Mucho se ha sabido sobre el poder
mágico que tienen las palabras, sobre su efecto embrujador, sobre su soledad
delirante y embriagadora, sus nahuales y chaneques manchados de bosques, de
irritante asombro antiguo. Las palabras tienen para siempre un poder de
inagotable belleza, de cóncava seducción,
y más allá de quién las retiene, o juega con ellas, o las escribe, más allá del comportamiento de las palabras,
el lenguaje las deja en las manos de aquellos que algunas veces no saben que
ellas labrarán su destino: la soñada felicidad, aunque sea de manera
efímera. O también su maldición.
Antuán es la memoria alucinante de unas palabras cuyo eco recogieron
algunos fantasmas de México. Desde la primera línea, esta novela delira en un
fantasmagórico derroche de poesía y de soberbia lucidez. Más que una
novela, es el mágico poema épico de una
secta, de una legión de amigos en torno al escritor francés Antonin
Artaud. Esas voces arrancadas a la
piedra, encontradas en algún recodo del camino
al bosque natal, oídas en un sueño soñado en cualquier jardín de Oaxaca
tras la noche del mezcal ardiente y el gusano, son el testimonio de una época,
de un paisaje que creció con el culto a las grandes metáforas del inconsciente
colectivo. Cabada Ramos pluraliza la conciencia
de un paisaje, sus vocablos, sus símbolos, sus muertos. Y narra el inenarrable
destino mexicano de un hombre que hizo de su vida un teatro, una suerte de
dramática lectura de su trasegar, de la imborrable herida de sus sentidos.
Antonin Artaud era un artista soberbio,
envenenado, explosivo, irresponsable, maldito, genial. Decía: “El artista tiene
un deber social que es dar salida a las angustias de su época”. Su lenguaje solo sirvió para apaciguar su
caída, su somera incursión a infiernos
personales, a ese múltiple, cosmogónico viaje interior del cual un día ya no
podría volver. Sus fantasmas le cobraron un precio muy alto y lo pagó. El
México de Rulfo lo recibió, le entregó algunos secretos. Artaud escribiría después: “Nadie ha pensado
hasta ahora en manifestar las fuerzas escondidas del alma de México, en
enumerarlas, en reunirlas metódicamente”.
Su obstinada obra plantea el gran
vacío de su siglo, las muchas carencias que tenía, los agotadores síntomas
de desarraigo espiritual, ese malestar contante que lo empujaba hacia el
abismo, a la insondable búsqueda del papel y el lápiz, de los colores, de las
tintas, del ácido de los grabados, de las tablas del escenario que confundió
algunas veces con las luces del manicomio. Luchaba consigo mismo, con ese otro
ser extraño que lo habitaba.
Antuán es un viaje alucinante a varias voces, un fresco narrativo cargado de misterio y soledad, vestido con
una prosa visual, enervante, que parece
ir tejiéndose en las hilanderas de un
sueño, destejiéndose en la acendrada voluntad de una interminable oscuridad
mexicana. La palabra que entró por el puerto de Veracruz se convertirá en una experiencia imborrable
para las letras, no se borrará aquel que venía de Francia con una
inteligencia proverbialmente sensible a
la crueldad, llena de matices, saturada
de una belleza perturbadora, una belleza
hechizada por el tiempo y a ratos trasnochada por una espantosa
inteligencia. Entre claroscuros, sentimos los pasos que se pierden detrás de
esa palabra efímera que promete el infinito. Percibimos las confidencias, las retahílas, los
desahogos de algún alma que todavía deambula por el sur; vislumbramos a lo
lejos, tras la neblina de un cigarrillo encendido, el traqueteo luminoso de un
tren donde nunca ha viajado una persona de verdad, sólo viajan palabras,
recuerdos, los gestos de una máscara que recitaba poemas en las tumbas de Pere
Lachaise. Lentamente nos volveremos cómplices de una gama de sensaciones que se
convertirán en un clima, en una tempestad. Como si los alucinógenos de Artaud,
sus chamánicas elucubraciones, sus espejos rotos lograran alcanzar la conciencia histriónica
del lenguaje, los delirios de una lengua
enferma, dopada, enervante, atiborrada de peyote, de hospitales. André Bretón le dijo a Octavio Paz al oído,
refiriéndose a Artaud: “Me conmueven el hombre y el poeta. Por ejemplo, su
libro En el país de los tarahumaras
es admirable pero me conturba su testimonio: ¿dónde termina la visión del poeta
y comienzan las visiones deleznables de la droga?”
Si yo quisiera explicar esta novela de Cabada Ramos utilizando viejas
metáforas, escogería las primeras palabras del texto “El uso y la contemplación” de su paisano Octavio Paz: “Bien
plantada. No caída de arriba: surgida de abajo. Ocre, color miel quemada. Color
de sol enterrado hace mil años y ayer desenterrado. Frescas rayas verdes y
anaranjadas cruzan su cuerpo todavía caliente. Círculos, grecas: ¿restos de un
alfabeto dispersado?”
Abruptamente, de manera insidiosa, irreverente, Antuán
se tomará por asalto a futuras generaciones de lectores.
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