El fuego vive de la muerte del aire
y el aire de la muerte del fuego; el agua
vive de la muerte de la tierra, y la tierra
de
la muerte del agua.
Heráclito
ATRIO
Enciendo
el fósforo que me guía en los laberintos del lenguaje, sigo su pabilo, la luz
que al final habrá de fundirse con mis dedos, con mis palabras. Soy el
centinela de estos parajes. Entro en el poema y hago mi ronda hasta que
amanece. Vigilo las cuatro puertas. La mujer que sueña en las murallas dice que
soy un duende, que puedo llevar las palabras en mis bolsillos como monedas;
en vez de monedas siempre cargo versos de Virgilio.
Entro en la noche, en sus símbolos, en la
edad de la sombra y de la luz, merodeo por sus orillas, contemplo la belleza y
el pavor de sus hogueras, voy tras la voz que bordea los acantilados, ebrio, sonámbulo,
pues la distracción prolonga el
infinito, me detengo un instante en un pasaje de la biografía de la lluvia y
trato de recordar el poema donde mueren todos los ríos. Mueren los ríos, muere el tiempo, pero las
palabras quedan intactas, empañadas en el cristal. Heráclito llora en la falsa
orilla: “¿Cómo puede uno ponerse a salvo de aquello que jamás desaparece?” Por eso vivo dentro del lenguaje. Tiendo mi
carpa dentro de una palabra, en sus bosques preñados de fábulas, de ruiseñores,
y como el viejo Eliot, leo casi toda la noche y bajo al sur en invierno.
Soy testigo de la mujer que hace diamantes con
las palabras, que inventa con cada sílaba los collares que llevan en sus
cuellos los fantasmas, los dioses, las doncellas de los cuentos de hadas. He
sucumbido a su canto. Las mariposas del recuerdo me intranquilizan, quisiera
ignorar su esbelta desnudez bajo el agua del Caribe, donde he visto la
geografía del lenguaje, la sensual, la terrible, la exacta erudición de los
sentidos, la embriaguez absoluta que aún ignora el tacto, la cadencia de los
hombres. No sé si la he soñado, no sé si
ella es la que sueña que yo la cuido desde que aprendí el idioma de las tribus
del aire. Cada gesto suyo borra el universo, lo distrae. No es el amor, es algo
anterior al amor, anterior a la mujer, su sueño antes de volverse carne, antes
de volverse sal, antes de volverse piedra. Es su palabra ingrávida anterior al
deseo de volverse cuerpo, labios, cabellos.
Soy el
centinela. Desde hace algunas noches vigilo estos laberintos que compró esa
mujer con las monedas que durante años iba recogiendo
en las
fuentes.
PRIMERA
PARTE
LA MUJER
DEL FUEGO
Y mi nombre se confundió con el nombre del
fuego
mientras
cantaba con oro en la voz
el griego
reflejo que Heráclito dejó en el agua.
Cambiando se descansa.
Heráclito
I
Estremecida
por la luz de los grabados de la noche,
por su
silencio, por la sed amorosa que crepita
en sus
selvas, en sus runas de fuego,
en sus
salamandras consternadas en mi sueño
de niña,
he bajado
hoy a las murallas, hoy quiero hundir
mis
secretos en las arenas,
el
esplendor, el encanto y la música para quedar
desarmada,
arrojar al mar incesante esa belleza
antigua que
quema mi noche,
arrojar mi
última moneda.
II
Salí de
la noche, de su silencio, y a la noche pertenezco,
soy hija
del milagro de la noche
y en su
sombra irradian mis palabras.
Mi
silencio es la voz de otra mujer que me acompaña.
El
hechizo, el amor, la sed de esta hoguera
estremecen
mis horas, mi clepsidra,
soy esa
canción que al ocaso atraviesa los bosques
y baja
descalza hasta las murallas.
Detrás de
la piedra despierto a esta dulce maravilla,
al
misterio de la luz, de la sombra: en sus páginas
escribo, detrás
del silencio que me acompaña,
diluyo
mis delirios, esta agobiante soledad
que arde
en todas las orillas, en el papel,
en mi
cuerpo.
III
El mar
intuye en mi mano la soledad de los astros,
mi tarot
de adivina que barajan otras manos extrañas,
mi horóscopo
indescifrable, tímido, los símbolos
de este
silencio anhelado por los arcanos,
y ya
tantas veces leído por los planetas,
por las
estrellas echando chispas
en las
constelaciones de mi sangre,
sus bocas
radiantes en la oscuridad me susurran
el futuro
IV
He
vertido con ansiedad dos milagros en la fuente
de San
Diego: mis ojos verdes que han visto
con
vehemencia los ocasos morir en esta esquina,
mis ojos
que han visto el incendio milagroso
en las
telas, en los grabados, que son gestos
de este
silencio,
y al
llegar la noche intuyen las cenizas del alba;
mis ojos afiebrados
que son dos lunas hambrientas,
ensimismados,
amasando el mito,
escrudiñando
en los pliegues, en las cadencias,
en los
umbrales de una historia que se repite
y que no
es la misma. Mis ojos diluidos en la tormenta
con el
verano enardecido de las ciénagas,
con el
azufre candente, mágico de las cumbres,
y vago
como una ola vestida con la túnica del color
de las
auroras de la Ilíada,
casi
imaginaria como una fábula,
y desde
mi zarza luminosa leo en las líneas de la mano
de la
noche.
V
El mar me
desvela, rasga en la negrura las cuerdas
de sus
maderas y sus metales, su silencio,
sacude
las abigarradas lunas rojas del templo de agua:
veo el
balido del otoño descendiendo por sus escaleras,
rodando
por sus líquidos corredores, por la arena
fulgurante
de sus balcones y sus recámaras
manchando
del color de los labios de Medusa
el mármol
amarillo.
VI
Observo
el mar desde el ojo de un color de la llama,
desde mi
faro, leo y releo la maravillosa enredadera
de sus
hexámetros de agua,
la morena
escritura dormida en los papiros de sal,
en
papeles ajados por la luna que bajan como pájaros
hasta el
silencio de la llama, a cada gesto de mi oído,
y subrayo
esos versos antiguos con tizones
o con
carbón de las minas;
la
belleza helénica de sus estrofas salta hasta
mis oídos
y me hiere.
VII
Siento las
naves llenando de fiebre y de brillo
las
estatuas de esta ciudad de piedra,
los
molinos de viento de mi mente, la suave
embriaguez
de mis sentidos, los bosques embrujados
del insomnio donde soy forastera,
y con
sueño en las manos, con hambre en los oídos,
con la
ebriedad de este silencio más fuerte que yo,
que me
obliga a arder en los bosques de la página,
tejo los
escombros de un sol que se agita en mi pecho,
tejo en
los umbrales la madeja de esta poderosa
luz que me
promete el infinito.
El mar es
un milagro.
Al igual que el fuego, el mar tiene vida propia.
¿Cómo
colmar la ansiedad, la sed de deshacerme
y renacer
en una palabra y arder de nuevo?
Vine a
hablarte del fuego y traigo una llama en mis labios.
Fernando Denis (Ciénaga, Magdalena, Colombia 1968). Ha escrito La
criatura invisible en los crepúsculos de William Turner (1.997),
considerado uno de los mejores libros publicados en Colombia durante
el siglo XX, Ven a estas arenas amarillas (2004) y El vino rojo
de las sílabas (2007). Su poesía ha comenzado a despertar interés dentro y
fuera de su país, y su libro, La geometría del agua, publicado por Grupo Editorial Norma, presentado en la Feria del Libro de Buenos
Aires, y en Maguncia, Museo de papel, grabado y estampa de Argentina, se está
traduciendo al inglés, al francés, al alemán, al ruso y al bengalí.
Contemporáneos como William Ospina (Premio Rómulo Gallegos 2008),
Juan Gustavo Cobo-Borda y José Ramón Ripoll coinciden en señalar que
Fernando Denis es una de las voces actuales más originales en la poesía de
América Latina. Se preocupa también por el paisaje exterior, como el que
contienen las tonalidades de la naturaleza. Algunos de sus poemas se inspiran
en las pinturas crepúsculares de William
Turner. La cadencia y la sonoridad de sus poemas recrean imágenes, músicas
y conceptos decimonónicos como el prerrafaelismo,
corriente artística de la era
victoriana que lo ha impresionado; en algunos poemas como los
monólogos de sus personajes femeninos, las voces tienen mucha fuerza íntima. La
embajada de Colombia en Delhi y la academia de letras de la India, Sahitia Akademy,
editaron sus poemas en inglés y lo condecoraron como el poeta más
representativo de su país y una voz literaria
sobresaliente de las letras contemporáneas.