Gabriel Celaya |
Todo se corresponde
matemáticamente:
los cinco colores del verde al
rojo-blanco
con que se viste el Rey según la
edad del año
en el curso ritual de la Casa Ming
T’ang
por los cuatro recintos de las
cuatro estaciones
y, en la cruz de los cuatro, por
el recinto-centro
de la única estación pues todo en
torno gira.
Todo está en relación, y arriba,
lo de abajo:
las cinco notas puras — Kong, tche, chang, yu, kio —
y los cinco elementos: agua fuego
madera,
metal sonoro y tierra. No añado
relaciones
que el rey Wen introdujo,
herético, en la escala.
Hablo de lo evidente, que fijó Houai-Nau-Tsen.
Los números sagrados, musicales y
a un tiempo
matemático –astrales, son
contra discusión,
(pese a las correcciones que
arriesgó Sen Ma-T’sien)
y lo digo sin ritmo porque los
números cantan:
ochenta y cinco, cincuenta y
cuatro, setenta y dos,
cuarenta y ocho, setenta y cuatro,
cuarenta y dos,
cincuenta y siete, cuarenta y seis, cincuenta y uno,
sesenta y ocho, cuarenta y cinco y
sesenta.
No declaro a lo loco. Son las
claves chinas.
A partir de estas claves pueden
establecerse
las larguras correctas de los
tubos sonoros,
que dan nueve, seis y
ocho, para los tres primeros;
luego, para los otros, según se
multipliquen
por nueve en ciertos casos, por
ocho en los restantes.
Todo se corresponde: la música y
los cielos,
y las ocho trigramas en rosa
octogonal,
y las cuatro estaciones, con las
doce notas
que dan los doce tubos denominados
lyu,
de acuerdo con la estrella de doce
orientaciones
que fue reglamentada por
Lu-Pou-Wei, según
los mágicos cuadrados, pues cabe calcular
y ver —cifra por cifra— relaciones
que son
científico-astrológicas, y además
establecen
el orden de los cantos y la paz de
los reinos.
Mas cuando ya se había
descubierto el secreto
de las correspondencias, se había
corregido
algún que otro defecto de los lyu y del gnomon,
y la medida exacta del primer lyu, houang
tchong,
surgió el escepticismo. Fue en
tiempo de los Han.
Se cumplían los ritos pero nadie
creía
en la correspondencia de los lyu y de la sombra
del gnomon, los trigramas, la rosa
de los vientos,
la música y la ciencia del
calendario astral.
Y entonces, cuando nadie creía y
disfrazaba
su duda de respeto, se probó la poesía.
Fue Tchou-Hi quien dispuso la experiencia maestra
que después comprobaron cientos de
observatorios.
He aquí las condiciones para
efectuar la prueba.
Dispóngase un recinto cuadrado, dos por dos,
como estable es la tierra, con un
techo redondo
como el de la tortuga, o yin impar, el cielo.
La puerta será triple con nueve
cerraduras
y llaves diferentes que serán
enviadas
a quienes no se nombra, por
agentes secretos.
Bajo la claraboya se tenderá una
seda
que tamice la luz de
rojo-amarillento.
Habrá doce ventanas protegidas del
ruido
y el contacto exterior, y estarán
orientadas
según las direcciones del cielo y
los trigramas.
Ante cada ventana, se dispondrá
una mesa
ligera, de bambú, que deberá ser
baja
hacia adentro, y más alta hacia fuera, en diez grados.
Sobre estas doce mesas, los lyu de jade rosa
estarán colocados según las
direcciones
cosmográficas que antes se habrán establecido
tras de estudiar el año y el
estado del reino.
Dentro de cada tubo sonoro se
pondrán
cenizas impalpables de médula de
saúco.
El suelo deberá ser de diorita
negra,
tan limpia y bien pulida que los
más leves rastros
de los soplos astrales puedan ser
perceptibles
en forma de polvillo, como huella
esparcida
del sistema en funciones de música
infra-roja,
y las correspondencias que el
hombre no registra.
Ni el más pequeño ruido turbará
esta clausura.
Ni la respiración de un hombre, ni en su ausencia,
el deseo de entrar, que entraría
en fantasma.
Sólo se recomienda silencio
enrarecido,
absoluta quietud cargada de
inminencia,
silencio y más silencio, y ¡oh¡!,
inteligencia.
Cientos de observatorios chinos
han repetido
milenio tras milenio, la
experiencia que explica
en su Apartado Doce, la obra “Lyu
Li Yong Thong”.
Lo que a mí me sorprende son
ciertas dudas tontas.
Tocando el violín se puede
conseguir
que las copas que estaban dentro
de los armarios
se llenen de un licor
amatista-nocturno
que brota natural, mas yo no
bebería.
Mirándose al espejo, no diré lo
que ocurre.
Si uno va por la calle, sin pensar
demasiado,
tropieza con milagros. Es el azar, nos dicen.
¿Por qué el azar?, pregunto. Todo está calculado,
y al fin lo que llamamos azar
puede ser algo
deseado y, por eso, sin pensar
provocado;
y auto-descubrimiento, los
llamados misterios.
Por eso en estos versos, yo saludo
a Tchou-Hi
y trato de aplicar su método heou-khi
a nuevas experiencias que sé,
demostrarán
de un modo positivo, fácil y
comprobable
que no es la poesía sólo un juego
verbal
sino algo peligroso, por físico y
astral.