La
poesía es la búsqueda
de la primera palabra, de la primera voz, de la primera piel escrita en la aurora del
mundo; es el color de la especie dándole un sueño a la mirada, al agua
vertical, a los espejos; es el sonido
que viaja desde un símbolo hasta los
aromas de un jardín que lo recibe, que lo guarda para siempre, y a su vez
adquiere la forma que le da ese símbolo.
La poesía es la voz de la piedra hablando con la escultura que la habita, que
corrige sus formas, su ciega infancia en las orillas de un bosque antiguo o en
las riveras del sur o en la genealogía de un zafiro o de un ágata. La poesía descansa en el fondo de sí misma y
renace en cada suspiro de las sílabas, en cada gesto de la primera luz. Por eso
con el primer suspiro del lenguaje nacemos todos y la poesía nos gobierna.
El mejicano del siglo, Octavio
Paz, al comienzo de su hermoso
libro “El arco y la lira”, escribió para siempre: “La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz
de cambiar el mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un
método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro”. Quizá por eso mismo el poema justifica cualquier circunstancia de la
vida de un ser humano, lo salva de sí mismo y convierte su biografía en una
mitología privada, lo devuelve al sueño
que lo mantiene vivo.
Hay un cúmulo de músicas, un
rumor de hojas que atraviesa el continente, en el poema de Florencio Salazar;
es una especie de caracola que se acerca desde hace siglos arrastrando con su sílaba el mar del
Golfo de México, el mar interior y el mar que está en las palabras.
Lleno de interrogantes sobre la
soledad de las palabras, y su vago sentido común, este libro
se abre como un crisol con un soplo
del Norte y trae el canto del
Quetzal, trae los matices de una lengua ancestral que le sirven para pintar el
rostro de lluvia, la intrincada geografía de un sueño, su mapa trazado en la
piel de alguna musa mejicana, y en su regazo, Florencio Salazar, el peregrino,
el poeta, ese judío errante y amanuense, inicia su recorrido al igual que Dante
en busca de algún tesoro, de alguna palabra escondida:
“Otra vez andar entre la selva y sus sonidos/
con la frescura de las murmuraciones líquidas/ entre el incendio solar y el
resplandor nocturno”.
Estos
versos poderosos de “Viento
de distintos lados”, intentan
justificar el desenfreno de ese trasegar por los mundos que son uno solo, recogidos en la mirada, en el núcleo central
donde duerme el ángel, allí donde los vientos recuestan su cabeza, pensativos,
tramando quizá la azul enredadera, el vespertino asombro donde Florencio
desnuda su plegaria y espera el hondo, el insomne, el intenso murmullo de la
hoguera para leerse en su llama, y
renacer de nuevo en una hoja en blanco, o en una hoja de laurel, como le
gustaría que fuera su página, la otra piel que lo habita.
El viento enciende
sus flautas junto a los estanques, gira en torno a un patio de Chilpancingo, y
el eco lo recoge Aurelio Arturo en su humilde cuarto del sur:
“He escrito un
viento, un soplo vivo
del viento entre
fragancias, entre hierbas
mágicas; he narrado el viento,
sólo un poco de viento”.
En el siguiente
verso que Aurelio Arturo no escribió, anochece. Para Marguerite Yourcenar la
noche es ese lugar donde vuelve a ser posible todo el universo. Y es ahí donde
los vientos recobran su nombre, los alisios,
los monzones, el siroco, los vientos anónimos que narran la biografía
del pájaro que desciende a la conciencia del poeta, las ráfagas que iluminan su
mente, los huracanes, los vientos planetarios que leen el tarot al llegar la
noche, vientos que compraría Saint-John Perse
bajo el crepúsculo antillano. El sueño se disgrega bajo la vertical
simetría de la lluvia, el verso se aferra a su madera como una guitarra, la que
espera la mano de nieve y su instinto secular;
la que va por sedientos corredores de mármol y abre todas las ventanas para que entre el
oído del tiempo, ese otro fantasma que
siempre nos corrige, que siempre tiene la razón.
Este verso
resuena en todos los balcones:
“…ansiedad y búsquedas pensadas/surgen del
ritmo llorón de la guitarra”.
Son
palabras que vibran en el viento, sostenidas por cuerdas, como cometas de
colores en la infancia, elevadas
sobre el Gólgota con el hilo de Ariadna, o quizá con el hilo de la razón,
aunque las palabras pierdan su equilibrio en la garganta. Otras veces el viento
llora en un arpa, esa suave sonoridad reconquistada en la sombra por la mano
ebria y desolada:
“Al mirarte mis manos enfebrecen /en el arpa
del viento /y el ansia se torna ardoroso sacudimiento”.
El dolor de
la madera bajo las cuerdas íntimas sacude el universo, lo distrae, lo envenena
de una nostalgia antigua y bienhechora, capaz de albergar toda la soledad de
Méjico y sus alrededores, la fervorosa humildad de sus rancheras y sus
corridos. El comercio íntimo de
Florencio Salazar con la música, con la soledad sonora que traducen los
vientos, lo libera y al mismo lo ultraja, lo obliga a tener un contacto más
sutil con la realidad, le impone el candoroso ejercicio del lenguaje, la
búsqueda inequívoca de su entronado yo en sílabas que sofocan el rigor de una
sensibilidad abigarrada, soñadora, cargada con los mitos de la infancia,
recogida en su Edipo y llevada con fluidez hasta la cólera del desierto, donde,
con marcado acento, se puede pedir un vaso de agua. Gira el viento, el ave
retira la forma de un color. Y mientras el poeta sucumbe
a la frugal inteligencia de su noche, al rigor de su noche, mientras
busca el verso alado, la metáfora
salvadora, el viento del sur, el Pampero, le trae noticias de Borges, de
Macedonio Fernández, de Pablo Neruda, y
también gestos distantes del campanario, y aullidos y matracas y el rechinar de
la rueda en la honda pesadilla, y el delgado silbido del desierto que lo
regresa a esa pregunta inicial que jamás ha tenido respuesta: ¿Cuáles son mis
palabras? ¿Con qué me defiendo? Aquí
vuelve a sentirse un estruendoso rumor de hojas: Octavio Paz toca todas las
puertas, se asoma al vacío desde donde se origina la palabra, desde esa orilla murmura:
“El poeta no escoge sus palabras. Cuando se
dice que un poeta busca su lenguaje no quiere decir que ande por bibliotecas o
mercados recogiendo giros antiguos y nuevos, sino que, indeciso, vacila entre
las palabras que realmente le pertenecen, que están en él desde el principio…”.
Y después, nos recuerda que “las palabras del poeta son también las de la tribu, o lo serán algún
día”.
Florencio ha
sufrido con humildad cada minuto de palabra interior, toda esta sed acumulada
durante años, cada agobiante secreto no revelado, cada retórica intención de
acercarse al idioma con el afán de ser recibido en su palacio verbal: no le es
tan grave una desilusión amorosa como una desilusión del lenguaje. Y esto me
recuerda un verso varias veces hermoso de Ezra Pound:
“Y hasta en sueños te me has negado
y sólo me has enviado a tus
doncellas”
“Vientos de distintos lados” es
el libro de un hombre que reclama su
porción de infinito al lenguaje, escrito a cuatro manos por la soledad y la añoranza,
aunque una soledad ingrávida corregida por el ángel, y en cuyo pulso aún sueña
despierto un paisaje perdido. Estos poemas suscitan una embriaguez interior,
aunque no desdeñan los pormenores de una vida sedimentada por el esfuerzo y la
cordura, plagada de una sensibilidad desconcertante, herida, estudiada y
corrompida por la belleza, calcando las simetrías de un asombro que lo llama
desde niño, que lo empuja a coleccionar instantes irrepetibles, a perdurar en
esa sílaba que va y viene como el mar, como la memoria de los vientos.