Sectores muy reaccionarios han cuestionado el film de Joel
Novoa Schneider por su visión crítica al terrorismo y el odio.
Alguna lectura francamente aviesa de la película Esclavo de
Dios, de la que soy guionista, me impulsan a intentar algunas reflexiones
acerca de ciertas formas de hacer política. En primer lugar deseo dejar
establecido que no tengo ninguna intención de explicar, defender o analizar
dicha película. Creo que las obras artísticas se explican, se defienden y se
analizan por parte del público y la crítica, y nunca, en ningún caso, por
aquellos que somos autores de las mismas. Sin embargo, la intención de provocar
polémica con el filme tiene otras connotaciones que me implican, y no soy de
los que acostumbran a callar.
Esclavo de Dios es una ficción que está basada en
dolorosos episodios reales ocurridos a comienzos de la década del 90: el
atentado a la AMIA
en Buenos Aires es uno de ellos; el terrorismo de los servicios secretos es
otro. Durante la investigación que realicé para escribir la historia, me
encontré con una enorme cantidad de información. Es más: dos días después del
atentado, un ex agente de los servicios secretos argentinos dijo que un grupo
de iraníes estaban detrás del hecho. Esto fue publicado en su momento, o sea
que se hizo público y notorio casi de inmediato. No es ningún secreto y sólo la
ignorancia puede explicar la duda.
Mientras investigaba el caso (sin apoyo ni financiación de
nadie, aclaro), de esa gran cantidad de información se destilaban elementos que
delineaban con claridad una historia. El primer elemento era que el atentado en
la AMIA no había
sido contra el estado de Israel (ya habían volado la embajada en Buenos Aires),
sino contra la comunidad judía de Buenos Aires y contra los judíos en general.
El atentado a la AMIA
fue un pogromo de nuevo tipo, con el mismo objetivo de todos los pogromos:
aterrorizar a los judíos, despojarlos de todo, expulsarlos. El segundo elemento
que surgía con claridad era que ese bombazo había sido planificado y llevado
adelante con directrices claras establecidas en el extranjero, pues todos los
expertos coincidieron en que una operación de esa magnitud necesitaba de mucho
tiempo para planificarla, mucho dinero para financiarla y, sobre todo, un
nutrido contingente de personas capacitadas para llevarla a cabo. Y el tercer
elemento que redondeaba el panorama era que ningún servicio secreto había sido
capaz de prevenir ese ataque: ni el Mossad, ni la CIA, ni la SIDE argentina, ni los otros
(muchos) servicios de inteligencia que operaban en Buenos Aires en la época,
entre ellos la DISIP
venezolana.
Todo este relato previo tiene un objetivo concreto:
establecer que la historia que se narra en Esclavo de Dios es una ficción
basada en hechos que de verdad acontecieron. Todavía los familiares de los
muertos en la AMIA
reclaman justicia. Y aún hoy la investigación va y viene por laberintos
parlamentarios, despachos judiciales, negociaciones diplomáticas y amenazas. En
aquella época (1994), la DISIP
venezolana era casi una sucursal de la
CIA, estaba dedicada a conspirar contra Cuba y no se ocupaba
de algunos asuntos. Por sus narices pasaban muchas cosas: terroristas
internacionales que encontraban refugio, documentos y dinero para operar desde
Caracas. En eso, la DISIP
y los gobiernos corruptos de Venezuela tenían sobrada experiencia, como lo
demuestra su participación en el Plan Cóndor, o en el atentado contra el vuelo
de Cubana en 1976, y en otros muchos episodios de la época. Ese era el
terrorismo internacional que medraba a la sombra de los petrodólares venezolanos.
No parece razonable diferenciar a un ciudadano italiano
autor de numerosos atentados y asesinatos en Europa y América, mimado por los
servicios secretos de Venezuela, de un ciudadano egipcio con chapa de
empresario que también fue autor de numerosos atentados y asesinatos en Europa
y América. En todo caso, a mí me resulta profundamente inmoral y
contrarrevolucionario establecer diferencias en ambos casos. No creo, por
ejemplo, que Ilich Ramírez haya sido un revolucionario, sino apenas un criminal
que manejó con igual astucia la pistola y sus cuentas bancarias (por cierto,
alimentadas de forma sistemática por Kadafi). No creo que los diecinueve
ejecutores de los atentados del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas y el
Pentágono (todos ellos árabes musulmanes) fueran revolucionarios. Ellos fueron
tan criminales como los pilotos norteamericanos que lanzaron miles de toneladas
de bombas sobre Vietnam primero, sobre Irak después, sobre Afganistán y tantos
otros lugares. No creo que sea moralmente aceptable valorar los atentados del
11 S de distinta manera que el atentado contra el avión de Cubana, que por
cierto contó con amplias complicidades en Venezuela. Y el que no sepa eso, que
se desasne.
Opino que sólo una grave debilidad moral e ideológica puede
llevar a alguien a justificar episodios terribles y desgraciados como el
atentado a la AMIA. Los
revolucionarios deben ser, ante todo, personas de bien y gente de paz. Sólo
quien no conoce el hedor de la guerra puede alentarla. Para ser sincero, estoy
bastante cansado de los revolucionarios de pacotilla que desean a toda costa,
más que un lugar en la historia, un sillón en alguna oficina gubernamental.
Estoy harto de los que confunden la justa rebeldía de los pueblos con el bajo
negocio político de entrecasa, de los que medran con dolores ajenos y lejanos.
Estoy cansado de quienes creen que ponerse una boina ya es suficiente para
dictar cátedra revolucionaria, de los que hablan sin pensar y hacen sin sentir.
En América Latina la lucha por la justicia social ha costado ya muchos muertos
como para que ahora un grupito de oportunistas, afectados por la enfermedad
infantil del izquierdismo, deshaga en diez minutos lo que costó decenas de años
construir. Estoy cansado de quienes se olvidan de los ideales de Sandino, de
Javier Heraud, de Sendic. Estoy dolorido de esos revolucionarios de cháchara
fácil que no recuerdan a Primo Levi, a Hanna Arendt, a Bertolt Brecht, a Julios
Fucik. Y me resulta bochornoso para la especie humana que una persona considere
un insulto o una acusación llamar a otra “pro judía”, como ha ocurrido muy
recientemente. Si ese fuera el caso, no considero un agravio que me llamen pro
judío, o judío sin más. Soy católico, soy bautizado y como hombre de fe digo:
¡Bendita sea la tierra de Israel!
Creo que los palestinos merecen su tierra y su paz, y que
también merecen su tierra y su paz los judíos. Y que todos merecen el respeto
que tanto les debemos nosotros, los que desde el confort de Occidente
observamos impávidos durante décadas la discriminación y el odio que se ha
practicado y estimulado de forma sistemática contra judíos y musulmanes. Por
cierto que no es negando el Holocausto como vamos a pagar esa deuda, ni
azuzando el conflicto, ni aplaudiendo cada vez que cae un cohete en tierra
judía, o cada vez que un tanque israelí bombardea Gaza. El gobierno de Israel
hace poco y nada por la paz, al igual que la Autoridad Nacional
Palestina, pero no creo que maldecir a un pueblo o a una nación sea un aporte a
la convivencia entre vecinos. Estoy convencido que el mejor aporte a la paz que
podemos hacer es contribuir a la reflexión, sin oportunismo ni bajezas.
Por último, también creo que las obras
artísticas dicen por sí solas, y que algunas pueden ser buenas y otras malas.
Pero me parece que la práctica de repudiar expresiones culturales legítimas y
exhortar al poder de los Estados a ello es un método fascista. Ya sabemos cómo
es esa historia: se empieza quemando un libro y se termina incendiando el
Reichstag.
Fernando Butazzoni
(Montevideo, 1953). Narrador, ensayista, poeta, guionista y periodista.
Entre 1972 y 1985, vivió en Chile, Cuba, Nicaragua y Suecia. Luego del proceso
electoral puede retornar al Uruguay, donde desarrollaría una intensa actividad
periodística y literaria. Fue encargado de páginas culturales del semanario
Brecha, director de la Revista
de la Universidad
de la República,
secretario de redacción del matutino La República, corresponsal del diario Clarín de
Buenos Aires y director y conductor de programas de radio y TV.
En narrativa ha publicado: Los días de nuestra sangre
(cuentos, Cuba, 1979); La noche abierta (novela, Costa Rica, 1982); El tigre y
la nieve (novela, Montevideo, 1986); La danza de los perdidos (novela,
Montevideo, 1988); La noche en que Gardel lloró en mi alcoba (novela,
Montevideo, 1996); Príncipe de la muerte (novela, Montevideo 1997); Mendoza
miente (nouvelle, Montevideo, 1998); Libro de brujas novela, (novela,
Montevideo, 2002); El tigre y la nieve (novela, Montevideo, 2006); El profeta
imperfecto (novela, Montevideo,2007); Un lugar lejano (novela, Montevideo,
2009).
Asimismo ha dado a conocer en crónica y ensayo
Nicaragua: noticias de la guerra (Montevideo, 1986); el volumen de reportajes
Seregni-Rosencof Mano a mano (Montevideo, 2002); Los ensayos del Orobon
(Montevideo, 1998) y Alabanza de los reinos imaginarios, un recorrido por el
castillo del conde de Lautréamont (Montevideo 2004).
Su obra ha recibido diversas distinciones, entre
ellas, los premios Casa de las Américas (Cuba, 1979), EDUCA de narrativa
(Costa Rica, 1981), Bartolomé Hidalgo (Uruguay, 2008) y fue finalista del
Planeta-Casa de América (2007) y del Rómulo Gallegos(2009).