normas o las viola por conocerlas. La Biblia, ese
extraordinario compendio plural, escrito desde el Otro, nos avienta al Popol Vuh, al wanadi amazónico, a la cábala del silencio cósmico. Hasta a El libro de muertos de los egipcios.
Igual la vacuola darwiniana contenía un sonido, anunciaba la pronunciación de
un ser que adquiriría competencia espiritual: una lengua, un universo de
significados, una península de augurios donde el otro colectivo se multiplicó
en vocablos. Los celtas y los íberos –atados al latín- convergieron para
dotarnos de este dialecto que reúne el palimpsesto del padre Gonzalo de Berceo,
manuscrito que subyuga porque nació en poema; la poesía se deslizó
posteriormente en la transgresión de una traducción alquímica donde el polvo
del tiempo y el dios cristiano jugaron papel primordial. Estamos hablando del
siglo XII. De fechas que van de 1195 a 1264. Estamos hablando de casi mil años
de proceso, de papeles que repiten la misma voz, la presencia de alguien que
nos sacude en el momento de entrar en el territorio de nuestros imaginarios. Un
“otro” que nos persigue dentro del poema, al borde de la imagen. Ese curita que
elevó la vos a Los Milagros de Nuestra
Señora, que habló de La vida de
Santo Domingo de Silos, de La vida
de Santa Oria, fue el primero en dejar sentado que ese dialecto contenía y
contiene el aliento que nos repite. Con esa riqueza viene la palabra que nos
define, pero también la que nos interroga desde los labios de la otredad.
3.-
Herederos de quien nos hace
otros, en esa química del mestizaje, revisamos constantemente la aventura de la
ficción, la imagen traducida por los vocablos que desaparecieron de paredes y
bocas de España. La fecha cercana a la
llegada de Cristóbal Colón, la mirada de Thomas Moro en los designios
cabalísticos de la jodienda sefardita. Colón y sus hombres en una odisea donde
el tiempo y la tradición identificaron a los otros que somos en bandidos
extraídos de cárceles y retenes de viciosos. Las primeras palabras tenían sabor
y olor de Dios y penitenciaría. Somos herederos de rufianes de muchas
nacionalidades; de la vulgaridad, de una germanía atascada en las costas del
Nuevo Mundo.
Con ese barro sucio también
venía Berceo, el otro que nos inventó. Cervantes y su carga demencial,
exagerada, lúbrica y catequística, mosquetera. Catecismos, libros de misterio,
ocultos en otro que renunciaba a su origen judío. Escritos de marinerías,
cosmología, libros de prohibiciones, cantos y maldiciones. La poesía reducida a
un silencio destapado en la conjugación posterior de las sangres. Y con ellos,
los árabes, la cultura más delicada que haya arribado a la península. La
visigoda, con su carga de voces impronunciables, que luego se hicieron
castellano gustoso, sonido brillante por la sonoridad de los sueños, el placer
y la muerte.
Y aquí estamos hoy, en
medio de tantas palabras que siguen llegando y a diario alimentan el
castellano, el espíritu que nos repite, criba de aceptaciones, la democracia de
los vocablos y sus significados.
La palabra que nos oculta
Del
hebreo al español: de una narración ritual que el niño sabe
de memoria, el
narrador pasa a otro episodio, a un tema diferente
(el del
jardín y la lengua alemana), pero que sí está emparentado
con el anterior,
pues el autor emplea el relato del Éxodo justamente
para introducirse en el área temática de la
multiplicidad de las lenguas…
Entre el silencio y la palabra.
Francisco Rivera.
Reconocerse en las palabras
del otro, en sus gestos. En su origen verbal. Hurgar en la voz de ese lejano anónimo, funda en nuestra poesía
un campo multiplicado: desplazamiento de imágenes que recrean la posibilidad
que brinda el yo enfundado de quien traduce el universo literario.
Laberinto, inventario de
vocablos que estructuran un espacio llamado cultura. La poesía contemporánea
venezolana ha transitado diversos estadios: desde el paisaje material hasta la
hondura de una intemperie interior donde una voz solitaria intenta motorizar
sus referentes. Desde ese adentro
reconstruye un pasado, atemporiza la
disposición de los sentidos, hasta dar con los signos que transparentan una
“realidad”. Esta, acosada por recuerdos, objetos, pistas, exilios, represiones
y pérdidas reinventa el universo, la espacialidad de vocablos que renuevan el
mundo referencial, los trastocan y transforman en un síntoma: nuevos signos,
palabra que establece “las posibilidades y límites de nuestra mirada”, como
señala Víctor Bravo.
Nuestro imaginario (ese
lenguaje: espacio donde no estamos) nos ha sido dado para acercarnos a esa
reconocimiento. De esos tantos yos incuestionables nace la posibilidad de ser
dominio en otras voces, en diferentes consciencias: la “identidad” es sólo la
maceración de contenidos: paisajes, voces, atmósferas, climas, gestos corporales,
acentos, posturas del alma. Manoseada para muchos fines, la identidad ha sido
tomada por asalto por quienes quieren reinventar la personalidad colectiva e
individual de nuestros ámbitos culturales.
Nuestro éxodo, ese del
exilio dentro del mismo país, revela la multiplicidad
de una lengua que cambia siempre. Del Caribe al español, del taíno al
castellano. De todas esas lenguas que hoy fortalecen el continente de habla
española. El americano de este lado, el proveniente de España, Portugal e
Italia, ha sido responsable de ese fortalecimiento. De allí que nuestra
literatura siempre interrogue al otro desde el otro que negamos. Negamos una
cierta identidad, una sombra que no se identifica. De esta manera inventamos
una dinámica de espacios. El otro, a fuerza de mixtificaciones, se hace nuestro otro, a veces falso, a veces
ambiguo, el que faltaba en la mirada profunda saturada de utopías. Nuestra
memoria mantiene el paraíso perdido en manos de una infancia ideológica que
siempre choca con el vacío. Esta complejidad contradictoria propició la
continentalidad, la terrenalidad, el telurismo, hasta desembocar en el espíritu
que cada texto fundacional ha tratado como transmigración: de un espacio a otro
hasta construir una poética aún en ciernes, pero poética al fin. La poética de
la incertidumbre, como práctica, porque los textos sucumben frente al que nos
refleja.
El yo es demoníaco. Es tan
insocial que ha tenido que recurrir a esa multiplicación. Proteico, el fenómeno
poético venezolano, por no decir latinoamericano, ha frecuentado los canales de
un silencio que finalmente trasciende en su estado pendular y en la búsqueda
permanente de su lenguaje, aunque
hayamos pasado por la crisis de ser una zona peligrosa, copiada de esos
epígonos que hoy comienzan a caer con los disparos de una crítica a veces
despiadada. Nada es definitivo: otredad e identidad forjan ¿o forcejean? El
mismo espacio, la misma habitación donde perviven legítimamente hasta
conciliarse, pero desde esa perspectiva,
desde la mirada del otro, sin darle tregua al silencio y a los campos
encontrados de la falsa propuesta de la identidad terrena, sacudida últimamente
por sus detonaciones ideológicas. La identidad es el otro traducido por la voz
y miradas de quien siempre ha estado extraviado.
Una definición
Los signos de la otredad
(alteridad: verificación de que más allá de nuestros límites hay un abismo
donde volvemos a repetirnos, pero de manera distinta. Sísifo con varias
máscaras, la misma piedra) señalan también la confusión.
La poesía se ha valido,
desde Rafael cadenas hasta Armando Rojas Guardia, desde la tiranía del yo
objetivo, aislado por la persistencia, hasta la mirada de Dios, escondido
detrás del biombo, detrás de la sorpresiva aparición de lo místico para
desencadenar vertientes que le han dado a nuestro ars poetica ese paisaje interior, ese “afuera” desde “adentro”,
signado por la paradoja, por la simulación –válida para demostrar que seguimos
íngrimos- por la incertidumbre: nuestros yos, nuestros otros siguen solos en
nosotros mismos. De manera que la identidad no es más que el deseo de
multiplicar los bienes espirituales de una lengua que no termina de
pronunciarse a través de la palabra de aquel niño que Elías Canetti dejó
sentado frente a su viejo idioma y que entró en otro para enriquecerse, para
hacerle frente a la pesadilla, al dolor, al crimen contra su cultura.
Un vocablo: Identidad
Quien lee, se borra, es.
AH
El ropaje que nos designa
es la lengua, cuerpo que no construye
frases, que no tiene “sintaxis”, al decir de María Fernanda Palacios.
¿Quién está detrás de la
voz que se pronuncia ella misma? Hay otro, una mirada ajena, anónima que
desfigura el texto porque la voz es el tejido que rubrica la presencia de quien
repite permutativamente una
entonación interior muchas veces en sincronía con el tiempo. Su diacronía está
en mirar –desde la otredad- que alguien nos semeja, nos asemeja, nos hace suyo,
nos viaja desde el pasado y nos
convierte en órganon del futuro. La
voz, la que hace el poema un lenguaje polivalente, es el espejo del tiempo: el
poema, el esqueleto, contiene la trama de la poesía, que es el espíritu, que es
el discurso que selecciona la eternidad del otro. Contextualmente, una fuerza
centrífuga que relata nuestro adentro: enseña al que está desde el poema, el otro que nos identifica y nos marca sus
símbolos.
Marcel Proust, citado
tantas veces, llegó a decir, seguramente maravillado por su propia experiencia,
que “En realidad, cada lector, cuando lee, es el propio lector de sí mismo”.
Sí, pero teniéndose como el otro que una vez fue antes de abordar la lectura. La lectura contiene la carne y el
espíritu de quien nos relata. Ese profuso espejo que nos refleja lentamente,
que nos hace el otro siendo otro con distinto ropaje.
Detrás la voz convertida en
lectura, hay alguien que nos convoca. La poesía, diálogo sincrético, augura una
convocatoria. De seguro la auspiciada por Mallarmé, todos los otros haciéndola,
carnavalizándola, haciéndola presente continuo.
Ser uno en el poema es la única posibilidad de que el término identidad
adquiera el otro que está afuera, pero igual el que está en el interior, la alteridad.
El encuentro entre otredad
y alteridad es lo que promueve la isotopía, la mirada en el espejo desde la
poesía, la escritura, el relato, el drama, destaca el intratexto, la voz
tercera que amaga con deconstruirnos. En este sentido, nos fragmentamos para
desmitificar la multiplicación de los
signos y sus significados: somos, en definitiva, un espacio demarcado. “Porque
el verdadero diálogo no consiste tanto en entender lo que otro dice sino en
atenderlo” (hacerle sitio)”, María Fernanda Palacios dixit.
Un sonido nos hace otro.
Primera persona. Al ocurrir tal evento me arriesgo: paso a formar parte de ese
misterio en el poema, en el relato. Me incorporo con otro yo a ese espacio que
he reservado. Entonces, soy otro. Adquiero una nueva nacionalidad, me permuto:
Gregorio Samsa sobre el papel, insecto reflejado, animal, bicho y bestia frente
al espejo: lector.
De adquirir conciencia, me
hago de una lengua, de un lugar, de un laberinto como el de Creta, de una
resurrección. Me identifico plenamente con lo que je dejado de ser para ser el
sitio donde habita el relato, el poema. Sus sonios revelan, ritualmente, una
ausencia: he allí la tan manida identidad. América es una ausencia porque ha
tenido una voz, a veces invisible, otras veces es el esqueleto del texto por
hacerse. Jean Claude Milner, citado por María Fernanda Palacios, dice: “Desde
cualquier ángulo que se la considere, la lengua es otra que ella misma,
incesantemente heterotópica”. Reflejos, ella
misma, eco. Un eco puede salirse del espacio, revelarse como muchas porque
no está atada a un solo cuerpo. Es decir, es susceptible de no identificarse, a
la manera de Lacan. Porque la lengua, la que se mira el rostro, contiene la
pasión, la revelación de su sonido, los pliegues hondos de esa utopía por
deshacerse de los modelos y ser la presencia única de su multiplicación, porque
no es un todo. Sólo nos identificamos en lo que tenemos de fragmentarios, de
voces que nos individualizan en medio una multitud.
PALACIOS, María Fernanda. Sabor y saber de la lengua. Monte Ávila Editores, Caracas, 1987.
FUENTES, Carlos. El
espejo enterrado. Editorial Taurus de bolsillo. México, D.F., 2005.
RIVERA, Francisco. Entre
el silencio y la palabra. Monte Ávila Editores, Caracas 1986.
Ponencia leída en la
Universidad de San Diego, California, Estados Unidos.
Abril de 1997.
Alberto Hernández (Calabozo, Guárico, Venezuela, 1952) Poeta, narrador y periodista v escribe la crónica de la literatura contemporánea a través de la reseña de los libros que hoy por hoy nos salvan del olvido. Egresado del Pedagógico de Maracay, Hernández realizó estudios de postgrado en la Universidad Simón Bolívar, en Literatura Latinoamericana. Fundador de la revista literaria Umbra, es colaborador de revistas y periódicos nacionales y extranjeros.
Su obra literaria ha sido reconocida en importantes concursos nacionales. En el año 2000 recibió el Premio Juan Beroes por toda su obra literaria. Ha representado a su país en diferentes eventos literarios: Universidad de San Diego, California, Estados Unidos, y Universidad de Pamplona, Colombia. Encuentro para la presentación de una antología de su poesía, publicada en México, Cancún, por la Editorial Presagios.
Miembro del consejo editorial de la revista Poesía de la Universidad de Carabobo. Se desempeña como secretario de redacción del diario El Periodiquito, de la ciudad de Maracay, estado Aragua. Mantiene el blog Puertas de Galina.