lunes, 8 de septiembre de 2014

FERNANDO DENIS: LA ALUCINACIÓN DE ANTUÁN









Mucho se ha sabido sobre el poder mágico que tienen las palabras, sobre su efecto embrujador, sobre su soledad delirante y embriagadora, sus nahuales y chaneques manchados de bosques, de irritante asombro antiguo. Las palabras tienen para siempre un poder de inagotable belleza, de cóncava seducción,  y más allá de quién las retiene, o juega con ellas, o las escribe,  más allá del comportamiento de las palabras, el lenguaje las deja en las manos de aquellos que algunas veces no saben que ellas labrarán su destino: la soñada felicidad, aunque sea de manera efímera.  O también su maldición. 
     Antuán es la memoria alucinante de unas palabras cuyo eco recogieron algunos fantasmas de México. Desde la primera línea, esta novela delira en un fantasmagórico derroche de poesía y de soberbia lucidez. Más que una novela,  es el mágico poema épico de una secta, de una legión de amigos en torno al escritor francés Antonin Artaud.  Esas voces arrancadas a la piedra, encontradas en algún recodo del camino  al bosque natal, oídas en un sueño soñado en cualquier jardín de Oaxaca tras la noche del mezcal ardiente y el gusano, son el testimonio de una época, de un paisaje que creció con el culto a las grandes metáforas del inconsciente colectivo.   Cabada Ramos pluraliza la conciencia de un paisaje, sus vocablos, sus símbolos, sus muertos. Y narra el inenarrable destino mexicano de un hombre que hizo de su vida un teatro, una suerte de dramática lectura de su trasegar, de la imborrable herida de sus sentidos. Antonin  Artaud era un artista soberbio, envenenado, explosivo, irresponsable, maldito, genial. Decía: “El artista tiene un deber social que es dar salida a las angustias de su época”.  Su lenguaje solo sirvió para apaciguar su caída, su somera  incursión a infiernos personales, a ese múltiple, cosmogónico viaje interior del cual un día ya no podría volver. Sus fantasmas le cobraron un precio muy alto y lo pagó. El México de Rulfo lo recibió, le entregó algunos secretos.  Artaud escribiría después: “Nadie ha pensado hasta ahora en manifestar las fuerzas escondidas del alma de México, en enumerarlas, en reunirlas metódicamente”.  Su obstinada obra plantea  el gran vacío de su siglo, las muchas carencias que tenía, los agotadores  síntomas  de desarraigo espiritual, ese malestar contante que lo empujaba hacia el abismo, a la insondable búsqueda del papel y el lápiz, de los colores, de las tintas, del ácido de los grabados, de las tablas del escenario que confundió algunas veces con las luces del manicomio. Luchaba consigo mismo, con ese otro ser extraño que lo habitaba. 
        Antuán es un viaje alucinante a varias voces, un fresco narrativo  cargado de misterio y soledad, vestido con una prosa visual, enervante,  que parece ir tejiéndose en las hilanderas de  un sueño, destejiéndose en la acendrada voluntad de una interminable oscuridad mexicana. La palabra que entró por el puerto de Veracruz  se convertirá en una experiencia imborrable para las letras, no se borrará aquel que venía de Francia con una inteligencia  proverbialmente sensible a la crueldad, llena de matices,  saturada de una belleza perturbadora,  una belleza hechizada por el tiempo  y  a ratos trasnochada por una espantosa inteligencia. Entre claroscuros, sentimos los pasos que se pierden detrás de esa palabra efímera que promete el infinito. Percibimos  las confidencias, las retahílas, los desahogos de algún alma que todavía deambula por el sur; vislumbramos a lo lejos, tras la neblina de un cigarrillo encendido, el traqueteo luminoso de un tren donde nunca ha viajado una persona de verdad, sólo viajan palabras, recuerdos, los gestos de una máscara que recitaba poemas en las tumbas de Pere Lachaise. Lentamente nos volveremos cómplices de una gama de sensaciones que se convertirán en un clima, en una tempestad. Como si los alucinógenos de Artaud, sus chamánicas elucubraciones, sus espejos rotos  lograran alcanzar la conciencia histriónica del lenguaje,  los delirios de una lengua enferma, dopada, enervante, atiborrada de peyote, de hospitales.  André Bretón le dijo a Octavio Paz al oído, refiriéndose a Artaud: “Me conmueven el hombre y el poeta. Por ejemplo, su libro En el país de los tarahumaras es admirable pero me conturba su testimonio: ¿dónde termina la visión del poeta y comienzan las visiones deleznables de la droga?” 
     Si yo quisiera explicar esta novela de Cabada Ramos utilizando viejas metáforas, escogería las primeras palabras del texto “El uso y la contemplación” de su paisano Octavio Paz: “Bien plantada. No caída de arriba: surgida de abajo. Ocre, color miel quemada. Color de sol enterrado hace mil años y ayer desenterrado. Frescas rayas verdes y anaranjadas cruzan su cuerpo todavía caliente. Círculos, grecas: ¿restos de un alfabeto dispersado?”
      Abruptamente, de manera insidiosa, irreverente,  Antuán  se tomará por asalto a futuras generaciones de lectores.


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José Luis Cabada Ramos