(Caracas, Ve. 1938-Valencia, Ve. 2008) |
Conozco
a Eugenio Montejo desde hace ya más de veinte años. No recuerdo cuándo ni dónde
nos vimos por primera vez, pero sí sé que su amistad fue uno de los más
espléndidos obsequios que llevé conmigo a París en 1981. Desde entonces la
conservo como el aura de una presencia que ha sido constante a pesar de la distancia
y de las contadas horas que hemos pasado juntos en las últimas dos décadas. Y
es que pocos e infrecuentes han sido, en verdad, nuestros encuentros. Alguna
vez coincidimos en una mesa redonda en Alemania, en otra ocasión nos vimos en
España y, si no me equivoco, en los Estados Unidos. Cada vez que paso por
Caracas lo busco fielmente aunque no siempre lo encuentro; pero luego me llegan
noticias suyas, a través de nuestros amigos comunes, desde México o Ginebra.
También me llegan puntuales sus libros de poesía, que leo y releo con un
secreto fervor teñido de admiración y de afecto. Quisiera que estos dos
sentimientos guiaran mis breves palabras de homenaje, pues, como enseñan los
románticos y como ha escrito el propio Eugenio, “nada ayuda tanto como la emoción
para esclarecer lo que de verdad es necesario”. En ella reposan, efectivamente,
las claves de una forma de conocimiento que hace de la comprensión una intensa
experiencia e inscribe sus certidumbres en el nivel más profundo de una
subjetividad compartida.
Leer
a Eugenio ha sido, para mí, una de las principales vías de acceso a ese conocer
otro de la poesía: el enigma de una muy particular descripción del mundo que
sólo se vuelve plenamente inteligible como un eco de nuestra sensibilidad.
Somos nosotros los que sancionamos la validez del poema a través de una
respuesta interior que tiene el carácter de un juicio; pero es el poeta el que
es capaza de suscitar, con la palabra más personal, la reacción más general: la
comunión de los lectores en torno a una misma experiencia. De pronto, nos
reconocemos en algo que desconocíamos pero que ahora forma parte de las
palabras -y las cosas- de la tribu. Borges afirmaba que la más difícil maestría
consistía en “hermanar lo privado y lo público, lo que mi corazón quiere
confiar y la evidencia que la plaza no ignora”. La fuerza cognitiva de la
poesía de Eugenio -su poder de revelación- procede en buena medida del logrado
punto de equilibrio que consigue entre la tradición y el asombro, entre la
lengua común y el habla más intima,
entre lo que pertenece a todos y lo que es único e intransferible.
Conquista mayor, es ésta, sin lugar a duda, una de las características más
destacadas y más singulares de su poesía dentro del contexto contemporáneo. Y
es que, como poeta de nuestra tardía modernidad, Eugenio escribe en un tiempo
de aguas revueltas y de vientos sin norte: el tiempo de la crisis del sentido.
Fase última de la utopía libertaria del romanticismo, otoño de las vanguardias
y de sus poderes de negación, como dijo Paz, nuestro presente traduce a menudo
el viejo combate contra el academicismo y la preceptiva estética en las
expresiones más torpes y perezosas de una creación tópicamente espontánea y
desprovista de cualquier sistema de regulación interna. Pero, como solía
afirmar Roland Barthes, “el régimen del sentido es el de la libertad vigilada.
Si la libertad es total o nula, el sentido no existe”. Innumerables son los
artistas que ignoran hoy esta verdad, incontables los poetas que la desconocen.
Eugenio, como los antiguos orfebres, tiene, por el contrario, una muy alta
conciencia de su oficio y sabe que el principal reto del poeta actual es la
producción de sentido.
En
todas las palabras de un poema -escribe- ha de leerse siempre su
necesidad, vale decir, que una por
una deben convencernos de que están
allí porque son más necesarias que
otras no empleadas, incluso, lo que
todavía es más complicado, son más
válidas que el mismo silencio.
Piedra angular de su
poesía, esta necesidad recorre cada uno de sus versos y los va asociando en la
límpida arquitectura de exactas prosodias que
conforma el poema. No en vano destacaba Guillermo Sucre, en La máscara, la transparencia, la pasión
constructiva de Eugenio, una de las más notables cualidades de su obra que
aparece ya con su primer libro, Elegos
(1967), y de allí se compara con la labor de una araña. A través de los años,
en Muerte y memoria (1972), en Algunas Palabras (1977), en Terredad (1978), en Trópico absoluto (1982), nuestro poeta no ha cesado de tejer sus
espléndidas estructuras rítmicas y verbales. Pero su empresa no sólo tiene un
contenido estético, sino que expresa además una ética de la escritura. Como él
mismo señala en uno de sus ensayos, “ la simetría con que la araña reproduce
cierto orden innato es la base de subsistencia de su especie, como también en
el poeta establece el lenguaje una cierta simetría, que constituye una parte
ciertamente vital para la pervivencia de todos.” Cabe preguntarse, sin embargo,
por qué considera Eugenio que es tan “ciertamente vital” esta construcción de
redes o correlaciones. La respuesta está en esos memorables poemas de sus
libros donde la rigurosa música de las palabras pone en marcha, una y otra vez,
la gran cadena del ser que nos une a
nuestro destino terrestre y, ante el vacío de la historia, nos recuerda que no
estamos solos, que somos una criatura entre las criaturas. Como en una espiral
infinita, pasan y vuelven hombres, pájaros, astros, árboles y ciudades enlazados
en un canto de claro designio religioso que viene de muy lejos y avanza contra
el tiempo: el antiguo canto de Orfeo. Aunque a veces se tiña de ironía moderna,
aunque a veces se quiebre ante la duda agónica, la voz del mítico vate persiste
en la voz de Eugenio y le aporta un sentido y un fin: su profunda vocación
unitiva. De ahí que a menudo se tenga la impresión de que nuestro poeta ha
escrito desde siempre un solo y único poema bajo el signo de la reconciliación;
de ahí que, con no menor frecuencia, fiel a su herencia romántica y simbolista,
nuestro poeta se enfrente con los límites del lenguaje y, como su heterónimo
Blas Coll, sueñe con escribir con el rumor del viento, o con la solidez de la
piedra o el perfume de una taza de café. Alfabeto
del mundo (1996) es el lugar privilegiado de esta utopía mimológica que se realiza al fin de un modo prodigioso e
inesperado en la reciente Partitura de la
cigarra (1999), uno de los libros más importantes de nuestra poesía en los
últimos años. En él, el poeta no sólo nos habla del paisaje sino desde el paisaje: lenta e
insensiblemente, su voz se va convirtiendo en el canto mismo de la cigarra, que
se repite y se renueva a través del tiempo, de generación en generación.
Algo queda, nos dice
Eugenio: esa música de la vida más necesaria que el silencio, esa música que,
en cada uno de sus poemas, se despliega en una hermosa trama de palabras. No es
ésta, sin embargo, la única enseñanza que retengo de su poesía. A lo largo de
estos veinte años lejos de Venezuela he aprendido leyendo a Eugenio otras
cosas. Sé, por ejemplo, que “esta tierra feraz, sentimental, amarga, / que no se deja poseer, / no será de nosotros
ni de nadie / pero hasta en la sombra le pertenecemos”. También he comprendido que, en cada uno de
mis viajes, “estoy contemplando esta tierra como si la viese / por primera vez
/ o fuese a dejarla”. Y, cuando escribo, lo hago ahora con la conciencia de que
mi tradición es pobre y muy grande mi soledad: “Poeta expósito, errando a la
intemperie, / mi único padre es el deseo / y mi madre la angustia del huérfano
en la tierra”.
Varias veces me he
preguntado cuál sería el elogio más adecuado para cerrar este breve homenaje
sin apartarme de las reglas del género. Creo que lo mejor es repetir algo que
ya he escrito en otro lugar, y enunciarlo no sólo como un brindis sino como un
gesto de reconocimiento: Venezuela no tuvo un poeta modernista de la talla de
Martí, de Darío o de Lugones ni una figura que brillara en los furiosos años de
las vanguardias, pero terminamos el siglo XX con dos o tres nombres que son hoy
indispensables para entender la historia más reciente de la poesía
hispanoamericana. Entre ellos está, por supuesto, el de Eugenio Montejo.
Nuestra deuda para con él, en estos tiempos de aflicción para Venezuela, es gozosa e inmensa.
(2001)
Tomado,
con la debida autorización del autor, de
“La religión del vacío y otros ensayos”,
Fondo de Cultura Económica, México, 2002.
Gustavo Guerrero |